domingo, 9 de marzo de 2014

Sobre la propuesta del Card. Kasper al Consistorio de los Cardenales.

Amigos:
Publico un texto muy valioso que encontré recientemente en internet.
Al mismo le he hecho algunas pequeñas matizaciones. Quien quiera saber qué es lo que modifiqué y por qué, sólo tiene que "googlear" el texto.
Espero que les sirva. A mí me sirvió mucho para ampliar la mirada.

Nuestro Papa Francisco está hablando reiteradamente sobre la misericordia. Y recibe por ello grandes elogios. 
Lo curioso es que esos elogios proceden, principalmente, de dos colectivos: los enemigos de la Iglesia y los que se consideran sus mejores amigos y evangelizadores, los que se esfuerzan en parecerse en todo lo posible al mundo, para así poner el Evangelio a su alcance. Es la que llaman ala “progresista” de la Iglesia (lo digo con todo el respeto por esta forma de entender la evangelización y por los que creen en ella y la llevan a la práctica: sólo un ciego puede negar lo mucho que ha traído de bueno; aunque no todo ha sido bueno. De ahí la opción contraria). 
Y en contraste con estos encendidos elogios a la misericordia del Papa, están las críticas que le llueven del bando de los llamados “conservadores” o “integristas”. 
Un choque de posicionamientos que se ha escenificado ostentosamente a raíz del informe presentado por el cardenal Kasper al Papa en relación con la comunión de los divorciados
El problema de fondo, a mi entender, es que en ese informe viene a asimilarse el matrimonio cristiano, indisoluble, con el matrimonio civil, disoluble: con todas las implicaciones doctrinales que eso conlleva.

Me gustaría dejar bien clara la idea en que se sustenta la moral sexual y matrimonial de la Iglesia (tan iusnaturalista, que coincide con muchas otras doctrinas y civilizaciones): como en las operaciones de salvamento, los niños primero, luego las mujeres, y los últimos los hombres. Es una norma antropológica, o si me apuran zoológica y hasta biológica. Es el orden obligado de salvación, si además de atender a la salvación individual, atendemos también a la del grupo.

Si una colectividad se deja arrastrar por el individualismo de los más fuertes, y cuando es preciso optar por las prioridades de salvamento, salva primero a los hombres, dejando perecer a los niños y a las mujeres; esa colectividad tiene los días contados: perecerá a causa de esa conducta tan antinatural, se extinguirá por falta de reproducción. Y me temo muy mucho que nuestra sociedad va de cabeza en esa dirección: a los primeros que elimina y desatiende es a los niños más pequeños (siempre en función de su “valor”, es decir de su utilidad: me refiero al aborto); y la siguiente víctima es la mujer, a la que le hace los dos grandes regalos envenenados: la anticoncepción (totalmente a su cargo en economía y en salud) y el aborto, alejándola así de la maternidad. ¿Y eso para qué? Pues para que el hombre pueda gozar sexualmente de ella sin trabas ni responsabilidades que le agrien el placer. ¡Valiente modelo de sociedad nos hemos construido!

Las sociedades en su conjunto han tenido la idea muy clara: los primeros en recibir la misericordia de la sociedad han de ser los niños. Por eso todas las sociedades sanas han hecho lo posible por que los niños nacieran y crecieran en una zona social lo más protegida posible (esto me recuerda el bello anuncio pro vida en que aparece un vientre gestante con una inscripción:Zona libre de pena de muerte). Por eso han puesto todo su empeño en construir una familia lo más sólida posible. Por eso la civilización judeocristiana a la que pertenecemos, nos ha dejado en herencia una familia sumamente estable: para que no se tambaleen las paredes que la forman y para que a los niños en cuyo beneficio se formó, no se les caiga la casa encima. Porque para ellos es la primera y más abundante porción de misericordia que emplea con todos sus miembros una sociedad sana.

El judaísmo y el cristianismo han sido muy severos con la conducta sexual: no porque sí, sino para evitar que nacieran niños en la intemperie social, sin una familia que fuera su hogar. Por ellos, por la misericordia que les merecían los niños, tuvieron mucha menos misericordia con sus padres. La prioridad en la misericordia fue para los niños. Por eso, la Iglesia que heredó lo mejor del judaísmo y que enderezó hasta donde pudo la herencia de los romanos (que dejaron tres clases de unión sexual: la prostitución y el contubernio para los esclavos, y el matrimonio con el respectivo ius familiae para los ciudadanos); la Iglesia, digo, instituyó el que conocemos como matrimonio católico canónico, elevado a la dignidad de sacramento, con la inherente prohibición de las relaciones prematrimoniales y extramatrimoniales (lo que la modernidad y el progreso  llaman represión sexual), con el deber del respeto mutuo entre los esposos y con el compromiso de fidelidad de por vida. Y todo ello no sólo por el confort y bienestar de los esposos, sino sobre todo por el de los hijos. Hoy una cosa así está tremendamente mal vista.
  
Ciertamente es bastante escasa la ración de misericordia empleada por la Iglesia para los adultos, si la comparamos con la abundancia de la misericordia derramada para proteger a los niños. Y más si la comparamos con la moral sexual y de familia que han impuesto la modernidad y el progreso. Eliminando a los niños que vienen a la vida sin que se les  haya llamado explícitamente (me refiero al aborto), y no cargándose demasiado la conciencia por lo que pueda ser de los hijos si se desmantela la familia (es el divorcio), no hay el menor problema para ser totalmente generosos y misericordiosos con los padres. A partir de esas premisas, hacemos una nueva redistribución de la misericordia; bueno, eso de redistribución es un eufemismo, porque dejamos a los hijos sin pizca de misericordia (como que hasta nos permitimos liquidarlos limpiamente antes de nacer y sin el menor remordimiento de conciencia) y volcamos la abundancia de la misericordia de nuestro corazón íntegramente en los padres, puesto que los hijos pasan muy bien sin ella. Es que la salud sexual(¡y reproductiva!) de los padres se ha convertido en el eje de la nueva moral. Los hijos, obviamente, quedan al margen de esta salud, porque son para ella el mayor estorbo.

En fin, que la Iglesia -movida por el Espíritu Santo- había diseñado el matrimonio canónico indisoluble a partir de las palabras de Jesucristo (cf. Mc 10 1-12), poniendo el interés de los hijos por delante del interés circunstancial de la pareja. Porque entendía que si se altera este orden de prioridades, los hijos acaban siendo los grandes perdedores (y a partir de ellos, toda la sociedad). Es el mundo en que estamos.


¿Que el matrimonio indisoluble evita muchos problemas pero crea algunos? Es evidente puesto que no hay ningún ser humano que sea perfecto. ¿Y que la indisolubilidad del matrimonio es capaz por sí misma de crear unos dramas inenarrables, que incluso pueden acabar en tragedia? Bien cierto; pero hay una jerarquía de bienes a tutelar, y la familia como la instituyó la Iglesia y como ha funcionado (con todos sus problemas) durante más de mil años ha respetado esa jerarquía. 

Por otra parte, la validez del sacramento del matrimonio la da el consentimiento mutuo, libre, incondicional y sin engaño el día de la boda: El matrimonio lo produce el consentimiento de las partes legítimamente manifestado entre personas jurídicamente hábiles, consentimiento que ningún poder humano puede suplir” (Código de Derecho Canónico 1057,1). “El consentimiento matrimonial es el acto de la voluntad, por el cual el varón y la mujer se entregan y aceptan mutuamente en alianza irrevocable para constituir el matrimonio” (íd. 1057,2). Por tanto, “lo que Dios ha unido que no lo separe el hombre” (Mc 10, 9).  Todo lo que suceda a partir de ahí (mentiras, adicciones, adulterios, maltratos…) no anula el sacramento, por mucho que la presunta víctima sea “inocente”. Igual al final va al Cielo; pero si su primer matrimonio es válido, no puede comulgar: porque vive en concubinato. Así lo afirma Jesucristo: “Quien repudie a su mujer y se case con otra, comete adulterio contra aquélla; y si ella repudia a su marido y se casa con otro, comete adulterio” (Mc 10, 11). ¿Alguien cree que tiene autoridad para enmendar a su Señor?

Y todos sabemos que si la norma abre el más pequeño resquicio a las excepciones, la ley del plano inclinado hará que ese resquicio se abra cada vez más hasta convertirse en un enorme boquete y dar al traste con toda la barrera. Ahí tenemos para demostrarlo la ley del aborto: era para unas mínimas excepciones y se convirtió en aborto no sólo libre, sino además promocionado y financiado con cargo a los impuestos de todos. Y otro tanto ocurrirá con la eutanasia, tanto la de adultos como la infantil: será un sistema de liquidación de enfermos e inválidos.


Y puesto que estamos en un mundo en que se busca por encima de todo evitar cualquier represión sexual y exonerar a la pareja de responsabilidades y de escrúpulos morales con respecto a los hijos, he aquí que la indisolubilidad del matrimonio queda como un anacronismo. Y la Iglesia, que está en el mundo, le da vueltas a la evidente relajación de esa indisolubilidad, que se ha resuelto de hecho, en la mayoría de los casos, mediante el divorcio (evidentemente civil) y un segundo matrimonio civil. Algunos están buscando cómo asumir esta situación de hecho vistiéndola con algún argumento de derecho.

El concubinato y el adulterio son pecados públicos que impiden comulgar hasta que uno se confiese y abandone esa situación. Sólo si se violenta el sacramento del matrimonio o se descerraja la Eucaristía, puede admitirse a comulgar a los divorciados vueltos a casar. Viendo adónde nos han conducido los tremendos alardes de ingeniería litúrgica, de ingeniería teológica y de ingeniería moral que caracterizan a un sector de la Iglesia, derribando los grandes pilares y debilitando las paredes maestras de toda su edificación, nos podemos hacer una idea de lo que puede dar de sí la nueva doctrina que se vislumbra sobre el matrimonio y la comunión. Porque eso sería el progreso del cangrejo.

El cardenal Kasper propone extender el inmenso manto de la misericordia de la Iglesia sobre estas numerosas parejas y bendecir de alguna manera este segundo matrimonio civil. Y si esto no es posible, igual intenta redefinir el sacramento de la Eucaristía, a ver si lo puede presentar como medicina del alma enferma. Pero el plano inclinado nos puede llevar a extender el sacramento más allá de la infidelidad momentánea de los fieles, a la infidelidad de los infieles. Si la Eucaristía es medicina, ellos también la necesitan: y quizá más que nadie.

Custodio Ballester Bielsa, pbro.

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