martes, 11 de marzo de 2014

Lo que Dios ha unido. La revolución cultural del Card. Kasper

Comparto otro texto que para mí es de enorme valor en el tiempo actual. Un análisis bastante detallado de la propuesta del Card. Kasper, sus fundamentos y sus consecuencias, del prof Roberto De Mattei.


Lo que Dios ha unido. La revolución cultural del Card. Kasper

La doctrina no cambia, la novedad concierne sólo la praxis pastoral”. El eslogan, repetido desde hace un año, por un lado tranquiliza a aquellos conservadores que miden todo en términos de enunciaciones doctrinales, y por el otro alienta a los progresistas que atribuyen a la doctrina escaso valor y confían totalmente en el primado de la praxis. Un clamoroso ejemplo de revolución cultural propuesta en nombre de la praxis nos viene de la relación dedicada a El Evangelio de la familia con la que el cardenal Walter Kasper abrió el pasado 20 de febrero las sesiones del Consistorio extraordinario sobre la familia. El texto, que el padre Federico Lombardi define como “en gran sintonía” con el pensamiento de Papa Francisco, se merece también por esto ser valorado en toda su envergadura.
El punto de partida del cardenal Kasper es la contestación de que “entre la doctrina de la Iglesia sobre el matrimonio y sobre la familia, y las convicciones vividas por muchos cristianos se ha abierto un abismo”. Pero, el cardenal evita formular un juicio negativo sobre estas “convicciones”, antitéticas a la fe cristiana, eludiendo la pregunta fundamental: ¿Por qué existe este abismo entre la doctrina de la Iglesia y la filosofía de vida de los cristianos contemporáneos? ¿Cuál es la naturaleza, cuáles son las causas del proceso de disolución de la familia? En ninguna parte de su relación se dice que la crisis de la familia es la consecuencia de un ataque programado a la familia, fruto de una concepción del mundo laicista que se opone a ella. Y este silencio a pesar del reciente documento sobre losEstándares para la educación sexual de la “Organización Mundial de la Salud (OMS)”, la aprobación por parte del Parlamento Europeo del “informe Lunacek”, la legalización de los matrimonios homosexuales y el delito de homofobia hecha por tantos gobiernos occidentales. Además, no podemos no preguntarnos: ¿Es posible, en 2014, dedicar 25 páginas al tema de la familia, ignorando la objetiva agresión que la familia, no sólo la cristiana sino la natural, padece en todo el mundo? ¿Cuáles pueden ser las razones de este silencio, sino una subordinación psicológica y cultural a esos poderes mundanos que promueven el ataque a la familia?
En la parte fundamental de su relación, dedicada al problema de los divorciados vueltos a casar, el cardenal Kasper no expresa ni una palabra de condena sobre el divorcio y sus desastrosas consecuencias en la sociedad occidental. Pero ¿no ha llegado el momento de decir que gran parte de la crisis de la familia se remonta precisamente a la introducción del divorcio, y que los hechos demuestran cómo la Iglesia tenía razón en combatirlo? ¿Quién tendría que decirlo, sino un cardenal de la Santa Romana Iglesia? Sin embargo, el cardenal parece interesarse sólo en el “cambio de paradigma” que exige la situación de los divorciados vueltos a casar.
Casi para prevenir posibles objeciones, el cardenal se anticipa afirmando: la Iglesia “no puede proponer una solución diversa o contraria a las palabras de Jesús”. La indisolubilidad de un matrimonio sacramental y la imposibilidad de contraer un nuevo matrimonio mientras viva el otro cónyuge “pertenece a la tradición de la fe vinculante de la Iglesia que no puede ser abandonada o disuelta apelando a una comprensión superficial de una misericordia barata”. Pero, inmediatamente después de haber proclamado la necesidad de mantenernos fieles a la Tradición, el cardenal Kasper avanza dos propuestas demoledoras para escamotear el Magisterio perenne de la Iglesia en materia de familia y de matrimonio.
Según Kasper, el método que hay que adoptar es el mismo aplicado por el Concilio Vaticano II en relación con la cuestión del ecumenismo o de la libertad religiosa: cambiar la doctrina, sin evidenciar que se modifica. “El Concilio –afirma–, sin violar la tradición dogmática vinculante, ha abierto las puertas”. ¿Abierto las puertas a qué cosa? A la violación sistemática, en el plano de la praxis, de aquella tradición dogmática de la que, en palabras, se afirma la obligatoriedad.
La primera vía para vaciar la Tradición arranca de la exhortación apostólica Familiaris consortio de Juan Pablo II, allí donde se dice que algunos divorciados vueltos a casar “están subjetivamente seguros en conciencia de que su precedente matrimonio, irreparablemente destruido, no había sido nunca válido” (n. 84). Pero la Familiaris consortio puntualiza que la validez del matrimonio nunca puede ser dejada a la valoración subjetiva de la persona, sino a los tribunales eclesiásticos, instituidos por la Iglesia para defender el sacramento del matrimonio. Precisamente refiriéndose a tales tribunales, el cardenal asesta el golpe definitivo: “Dado que ellos no son iure divino, sino que se han desarrollado históricamente, nos preguntamos a veces si la vía judicial tenga que ser la única vía para resolver el problema o si no serían posibles otros procedimientos, más pastorales y espirituales. Como alternativa, se podría pensar que el obispo pueda encargar este cometido a un sacerdote con experiencia espiritual y pastoral como penitenciario o vicario episcopal”.
La propuesta es explosiva. Los tribunales eclesiásticos son los órganos a los que normalmente es confiado el ejercicio de la potestad jurídica de la Iglesia. Los tres principales tribunales son la Penitencia Apostólica, que juzga los casos del foro interno, La Rota Romana, que recibe en apelación las sentencias de cualquier otro tribunal eclesiástico y la Signatura Apostólica, que es el supremo órgano jurisdiccional, algo parecido al Tribunal Superior de Justicia en relaciones con los tribunales españoles. Benedicto XIV, con su célebre constitución Dei Miseratione, introdujo en la legislación matrimonial el principio de la dúplice decisión judicial conforme. Esta praxis tutela la búsqueda de la verdad, garantiza un resultado procesal justo, y demuestra la importancia que la Iglesia atribuye al sacramento del matrimonio y a su indisolubilidad. La propuesta de Kasper pone en entredicho el juicio objetivo del tribunal eclesiástico, que sería sustituido por un simple sacerdote, llamado ya no a salvaguardar el bien del matrimonio, sino a satisfacer las exigencias de la conciencia de los individuos.
Refiriéndose al discurso del 24 de enero de 2014 a los oficiales del Tribunal de la Rota Romana en el que el Papa Francisco afirma que la actividad judicial eclesial tiene una connotación profundamente pastoral, Kasper absorbe la dimensión judicial en la pastoral, aseverando la necesidad de una nueva“hermenéutica jurídica y pastoral”, que vea detrás de toda causa a la “persona humana”“¿De verdad es posible –se pregunta– que se decida sobre el bien o el mal de las personas en segunda o tercera instancia sólo sobre la base de actas, es decir de papeles, pero sin conocer a la persona y su situación?”Estas palabras son ofensivas hacia los tribunales eclesiásticos y para la misma Iglesia, cuyos actos de gobierno y de magisterio están fundamentados sobra papeles, declaraciones, actas jurídicas y doctrinales, todo ello encaminado a la “salus animarum”. Se puede fácilmente imaginar cómo las nulidades matrimoniales se extenderían, introduciendo el divorcio católico de hecho, si no de derecho, con un daño devastador precisamente en relación con el bien de las personas humanas.
El cardenal Kasper parece ser consciente de este peligro, pues añade: “ Sería equivocado buscar la solución del problema sólo a través de una generosa dilatación del procedimiento de la nulidad matrimonial”. Es necesario “tomar en consideración también la aún más difícil cuestión de la situación del matrimonio confirmado y consumado entre bautizados, en el que la comunión de la vida matrimonial se ha irremediablemente roto y uno o ambos de los cónyuges han contraído un segundo matrimonio civil”. Llegado a este punto, Kasper cita una declaración de la Doctrina de la Fe de 1994 según la cual los divorciados vueltos a casar no pueden recibir la comunión sacramental, mientras que pueden recibir la espiritual. Se trata de una declaración en línea con la Tradición de la Iglesia. Pero el cardenal da un brinco en adelante poniendo esta pregunta: “Quien recibe la comunión espiritual es una sola cosa con Jesucristo; entonces ¿cómo puede estar en contradicción con el mandamiento de Cristo? ¿Por lo tanto, por qué no puede recibir también la comunión sacramental? Si excluimos de los sacramentos a los cristianos divorciados vueltos a casar (…) ¿no estamos quizá poniendo en discusión la fundamental estructura sacramental de la Iglesia?”
En realidad no existe ninguna contradicción en la praxis por dos veces milenaria de la Iglesia. Los divorciados vueltos a casar no están exonerados de sus deberes religiosos. Como cristianos bautizados tienen siempre la obligación de observar los mandamientos de Dios y de la Iglesia. Por lo tanto, tienen no sólo el derecho, sino el deber de asistir a Misa, de observar los preceptos de la Iglesia y de educar cristianamente a sus hijos. No pueden recibir la comunión sacramental porque se encuentran en pecado mortal, pero pueden hacer la comunión espiritual, porque incluso quién se encuentra en condición de pecado grave debe rezar, para obtener la gracia de salir del pecado. Pero la palabra pecado no cabe en el vocabulario del cardenal Kasper y nunca aflora en su relación para el Consistorio. Entonces ¿cómo maravillarse si, como el mismo Papa Francisco declaró el pasado 31 de enero, hoy “se ha perdido el sentido del pecado”?
Según el cardenal Kasper, la Iglesia de los orígenes “nos da una indicación que puede servir como salida” a lo que él define “el dilema”. El cardenal afirma que en los primeros siglos existía la praxis por la que algunos cristianos, a pesar de que el primer cónyuge aún viviese, tras un tiempo de penitencia, vivían una segunda relación. “Orígenes –afirma– habla de esta costumbre, definiéndola ‘no irracional’. También Basilio el Grande y Gregorio Nacianceno –¡dos padres de la Iglesia aún unida!– se refieren a esta práctica. Agustín mismo, bastante mas severo sobre la cuestión, al menos en un punto parece no excluir toda solución pastoral. Estos Padres querían, por razone pastorales, con el fin de evitar lo peor, tolerar lo que de por sí es imposible aceptar”.
Es una lástima que el cardenal no aclare cuáles son sus referencias patrísticas, porque la realidad histórica es bien distinta de como él la pinta. El padre George H. Joyce, en su estudio histórico-doctrinal sobre el Matrimonio cristiano (1948) demostró que durante los primeros siglos de la era cristiana no se puede encontrar ningún decreto de un Concilio ni ninguna declaración de un Padre de la Iglesia que sostenga la posibilidad de disolución del vínculo matrimonial. Cuando, en el siglo segundo, Justino, Atenágoras y Teófilo de Antioquía aluden a la prohibición evangélica del divorcio, no dan alguna indicación de excepciones. Clemente de Alejandría y Tertuliano son aún más explícitos. Y Orígenes, aunque buscando alguna justificación a la praxis adoptada por unos obispos, puntualiza que esta praxis contradice la Escritura y la Tradición de la Iglesia (Comment. In Matt., XIV, c. 23, en Patrología Greca, vol. 13, col. 1245). Dos de los primeros concilios de la Iglesia, el de Elvira (306) y el de Arles (314), lo confirman claramente. En todas las partes del mundo, la Iglesia considera imposible la disolución del vínculo y el divorcio con derecho a segundas nupcias era del todo desconocido. Entre los Padres, quien trató más ampliamente la cuestión de la indisolubilidad fue San Agustín, en muchas de sus obras, desde el De diversis Quaestionibus (390) hasta el De Coniugijs adulterinis (419). Él refuta a quien se quejaba de la severidad de la Iglesia en materia matrimonial y siempre se mantuvo inamoviblemente firme sobre la indisolubilidad del matrimonio, demostrando que ése, una vez contraído, no se puede romper por cualquier razón o circunstancia. Es a San Agustín a quién se debe la célebre distinción entre los tres bienes del matrimonio: prolesfides ysacramentum.
Igualmente falsa es la tesis de una dúplice posición, latina y oriental, frente al divorcio, en los primeros siglos de la Iglesia. Solamente después de Justiniano, la Iglesia de Oriente empezó a ceder al cesaropapismo, adecuándose a las leyes bizantinas que toleraban el divorcio, mientras que la Iglesia de Roma afirmaba la verdad y la independencia de su doctrina frente al poder civil. Por lo que concierne a San Basilio, retamos al cardenal Kasper a que lea sus cartas y encuentre en ellas un pasaje que autorice explícitamente el segundo matrimonio. Su pensamiento está resumido en lo que escribe en la Ethica“No es lícito a un hombre repudiar a su mujer y casarse con otra. Ni está permitido que un hombre se case con una mujer que se haya divorciado de su marido” (Ethica, Regula73, c. 2, en Patrología Greca, vol. 31, col. 852). Lo mismo puede decirse en relación con el otro autor citado por el cardenal, San Gregorio Nacianceno, el cual con claridad escribe: “el divorcio es absolutamente contrario a nuestras leyes, aunque las leyes de los Romanos juzguen diversamente”(Epístola 144, en Patrología Greca, vol. 37, col. 248).
La “práctica penitencial canónica” que el cardenal Kasper propone como salida del “dilema”, tenía en los primeros siglos un significado exactamente opuesto al que él parece querer atribuirle. Tal práctica no se cumplía para expiar el primer matrimonio, sino para reparar el pecado del segundo, y obviamente exigía el arrepentimiento de este pecado. El undécimo concilio de Cartago (407), por ejemplo, emanó un canon así concebido: “Decretamos que, según la disciplina evangélica y apostólica, la ley no permite ni a un hombre divorciado de su mujer ni a una mujer repudiada por su marido volverse a casar; sino que tales personas deben quedarse solas, o que se reconcilien recíprocamente, y que si violan esta ley, tienen que hacer penitencia” (Hefele-Leclercq, Histoire des Conciles, vol. II (I), p. 158).
La posición del cardenal se hace aquí paradójica. En vez de arrepentirse de la situación de pecado en el que se encuentra, el cristiano vuelto a casar debería arrepentirse de su primer matrimonio, o al menos de su fracaso, del que a lo mejor él es totalmente inocente. Además, una vez admitida la legitimidad de las convivencias postmatrimoniales, no se entiende por qué no deberían permitirse también las convivencias prematrimoniales, si son estables y sinceras. Caen los “absolutos morales”, que la encíclica de Juan Pablo II Veritatis splendor había ratificado con tanta fuerza. Sin embargo, el cardenal Kasper prosigue tranquilo en su razonamiento.
Si un divorciado vuelto a casar -1. Se arrepiente del fracaso del primer matrimonio, 2. Si ha aclarado las obligaciones del primer matrimonio, si es definitivamente excluido que vuelva atrás, 3. Si no puede abandonar sin otras culpas los compromisos asumidos con el nuevo matrimonio civil, 4. Pero si se esfuerza en vivir al máximo de sus posibilidad el segundo matrimonio a partir de la fe y educar a sus hijos en la fe, 5. Si desea los sacramentos en cuanto fuente de fuerza en su situación, ¿debemos o podemos negarle, después de un tiempo de nueva orientación (metanoia) el sacramento de la penitencia y luego el de la comunión?”
A estas preguntas ya contestó el cardenal Müller, prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe (La forza della grazia, “L’Osservatore Romano”, 23 de octubre de 2013) citando la Familiaris consortio, que en el n. 84 facilita unas indicaciones muy precisas de carácter pastoral coherentes con la enseñanza dogmática de la Iglesia sobre el matrimonio: “En unión con el Sínodo exhorto vivamente a los pastores y a toda la comunidad de los fieles para que ayuden a los divorciados, procurando con solícita caridad que no se consideren separados de la Iglesia, pudiendo y aun debiendo, en cuanto bautizados, participar en su vida. Se les exhorte a escuchar la Palabra de Dios, a frecuentar el sacrificio de la Misa, a perseverar en la oración, a incrementar las obras de caridad y las iniciativas de la comunidad en favor de la justicia, a educar a los hijos en la fe cristiana, a cultivar el espíritu y las obras de penitencia para implorar de este modo, día a día, la gracia de Dios. La Iglesia rece por ellos, los anime, se presente como madre misericordiosa y así los sostenga en la fe y en la esperanza. La Iglesia, no obstante, fundándose en la Sagrada Escritura, reafirma su praxis de no admitir a la comunión eucarística a los divorciados que se casan otra vez. Son ellos los que no pueden ser admitidos, dado que su estado y situación de vida contradicen objetivamente la unión de amor entre Cristo y la Iglesia, significada y actualizada en la Eucaristía”.
La posición de la Iglesia es inequívoca. Se niega la comunión a los divorciados vueltos a casar porque el matrimonio es indisoluble y ninguna de las razones aducidas por el cardenal Kasper permite la celebración de un nuevo matrimonio o la bendición de una unión pseudo-matrimonial. La Iglesia no lo permitió a Enrique VIII, perdiendo el Reino de Inglaterra, y no lo permitirá jamás porque, como recordó Pío XII a los párrocos de Roma el 16 de marzo de 1946: “El matrimonio entre bautizados válidamente contraído y consumado no puede ser disuelto por ninguna potestad sobre la tierra, ni por la Suprema Autoridad eclesiástica”. Es decir, tampoco por el Papa y ni mucho menos por el cardenal Kasper.
Roberto de Mattei

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