domingo, 27 de septiembre de 2009

4 de octubre. Si todavía parece ser un sueño...

Quiero compartir esta vez una inmensa alegría. Para que entiendan el por qué del adjetivo utilizado, voy a relatar resumidamente la génesis de la “Misa de la Virgen del Rosario”.
Desde mi adolescencia, por el grupo misionero y luego por el Seminario Menor, siento una particular devoción a María bajo esta advocación: “Nuestra Señora del Rosario”. En Paraná aprendí a quererla aún más, de la mano de Monseñor Puiggari y de los escritos de Monseñor Tortolo.
Pues bien: desde hacía un par de años venía pensando en lo hermoso que sería que hubiera una obra musical, al estilo de las clásicas “Misas” de los grandes compositores, enteramente nueva y dedicada a María, tal como la veneramos acá. Esta idea se profundizó cuando tuve la dicha de encontrarme la Misa “Pan De Vida Nueva” de Monseñor Marco Frisina, a quien no necesito presentar (si alguien no lo conoce, inserte su nombre en el Google y aprecie).
Uno de mis “hobbies” es escribir letras. Cómo me dijo uno de mis más sinceros amigos, no soy poeta, pero sí un aceptable versificador... Entonces a fines de 2008 tenía unas cuantas canciones: Entrada, Ofrendas, Comunión, Post Comunión y Despedida. Claro que la alusión a Frisina hace referencia sólo a la posibilidad de componer, hoy, música sacra: pero entre él y yo -no hace falta aclararlo- había años luz de distancia en todos los aspectos.
Teniendo la aprobación de Monseñor Fernández para tal proyecto, había que buscar alguien que se animara a componer... Ese alguien debía ser, por un lado, un músico con todas las letras, con creatividad y ciencia correctamente equilibradas; y a la vez debía ser un creyente, alguien que supiera realmente lo que es la Misa y lo que significa la música en la Misa.
Y ese alguien fue “Otti” Gómez. Cuando le hablé por teléfono, su respuesta inmediata fue “está buena la idea ché, hay que ver que sale”. “Yo rezo” le dije. Y recé de verdad por su inspiración.
¡Y salió! A las pocas semanas empezaron a llegar por correo las distintas partes: Canto de Entrada, Gloria, Ofrenda, Cordero de Dios... A cual más hermosa, a cual más adecuada para el momento de la celebración. Y después siguieron llegando las partituras con los arreglos corales... Y luego la confirmación de los chicos que van a cantar, y la fecha en la Catedral, y la preparación de la orquestación para la Sinfónica... Y los hechos se fueron sucediendo con un ritmo vertiginoso, hasta llegar a este domingo, en el que estamos a una semana de la presentación de la Misa.
Sí: el Domingo 4 de octubre, a las 21 hs., en la Catedral Metropolitana de Paraná, se presenta la “Misa de la Virgen del Rosario”. Este concierto quiere ser un homenaje a la patrona y fundadora de Paraná, en el marco de los 150 años de la fundación de la diócesis y a días de clausurar el año Jubilar. El Coro estará conformado por miembros de diferentes agrupaciones corales de la ciudad -Dios bendiga su generosidad- y será dirigido por el autor de la Misa. El Órgano será ejecutado por Eduardo Retamar, a quien también debo una gratitud enorme por tanta disponibilidad en estos tiempos. La entrada será libre y gratuita.
Sólo quiero agradecer al Señor porque todo se fue dando por su Providencia. Y al Otti por su capacidad ofrecida desinteresadamente, a costa de grandes sacrificios. Sé que lo hace por amor a María, a la “Mater”, a quien desde hace tantos años viene ofreciendo mucho de su talento y de su tiempo. Quiera el Señor que esta nueva obra sea un realización auténtica de aquello que profetizara la Virgen en la casa de Isabel: “En adelante todas las generaciones me llamarán feliz”.

domingo, 20 de septiembre de 2009

Manuel Eliseo Bonnin. In memoriam.

Con gran sabiduría, la Iglesia nos indica a los sacerdotes que en la homilía de las Exequias evitemos hacer panegíricos, es decir, alabanzas públicas de los difuntos que se despiden o sepultan.

Nada me impide, sin embargo, aprovechar la moderna tecnología para realizar el de mi abuelo, que nos ha dejado el pasado jueves para emprender el viaje hacia mejores tierras. Quisiera compartir hoy con ustedes alguna de las impresiones que me ha dejado su vida y su muerte.

Soy conciente que nunca terminamos de conocer completamente a los hombres, ni aunque estuvieramos junto a ellos toda la vida, cada segundo. “La persona es un misterio” solemos decir. Además conocí a Manuel – y él me conoció a mi- cuando ya había vivido 60 años, las dos terceras partes de lo que duró su peregrinación por este mundo. Sólo quiero compartir lo que yo viví, sabiendo que omito muchas cosas, sobre todo aquellas menos gratas. Las que Dios olvida siempre.

Los recuerdos de la infancia son, por así decir, perfectos. Un abuelo siempre sonriente, que vivía “a la vuelta” y de cuya casa me separaban, en mis mejores épocas de velocista, apenas 7 u 8 segundos. Una “casa de los abuelos” casi ideal, con árboles frutales sabiamente plantados, de modo que durante todas las estaciones había algo para saciar nuestra insaciable estómago... Un galponcito con las más variadas herramientas, con las que fabricar barriletes, camiones, escopetas de madera, “nunchakus”, arcos y flechas y jabalinas y kartings con rulemanes... Y sobre todo tiempo, mucho tiempo, porque el abuelo -si bien trabajó hasta casi los 90- ya no tenía obligaciones tan urgentes. Además la abuela siempre tenía un plato disponible y recibía la visita de sus nietos como si hubiera fiesta. Comida sencilla, pero siempre abundante: ¡ay de aquél que no repetía!

En su casa siempre había música: no sólo la radio de Colón -con la inconfundible música de las necrológicas, ante la cual el silencio debía ser absoluto- sino porque el abuelo “chiflaba” mientras hacía sus cosas. Chiflaba de una manera original, con un vibrato que permitía reconocerlo a lo lejos. Había sido músico en su juventud, y conservó ese gusto hasta el final.

En lo del abuelo siempre había un buen tarro de harina y grasa del campo, para que apenas cayeran un par de milímetros, nos reuniéramos a disfrutar tortas fritas. Inolvidables también son las tardes de chinchón, escoba de quince y “chichiriplé”, como ellos llamaban a un juego de cartas apasionante para nuestras mentes infantiles. Por si algo faltaba para completar el cuadro, al abuelo le gustaba el pescado y pescar... y ¡era de River!, por lo que nunca estaba sólo, ni en las victorias ni en las cargadas de la derrota.

Con el tiempo el abuelo fue envejeciendo y yo fui creciendo. La relación se fue distanciando -por la menor frecuencia de las visitas- a la vez que profundizando. Recuerdo su apoyo incondicional en mi vocación, su alegría ante cada reencuentro, su interés sincero por mis estudios y mis actividades ministeriales. En los últimos tiempos me saludaba así: “mi querido sacerdote”, casi emocionado.

Después de la partida de la abuela, muchas veces solía decir “para qué uno vendrá tan viejo” Sus amigos del truco se iban yendo -sobrevivió a casi todos- y sentía, más que soledad, el ser un “peso” para los demás. Varias veces me dijo que “tenía las valijas hechas” para cuando Dios lo quisiera llamar. No sólo esperaba la muerte por sentirse poco útil: sobre todo porque era creyente, porque esperaba la vida eterna.

Y si me permiten un último recuerdo, me parece que su carácterística fundamental fue -no sé si es la palabra adecuada- la tozudez. Cuando pasó la barrera de los 80, parecía conveniente que se cuidara más, que descansara, pero, ¿quién lo podía convencer?. Y seguía subiéndose a las escaleras para pintar la casa, y cortando el pasto con su vieja máquina eléctrica en horas cercanas al mediodía, y saliendo a hacer los mandados los días de lluvia, con el riesgo de caerse... De hecho, se cayó, en los últimos años, decenas -o quizá centenares- de veces, algunas de ellas por ir a Misa. Pero no había forma: no se lo podía detener. ¿Era esto una virtud o un defecto? Depende de donde se lo mire. Alguno puede decir: “es falta de prudencia, es poner en riesgo la salud sin necesidad, es falta de caridad para los que te tienen que cuidar”.

Yo prefiero pensar: ¡Gracias, abuelo, por ese último testimonio de constancia! Por querer vivir hasta el último momento en camino, por levantarte cada vez y volverlo a intentar. Sin proponértelo, me -nos- dejaste una gran enseñanza: aunque caigamos, aunque lleguemos a caernos varias veces al día, no dejemos de caminar mientras nos lo permitan nuestras fuerzas. Que el final de nuestro camino, aunque tengamos las rodillas machucadas por los porrazos, cuando el Señor nos llame a su presencia, podamos reencontrarnos y sentarnos juntos en la mesa del banquete del Reino, donde creemos firmemente que ya estás.