lunes, 23 de mayo de 2016

Homilía en una primera misa (ésta sí pronunciada)


Hemos comenzado esta Eucaristía diciendo “en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo”. Así comenzamos cada vez que nos disponemos a rezar. Así, en el nombre de la Trinidad, estamos llamados a vivir y morir.
Todo nos viene desde el Padre, por el Hijo, en el Espíritu Santo. Y también así, en el Espíritu Santo, por el Hijo, estamos llamados a volver al Padre.
Y siguiendo ese dinamismo, esta mañana nuestra Iglesia de Paraná ha recibido un inmenso regalo.
Esta mañana, el Padre Dios, por la mediación de Cristo y gracias a la fuerza del Espíritu Santo, nos ha regalado 5 nuevos sacerdotes.
¿Qué ocurrió hoy en Catedral? ¿Fue simplemente un “acto de colación”? ¿Fue el momento en el cual unos chicos, luego de terminar su carrera y rendir unas materias, recibieron su “diploma”, y pueden comenzar a ejercer una profesión?
No. Lo que ocurrió fue algo mucho más hondo, que sólo desde la fe podemos comprender.
La ordenación de esta mañana, tu ordenación, querido Horacio, fue un misterio de Transformación, análogo a la Eucaristía. Para comprender tu sacerdocio, creo que nos hará mucho bien mirar el Sacramento de los sacramentos, al cual tu sacerdocio se ordena.
Porque así como la primera parte de la Misa es la Liturgia de la Palabra, en el inicio del camino, de tu camino, hay una Palabra. En el principio, fue el llamado, fue la dulce y firme voz de Jesús, que aprendiste a escuchar aquí, en este templo, en tu querida Acción Católica, en esta comunidad, como también en tu querida comunidad del Santa María del Rosario.
Siguiendo esa Palabra, respondiendo a la voz del Maestro, ingresaste al Seminario Mayor, luego de un período de discernimiento –no exento de dificultades-, en el cual tu vocación maduró y se hizo más clara.
Allí, en todos estos años de formación, se fue preparando y presentando tu vida, como una ofrenda. Como el trigo y la uva, tu naturaleza humana necesitó del trabajo del hombre, de tus formadores, además de tu propia libertad, para llegar a ser pan y vino. Te tocaron años difíciles, tanto para la vida de la Iglesia Católica como para nuestra querida diócesis. Te tocó formarte en el Seminario, en tiempos donde muchos pensaban  y hablaban de él como en un lugar oscuro y triste. Alguno llegó a decir que era como un campo de concentración. Pero tu alegría, tu sonrisa y tu risa contagiosa, el brillo de tu mirada, nos daba la certeza de que el Seminario seguía siendo seno materno, Cenáculo donde María y el Espíritu seguían y siguen estando presentes y actuantes. Alegría que pudiste compartir y contagiar a tus padres, cuyas lágrimas iniciales se fueron trocando, poco a poco, en alegría. Hoy también lloran, seguramente, pero de gozo, emoción y gratitud.
El Seminario te hizo pan blanco y vino bueno, modelando en vos el carácter y permitiéndote extraer de tu temperamento lo mejor, para bien de su Iglesia.
Pero solo esta mañana ocurrió el evento decisivo. Sólo esta mañana ocurrió tu Consagración. Y así como en la Eucaristía son esas Palabras las que producen una nueva realidad –palabras que sólo en minutos vas a pronunciar, presidiendo por primera vez la Misa- así también esta mañana vos, como pan, estuviste en las manos del Obispo –que eran las de la Iglesia, y en el fondo, las de Dios- y mientras él pronunciaba la fórmula de la ordenación, en el Cielo resonaba otra Palabra, eficaz: “Horacio, tú eres sacerdote para siempre”.
De tal modo que, al igual que en la Eucaristía, hay algo nuevo, aún cuando lo que vemos permanezca igual. Hoy podríamos decir, al mirarte, lo que Tomás de Aquino afirma ante la hostia: “se engaña en ti la vista, el tacto, el gusto… más la palabra engendra fe rendida”
Hermanos, nosotros seguimos viendo a Horacio, pero nuestra fe nos dice: Él es Cristo, es otro Cristo, es el mismo Cristo. Por eso cuando le confesemos nuestros pecados, nos podrá decir… “yo te absuelvo”. Y al presidir la Misa, dirá “esto es mi cuerpo”.
Este es un misterio de fe, un misterio tan hondo, Horacio, que te llevará la vida entera y hasta la misma eternidad profundizarlo. Un misterio que nos supera, que nos da vértigo, que nos abruma y sorprende con su inmensidad, y a la vez nos enamora y nos conquista.
Nos abruma  y sorprende la audacia de Dios. Nos enamora y conquista su tozudez para amarnos, para volver a insistir con quererenos, con elegir a hombres débiles.

Querido Horacio: nunca te olvides que sos consagrado. Pertenecés a Dios. Toda tu vida –cuerpo y alma, con todas sus potencias- llevan la unción del Espíritu. Toda tu humanidad es a partir de ahora un instrumento para que Cristo se manifieste a los hombres.
No tengas miedo de vivir esa consagración y de testimoniarla. No dudes ni un instante que Dios no quita nada, sino que lo da todo. Y que es sólo perdiéndote como podrás encontrarte. Es desapareciendo para que surja Jesús como alcanzarás tu propia plenitud.
Tu ministerio sacerdotal, entonces, no es principalmente un trabajo, ni siquiera es únicamente una misión, un hacer. Lo primer es esta nueva realidad, esta identidad. De ella fluye, vigorosa y eficiente, tu misión sacerdotal. Todo lo que harás como cura no son tareas que se añaden desde afuera, como un oficio o un papel que se aprendiera y se ejecutara. Sos ahora pan consagrado: dejá que el Padre Dios te parta y te de al mundo.
Para que eso suceda, querido Horacio, debés estar enamorado de Cristo. Jesús te pregunta hoy, como lo hará cada mañana, “¿me amas?” De la intensidad de ese amor surge la transparencia.
Horacio, pedile al Espíritu vivir encendido. Alguien, hablando del padre Hurtado, lo definió como “un fuego que enciende otros fuegos”. Santa Catalina de Siena decía a los sacerdotes: “si son lo que deben ser, prenderéis fuego al mundo”. No dejes que se apague ese fuego del amor. Tené cuidado de que las innumerables actividades no te alejen de tu centro de gravedad, que debe ser Cristo en el Altar y el Sagrario. Si te enfriás, harás muchas cosas, mucho ruido, pero no podrás dar mucho fruto de vida eterna. Si permanecés ardiente en la caridad, con sólo verte los hombres se sentirán más cerca de Dios.

Así, desde Cristo, te será siempre más fácil y gozoso vivir tu triple misión.
Como Cristo Maestro: enseñando, no tus ideas, no una filosofía de moda, no simplemente una ética: sino la Palabra eterna, revelada y transmitida por la Escritura y la Tradición.
No pretendas agradar a todos.
No calles por miedo
No te asustes.
No licúes la fe.
Hacé resonar esa Palabra en todos los ámbitos: en la homilía, en la catequesis, en las misiones, en los medios de comunicación, en las escuelas, en el campo y la ciudad.
Mantené unidas siempre la fidelidad absoluta al depósito de la fe, y la creatividad en el modo de exponerla, para poder “tocar” al hombre y a la mujer de este tiempo, tanto más hambriento de la Verdad cuanto más encarcelado en el relativismo.

Como Cristo Sacerdote serás puente y mediador entre el Cielo y la tierra. Nunca te acostumbres a celebrar, a confesar, a ungir… viví cada sacramento como si fuera la primera vez. No te avergüences de ser piadoso, de adorar. Tus fieles se darán cuenta si creés en lo que decís y en los gestos que realizás, o si simplemente repetís una fórmula o seguís un ritual.
Hacé de tu Misa diaria el momento culminante de tu vida y tu apostolado. Allí tendrás el privilegio de hacer retornar al Padre, por Cristo, en el Espíritu Santo, la Creación salida de sus manos. Allí, en tu cáliz, hay lugar para todos los dolores y esperanzas de de tus ovejas. Celebrando con dignidad y belleza, estarás, como Juan el Bautista, señalando al Cordero que quita el pecado del mundo.

Como Cristo Pastor, finalmente, sos invitado a reflejar en todo tu ser la Bondad, la paciencia, la humildad, la sencillez de Jesús. Que la sonrisa perenne sea uno de los puntos inamovibles de tu plan pastoral.
No te olvides que tu autoridad tiene razón de ser únicamente para el servicio de las ovejas. Hacé todo lo posible para que cada una se sienta querida, valorada y llamada a la santidad. Todos: los ricos y los pobres, los santos y los pecadores, los intelectuales y los rudos, los niños y los ancianos. Todos te son confiados.
Cuidá mucho la unidad de las que ya están cerca… pero no te dejes encerrar por ellas. Las perdidas, las alejadas, las que están fuera del rebaño, te necesitan. Hacete próximo a tantas ovejas que están heridas y medio muertas: los enfermos, los adictos, los que tienen su hogar roto, los ignorantes.
Pastor misericordioso, no dejes de curar heridas, no te olvides de consolar al triste. Pero no olvides también de enseñar al que no sabe y corregir al que se equivoca.
Que el amor por las almas te consuma, como a Don Bosco, cuyo lema sacerdotal rezaba: “dame almas, y quítame todo lo demás”. Junto a tu consagración a Dios, ese es el sentido más profundo de tu celibato.
No te olvides que sos colaborador e hijo de tu obispo, y hermano de los otros presbíteros. Tu acción apostólica perdería fuerza y se desvirtuaría si te aislás, si te encerrás en tu propia comunidad y olvidás a tu Iglesia local y universal. Recuerda que si bien eres pastor, nunca dejas de ser oveja, y necesitas también de los otros pastores para no perder el rumbo.

Querido Horacio:

La misión es tan grande como apasionante. Los desafíos de nuestro tiempo, inmensos. Las tentaciones, múltiples. Pero no tengas miedo. No te olvides que cada día, cuando subas al altar, y en cada momento de tu sacerdocio, Jesús te dice: “Horacio, ahí tienes a tu Madre”. En las manos de María tu sacerdocio –ese tesoro en vasijas de barro- está seguro y protegido. En Ella, como estrella del Mar, podrás reencontrar el rumbo cuando las tormentas agiten la navecilla de tu alma. Santa María del Rosario, nuestra Señora del Evangelio, de la Redención y de la Gracia, sea también para vos nuestra Señora de la fecundidad y fidelidad sacerdotal. Amén.

viernes, 20 de mayo de 2016

Homilía -nunca pronunciada- en una Primera Misa.




Mañana me toca predicar en la primera Misa solemne de uno de los nuevos curas de Paraná. Mientras preparaba, me acordé que hace unos años había armado una, que finalmente no debí decir.
La comparto porque me hizo bien recordarla. Bendiciones!


Celebramos hoy el don del Espíritu Santo. Además de darnos a su Hijo como Salvador, el Padre nos nos ha dado a la tercera persona de la Trinidad. En realidad, el Espíritu ya estaba actuando desde hace mucho tiempo en el mundo y en el ministerio de Jesús, desde su Encarnación a la Cruz. Jesús resucitado lo da a los Doce, unido al poder de perdonar pecados.
Pero es en Pentecostés que Jesús nos envía el Espíritu de modo pleno. Y entonces los apóstoles son arrebatados por el Espíritu, y llenos de valentía, comienzan a cumplir la misión de Jesús. La de ir por todo el mundo, predicando la palabra, santificando con los sacramentos y guiando al pueblo de Dios.
Hoy tenemos la gracia de asistir a la renovación de las maravillas de Dios. Porque el Padre sigue enviando su Espíritu, sigue ungiendo a los hombres para que cumplan la misión de Jesús. Y nosotros celebramos con alegría que ha elegido a otro hijo de nuestra comunidad, de esta parroquia San Isidro Labrador. Y con el poder de su Espíritu lo ha hecho sacerdote para siempre. Con el permiso de todos ustedes, a él quiero dirigir hoy mis palabras
Querido Ariel: permitime que hoy, cuando celebras tu primera Misa en tu pueblo, te dirija palabras que ya conocés.
Vos  también podés decir hoy, como Jesús al iniciar su misión: “el Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha consagrado por la unción” Esa Unción te ha renovado interiormente. No sos el mismo. Porque el Sacramento del Orden que has recibido te ha configurado con Jesús.
Esta cuestión es esencial. Recordá una y otra vez esa verdad. Porque muchos querrán confundirte con algo que no sos. El sacerdote no es un líder gremial, un manager; ni es el gerente de una sucursal de alguna multinacional. No sos un agente humanitario ni un asistente social. No sos un psicólogo, ni un consejero, ni un tipo macanudo. Tendrás que cumplir a veces esas funciones. Pero sos mucho más
Desde el jueves, con todo realismo, si alguien te preguntara, al verte revestido con tus ornamentos, “ qué sos, Quién sos” vos le podés responder: “yo soy sacerdote, yo soy Cristo”
¿Qué sos? Sos Cristo. Esa es tu identidad profunda, ese es el milagro que se operó en tu corazón en la ordenación. Y por eso se abre ahora para vos un camino de santidad nuevo: ser en tu vida concreta lo que ya sos esencialmente por la gracia del sacramento. Te decimos como a los antiguos: Sé lo que eres. Eres Cristo: Sé Cristo.
Tu ideal de santidad es obrar siempre in persona Christi: pensar como Jesús, hablar como Jesús, sentir como Jesús, entregarte como Jesús. Así serás realmente un instrumento, un sacramento de su presencia en el mundo. Así Jesús seguirá enseñando, santificando y pastoreando a su Iglesia por tu intermedio.
El jueves la Providencia quiso que pudiera estar muy cerquita tuyo , y pude observar nuevamente, con lujo de detalles el rito de ordenación. Me parece encontrar en varios de sus elementos como la clave de tu camino de santidad.
Durante el rito, es llamativo que el ordenando diga tan pocas palabras: Aquí estoy, sí quiero con la ayuda de Dios, sí prometo, Amén. Pocas palabras y mucho silencio. Esto ya es muy importante. Es cierto que como sacerdote tendrás que hablar, tendrás que proclamar la palabra con ocasión y sin ella, aunque encuentre oposición y levante la persecución. El mundo necesita más que nunca la Verdad del Evangelio: nunca la calles por temor o cobardía.
Pero no te olvides que sólo proclamarás la Palabra de Dios, sólo será Palabra que salva, si brota del silencio de la contemplación. La primera y más importante palabra la decís con tu ejemplo, con tu coherencia de vida. Tu sonrisa inalterable, tu mirada llena de serenidad, cariño y misericordia, valen más que mil homilías sin testimonio, que llegan a ser pura verborragia, derroche de sonidos vacíos.
Y no te olvides que una parte muy importante de tu ministerio es escuchar: escuchar a Dios en primer lugar, como el Siervo de Yahvé. Y estar a la escucha de los que te son confiados. Estar siempre disponible para escucharlos sobre todo cuando quieren confesar sus pecados. Escuchá con paciencia, con delicadeza. No caigas en esa enfermedad de nuestro tiempo, en que tantas veces caemos, de andar siempre acelerados, apurados. Detenete ante cada alma que necesite tu oído, dedicale tiempo y atención: también allí te estará hablando el Señor.
Todas las palabras que dijiste el jueves son de total disponibilidad para Dios y para la Iglesia. Son palabras que antes dijo el mismo Jesús, al entrar en este mundo y en la noche terrible de Getsemaní. “Aquí estoy. Amén”. Sin condiciones, sin cláusulas de rescisión. No le dijiste a Dios “si quiero, a condición de que…”. No te olvides de ellas. No le niegues nada a Dios, jamás. No dudes en ser generoso, caballeresco con Él. Tus padres te enseñaron con su ejemplo la generosidad: viví siempre así, sin “mirar para atrás”.
Y que ese “aquí estoy” sea también para las almas que te van a ser confiadas. Nunca te acostumbres a usar demasiado, salvo cuando sea inevitable, nuestra conocida excusa “no tengo tiempo, tengo que ver si puedo, tengo muchas cosas”. Cuando las almas te requieran realmente como sacerdote, tu actitud debe ser esa:“Aquí estoy”: las veinticuatro horas del día, los trescientos sesenta y cinco días del año. Tu sotana sólo será un signo sacerdotal si significa eso: disponibilidad para todos, siempre.
Otro momento impresionante de tu ordenación, fue cuando te postraste en tierra. El guionista nos aclaró “como signo de humildad”. Postrarse en tierra es reconocer que somos nada, y que Dios es todo. Que todo es gracia. Es aceptar nuestra pequeñez, nuestra miseria, nuestra infecundidad. Es el gesto que más expresa el anonadamiento de Jesús, y el tuyo propio. Es reconocer la grandeza, la omnipotencia y la majestad del Dios infinito. En esa actitud debe permanecer siempre tu corazón. No te olvides nunca de que recibiste el sacerdocio como un don que vino a llenar tu nada. Muchas veces vas a tener la tentación de sobresalir, de creerte más que los demás, de reclamar tus derechos y atribuciones, e incluso de dominar. No dejes nunca de estar postrado en tierra, no permitas que la soberbia envenene tu corazón. Porque sólo si sos humilde Dios va a obrar maravillas a través de tu sacerdocio.
Tirarse al suelo puede significar también la voluntad de hacerse camino. Como Jesús es Camino que lleva al Padre, vos tenés que hacerte camino para las almas. No te olvide aquella frase que nos repetía tanto monseñor Puiggari: “el sacerdote es un camino que se usa y se olvida”. No busques ser el centro. No sos fin, sino medio. No esperes reconocimientos, aplausos, no anheles ser importante: desea ser camino. Dejate pisar, dejate usar, para que los hombres lleguen al único importante, repitiendo con Juan el Bautista “es necesario que él crezca y yo disminuya”
Durante varios minutos durante la ordenación estuviste de rodillas. Este gesto tiene un doble significado. Estar de rodillas ante Dios significa estar en actitud de adoración. Para poder ser Jesús, tenés que ser totalmente de Jesús. Tenés que vivir para Él, en permanente actitud de ofrenda para la Gloria de Dios. Sólo Dios se merece tu vida. Por eso tu día tiene que comenzar y terminar siempre de rodillas ante el Sagrario. Ese es tu lugar. Esa es la mayor prioridad pastoral. Tu primer servicio a la Iglesia es dedicar largo tiempo a la Oración, a la Adoración Eucarística y a la celebración piadosa de la Liturgia de las horas. Sin este tiempo precioso, caerás inevitablemente en la idolatría del éxito, o en la tristeza del desaliento. Sin el Sagrario llegarás a ser un desconocido para vos mismo: habrás perdido tu centro.
Y no te olvides que en la misma noche en que Jesús instituyó el sacerdocio, se puso de rodillas y lavó los pies de los apóstoles. Ese Jesús inclinado ante la suciedad y la miseria de los suyos debe inspirar siempre tu servicio a la Iglesia. Las personas que tenés que servir no son perfectas, no están limpias. Pero no dudes de inclinarte hacia ellas, para purificarlas con la fuerza del amor. Ponete de rodillas sobre todo ante el que no tiene nada con qué devolverte: el pobre, el solitario, el enfermo, el extraviado. Así amarás gratuitamente, como Jesús.
Luego vinieron cuatro gestos de un gran significado eclesial: pusiste tus manos entre las del Obispo; luego recibiste la imposición de manos de parte de él, y luego de parte de los demás sacerdotes. Y luego también el saludo de la paz.
Dios te ha regalado el sacerdocio a través de la Iglesia. Una Iglesia con rostros y con manos concretas. Manos que te han comunicado la gracia y que te han recibido en un nuevo orden en la Iglesia. Acordate siempre que sos colaborador del Obispo, en cuyas manos pusiste las tuyas, y a cuyas decisiones has sometido, para siempre, tu voluntad. El Obispo es, según san Ignacio, ícono de Dios Padre. Al poner tus manos entre las suyas, renovaste el acto de confianza del Hijo encarnado a su Padre, y su obediencia hasta el fin. La obediencia de corazón es ardua, es difícil. Es quizá la mayor de las entregas que has hecho. Implica ofrecer tu propia libertad en sacrificio. Pero es fuente de fecundidad y de paz, cuando se vive como Jesús.
No te olvides que muchas manos sacerdotales se posaron sobre tu cabeza, y luego te abrazaron llenos de alegría. En los momentos de dificultad no te olvides de esas manos y esos brazos, que en cierto modo son para vos los brazos de Dios. No dejes de vivir con alegría y sinceridad la fraternidad sacramental.
Esas mismas manos que pusiste entre las del Obispo, fueron luego ungidas, consagradas. El Crisma que inundó tu frente en el Bautismo y la Confirmación, se derramó abundantemente, para que tus manos fueran las manos de Jesús. En ellas recibiste “la ofrenda del Pueblo Santo de Dios”, el Pan y el vino para la Eucaristía. Y recibiste como mandato “considera lo que realizas, e imita lo que conmemoras, y conforma tu vida con el misterio de la Cruz del Señor”.
Ariel: eres sacerdote sobre todo para celebrar la Eucaristía. Para que la Pascua de Jesús pueda llegar a todos los hombres, y renovar el mundo. En tus manos recibes los dones de la Creación y la ofreces para que vuelva al Padre; En tus manos recibes del Padre la carne de Jesús, que puede hacerse alimento de vida eterna para la Iglesia. “Considera lo que realizas”. No te acostumbres nunca a celebrar. Que nunca te salgan callos en esos dedos que tienen la gracia de tocar la carne del salvador. Como le pediste a María, hazlo siempre como si fuera la primera, la única y la última Misa. Celebra siempre la liturgia de la Iglesia, ama y respeta los ritos sagrados, y celébralos con unción y con piedad intensa. Recuerda que eres instrumento de Cristo, no protagonista. Solo de ese modo los hombres podrán darse cuenta de que es el mismo Dios el que ofreces con tus manos.
Imita lo que conmemoras, y conforma tu vida con el misterio de la Cruz del Señor” La Eucaristía es tu proyecto pastoral, la lógica de tus elecciones. Tu vida sacerdotal debe ser el despliegue de lo que celebres en el altar. Imitá la generosidad y el amor gratuito de Jesús, su amor hasta el fin. Y acordate que “amar es dar, amar es darse, amar es inmolarse”. Ofrecete al Pueblo de Dios como alimento. Esa es tu gloria y tu alegría.
Me falta solo el rito en el cual fuiste revestido con tus ornamentos sacerdotales.: la estola y la casulla. Cada día, cuando te coloques la estola sobre los hombros para confesar, ungir, bendecir o celebrar la Misa, recuerda que como buen Pastor tienes que buscar a la Oveja perdida, cargarla sobre tus hombros y llevarla de nuevo al rebaño. Que llevas sobre tus hombros el rebaño de Jesús “no a la fuerza, sino de buena gana”. Y cada vez que te coloques la casulla, pedile al Señor que te recubre así, todo entero, del amor, de la caridad pastoral. Que el amor hasta el fin, el amor que llega a dar la vida, sea siempre tu opción.
Sólo una cosa más: Jesús quiso que el día de tu ordenación, inmediatamente antes del rito, escucharas aquella palabra que nos llena de confianza: “hijo, aquí tienes a tu Madre” María está siempre junto a tu Cruz, estará a tu lado cada vez que celebres el sacrificio del Señor en la Eucaristía, y cada vez que tengas que conformar tu vida con el misterio de la Cruz, tanto por la entrega como por el sufrimiento. Recibila como el discípulo amado “entre tus cosas más preciadas”. Marianizá tu sacerdocio, hacé presente a María en cada acto de tu nministerio. Ella asegura tu fidelidad al plan de Dios y te hace dar fruto abundante, manteniéndote unida a la Vid.
Madre de los sacerdotes, Cuida al padre Ariel, desde el jueves uno de tus hijos predilectos. Concedele que sea muy fiel y feliz representando a tu Hijo. Amén.