jueves, 5 de marzo de 2015

¿Por qué los cristianos velamos a los difuntos?




En los últimos tiempos ha aumentado el número de familias que optan por no velar a los difuntos, e incluso por sepultarlos  o cremarlos sin una ceremonia comunitaria, como un simple proceso o trámite.
Respetando la libertad de quienes hacen esta opción, es conveniente recordar cuáles son las motivaciones profundas por las cuales la Iglesia sigue aconsejando a sus fieles “velar” a los difuntos y sepultarlos en el marco de una celebración litúrgica... Una práctica que la Iglesia vivió desde sus inicios, con diferentes acentos en cada época y cada lugar, pero siempre como un modo de expresar la novedad que había inaugurado Cristo.


Pero el contexto cultural ha cambiado mucho...

Es cierto que algunos rasgos de la cultura actual parecen ir en contra de esta práctica, así como el desarrollo de las sociedades urbanas.
Citaré extensamente un texto que me parece acertadísimo para describir este proceso en las grandes ciudades. En las ciudades más pequeñas y en los pueblos, no se dan todos estos "síntomas", pero sí algunos. El texto Está tomado del “Directorio de Liturgia y Piedad popular”.

“Esta muy difundido en la sociedad moderna, y con frecuencia tiene consecuencias negativas, el error doctrinal y pastoral de "ocultar la muerte y sus signos".
Médicos, enfermeros, parientes, piensan frecuentemente que es un deber ocultar al enfermo, -que por el desarrollo de la hospitalización suele morir, casi siempre, fuera de su casa- la inminencia de la muerte.
Se ha repetido que en las grandes ciudades de los vivos no hay sitio para los muertos: en las pequeñas habitaciones de los edificios urbanos, no se puede habilitar un "lugar para una vigilia fúnebre"; en las calles, debido a un tráfico congestionado, no se permiten los lentos cortejos fúnebres que dificultan la circulación; en las áreas urbanas, el cementerio, que antes, al menos en los pueblos, estaba en torno o en las cercanías de la Iglesia – era un verdadero campo santo y signo de la comunión con Cristo de los vivos y los muertos – se sitúa en la periferia, cada vez más lejano de la ciudad, para que con el crecimiento urbano no se vuelva a encontrar dentro de la misma.
La civilización moderna rechaza la "visibilidad de la muerte", por lo que se esfuerza en eliminar sus signos (...)
El cristiano, para el cual el pensamiento de la muerte debe tener un carácter familiar y sereno, no se puede unir en su fuero interno al fenómeno de la "intolerancia respecto a los muertos", que priva a los difuntos de todo lugar en la vida de las ciudades, ni al rechazo de la "visibilidad de la muerte", cuando esta intolerancia y rechazo están motivados por una huida irresponsable de la realidad o por una visión materialista, carente de esperanza, ajena a la fe en Cristo muerto y resucitado.

Parece ser, entonces, que abandonar la práctica de velar a los muertos y realizar la sepultura en privado no sería conveniente. Porque los cristianos, realizando ambas cosas, además de beneficiar al difunto, manifestamos algo muy profundo y central de nuestra fe. El mismo documento se expresa así en otro lugar, explicando el sentido de los sufragios por los muertos.

En la muerte, el justo se encuentra con Dios, que lo llama a sí para hacerle partícipe de la vida divina. Pero nadie puede ser recibido en la amistad e intimidad de Dios si antes no se ha purificado de las consecuencias personales de todas sus culpas. "La Iglesia llama Purgatorio a esta purificación final de los elegidos, que es completamente distinta del castigo de los condenados”
De aquí viene la piadosa costumbre de ofrecer sufragios por las almas del Purgatorio, que son una súplica insistente a Dios para que tenga misericordia de los fieles difuntos, los purifique con el fuego de su caridad y los introduzca en el Reino de la luz y de la vida.
Los sufragios son una expresión cultual de la fe en la Comunión de los Santos. Así, "la Iglesia que peregrina, desde los primeros tiempos del cristianismo tuvo perfecto conocimiento de esta comunión de todo el Cuerpo Místico de Jesucristo, y así conservó con gran piedad el recuerdo de los difuntos, y ofreció sufragios por ellos, "porque santo y saludable es el pensamiento de orar por los difuntos para que queden libres de sus pecados" (2 Mac 12,46)".

Quiere decir que cuando los cristianos velamos a los difuntos y los sepultamos piadosamente, estamos mostrando al hombre de hoy la fe en la Vida Eterna, en la existencia del Purgatorio y en el misterio de la Comunión de los Santos, por la cual los vivos podemos favorecer a los difuntos.


¿Qué se debe hacer durante un velatorio? ¿Hay que estar todo el tiempo rezando?

En los velatorios cristianos se combinan las dimensiones afectiva y religiosa, armónicamente.
El Ritual de las exequias se expresa del siguiente modo:
“El velatorio de una persona recién fallecida, es un momento en que sus familiares y amigos experimentan hondo dolor y con frecuencia se encuentran con su propia realidad y el sentido último de la vida. Ante el misterio de la muerte humana, los Evangelios atestiguan que nuestro Señor Jesucristo se conmovió y no ahorró sentimientos sinceros de dolor; al mismo tiempo Jesús encarnó el consuelo y el amor del Padre Dios, anticipando la liberación de las ataduras de la muerte que consumaría con su propia muerte y resurrección. Por lo tanto, el momento del velatorio de una persona es propicio para el anuncio evangelizador siempre en el marco del respeto por el dolor de los presentes”

Desglocemos un poco el texto y comentémoslo. Los comentarios, por supuesto, son reflexiones personales mías, con las cuales tal vez pueden disentir.

El velatorio de una persona recién fallecida, es un momento en que sus familiares y amigos experimentan hondo dolor...”
Habitualmente, en un velatorio, hay personas afligidas, personas que sufren por la ausencia física del familiar o amigo. Una de las obras de misericordia del cristiano es, justamente, “Consolar al afligido”. Este acto de amor tiene ya un gran valor humano y espiritual.
Pero me parece oportuno recordar que ese sufrimiento tiene diversos expresiones y motivaciones. Hay personas que lo manifiestan con efusividad, mientras otros lo viven de modo discreto. Algunas veces hay dolor porque existía un profundo afecto; pero en otras puede suceder que el dolor es fruto de alguna relación marcada por el conflicto.
Es importante, entonces, no vivir esta consolación de un modo único, sino saber adaptarse a las circunstancias, y evitar todo lo que pueda ser inadecuado a la situación que los otros viven. En ese momento, consolar muchas veces no requiere palabras, sino gestos. Palabras que en un velatorio pueden ser muy adecuadas, en otros pueden ser inconvenientes.

... y con frecuencia se encuentran con su propia realidad y el sentido último de la vida”: 
La partida de un familiar, sobre todo, suele “reactivar” la memoria, e invitar a la persona a mirar el pasado, muchas veces con gratitud, pero en otras con momentos de inquietud, remordimiento. 
A algunos, la muerte de su deudo los saca de un ritmo frenético, de la superficialidad o de un excesivo afán por las cosas materiales, y lo invita a redescubrir otras dimensiones de la existencia.
Es necesario recordar esto y respetar a quienes, en ese contexto, pueden estar necesitando un poco de soledad para la reflexión personal. Si el deudo necesita estar solo, respetarlo con el silencio cercano es una hermosa forma de acompañar.

Ante el misterio de la muerte humana, los Evangelios atestiguan que nuestro Señor Jesucristo se conmovió y no ahorró sentimientos sinceros de dolor...”
Esto es importantísimo. Algunas veces se oye decir, en algún velatorio: “pero cómo, vos que tenés tanta fe, ¿cómo vas a estar así?”, cómo si la fe anulara los sentimientos e impidiera o hiciera ilegítimo extrañar al difunto y llorarlo. El Señor lloró a su amigo Lázaro. Podemos suponer que también habrá llorado a José, y a Joaquín y Ana, si los conoció. María estuvo junto a la Cruz, de pie, pero con toda probabilidad habrá llorado por la muerte de su Hijo.
Por lo tanto, sería un completo despropósito decir o insinuar a alguien que no debe llorar “porque él ya no sufre” “tenés que estar contento porque está en el Cielo...”. Volveremos sobre estas expresiones. También parecen inadecuadas expresiones que se suelen oír cuando fallece un anciano: "y bueno, él ya vivió su vida", como naturalizando un desprendimiento que siempre conserva algo de antinatural.

al mismo tiempo Jesús encarnó el consuelo y el amor del Padre Dios, anticipando la liberación de las ataduras de la muerte que consumaría con su propia muerte y resurrección”
Jesús consuela eficazmente a Marta y María, resucitando a su hermano Lázaro. 
Y consuela a todos los que pierden un familiar, infundiendo en ellos la firme esperanza de que en su Resurrección todos estamos llamados a resucitar.
Como cristianos, uno de los más grandes consejos que podemos brindar a alguien es decirles: “el que puede consolar tu dolor es Jesús”, que especialmente en esas circunstancias dice: “vengan a Mí todos los que están afligidos y agobiados, y yo los aliviaré”. Nosotros podemos y debemos consolar, pero el mayor servicio que podemos hacer en ese momento es ser un “dedo” que señale a Jesús y su Espíritu, diciendo: “ellos te van a consolar”.
Cabe recordar aquí un texto hermoso de San Pablo: “Bendito sea Dios, el Padre de nuestro Señor Jesucristo, Padre de las misericordias y Dios de todo consuelo, que nos consuela en todas nuestras tribulaciones, para que nosotros podamos dar a los que sufren el mismo consuelo que recibimos de Dios. Porque así como participamos abundantemente de los sufrimientos de Cristo, también por medio de Cristo abunda nuestro consuelo.”

...el momento del velatorio de una persona es propicio para el anuncio evangelizador siempre en el marco del respeto por el dolor de los presentes”
Pedro dijo a Jesús: “Tú tienes Palabras de Vida Eterna”. Siempre en un velatorio debemos hacer lo posible para que resuenen esas “palabras de Vida Eterna”, ofreciendo a los familiares la visita de un sacerdote, diácono o ministro laico de las exequias. Desde mi experiencia de sacerdote, puedo asegurar que en TODOS los casos en que he ido a rezar a un velatorio, el clima de dolor y la tristeza, incluso en los casos más dramáticos, se ha aliviado y serenado. SIEMPRE he recibido la gratitud de los familiares, y esto no por mis palabras, sino porque resuena la de Cristo.

Pero hay que tener una precaución. Puede suceder que en algunos casos -muertes trágicas, partida de un niño o joven- la familia experimente como un enojo con Dios, al no comprender los designios de su Providencia. En esos casos, es indispensable asegurarse de que ellos realmente quieren que se haga una oración, y nunca se debe “forzarla”, porque los frutos pueden ser negativos. Ofrecer, respetando la decisión y sobre todo el dolor de los presentes.

Por último, si queremos de verdad evangelizar, tenemos que ser delicados y precisos en el anuncio. Algunas veces, en el afán de consolar, podemos incurrir en afirmaciones temerarias, que conducen a la confusión, y que van creando una conciencia errónea.
Sucede así, me parece, cuando se dice al deudo: “porque él ya no sufre” “tenés que estar contento porque está en el Cielo...”, “tenés un intercesor ante Dios”. 
Claro que siempre tenemos confianza en la misericordia de Dios y en la salvación de nuestro hermano, pero no podemos afirmarla de modo taxativo, porque ese es un misterio que sólo Dios conoce y que la Iglesia, en algunos casos, afirma, cuando canoniza a alguien.
En cambio, siempre podemos decir, por ejemplo: “tené confianza en que él ya está con Jesús”, “pedile al Señor que Él ya esté en el Cielo, donde ya no se sufre”.


Además del responso (exequias), ¿se puede rezar algo más? ¿Qué conducta práctica observar durante el velatorio?

Teniendo en cuenta las orientaciones del Ritual, es aconsejable que, al menos en algunos otros momentos (además de cuando se hace la celebración) se rece el Santo Rosario, o la coronilla de la Divina Misericordia. 
El ritual propone especialmente la recitación o el canto de los salmos ( especialmente el 129, 22, 113, 41, 62, 24, 26, 102, 102, 114, 115, 50, 120, 121, 122, 125, 131, 133)

En el orden práctico, lo ideal sería que existan dos ámbitos diferentes. Uno en el que está el féretro del difunto, en el cual sería ideal que haya un clima de silencio y oración, y otro más externo, donde se pueda dar lugar espacio al diálogo y al encuentro.

En todos esos momentos, los cristianos confiamos en la acción del Espíritu Santo y en la acción maternal de María, consuelo de los afligidos, para poder ser instrumentos del consuelo divino.


martes, 3 de marzo de 2015

Sepultar a los muertos: una obra de misericordia

 
El viernes 6 de Marzo Monseñor Juan Alberto Puiggari, Arzobispo de Paraná, bendecirá el primer cinerario en una iglesia de nuestra Arquidiócesis. Será en la capilla Nuestra Señora de Lourdes, ubicada en calle 25 de junio y Bvard. Sarmiento.

¿Qué es un cinerario?
Es un lugar preparado para sepultar los restos mortales cremados, habitualmente conocidos como “cenizas” de los difuntos.
La Iglesia en Paraná quiere ofrecer a las fieles la posibilidad de sepultarlos cristianamente en un espacio sagrado, contiguo a un templo dedicado a nuestra Madre. En este templo, en cada Eucaristía, se rezará por el eterno descanso de aquellos cuyos restos han sido llevados por sus familiares.
Los restos mortales serán sepultados los primeros viernes de cada mes, al finalizar la Santa Misa vespertina de la capilla. Quienes estén interesados, pueden consultar en la secretaría de la parroquia Nuestra Señora de la Piedad (Italia 370) de martes a sábado de 8:30 a 12, y de martes a viernes de 17:00 a 19:00, o telefónicamente al 4317954.

Pero cómo, ¿la Iglesia acepta la cremación? ¿No estaba prohibido?
La inauguración del cinerario nos da oportunidad de recordar la enseñanza de la Iglesia sobre el respeto debido a los cuerpos de los difuntos, y más específicamente sobre la cremación.
A la pregunta deberíamos responder: Sí, la Iglesia prohibía la cremación, pero luego la permitió.

¿Cuándo quedó permitida la cremación para los Católicos?
En 1963, a través de una instrucción del Santo Oficio, la Iglesia Católica levantó esta prohibición que impedía a los Católicos optar por la cremación. El Canon 1176 del Código de Derecho Canónico (la vigente Ley de la Iglesia) establece, "La Iglesia aconseja vivamente que se conserve la piadosa costumbre de sepultar el cadáver de los difuntos; sin embargo, no prohíbe la cremación, a no ser que haya sido elegida por razones contrarias a la doctrina Cristiana". Expliquemos un poco
a) El modo habitual y aconsejado vivamente sigue siendo la sepultura del cadáver. El Directorio de Liturgia y Piedad Popular (un documento de la Santa Sede del año 2002) da algunas razones, diciendo que: “ (la inhumación)... recuerda la tierra de la cual ha sido sacado el hombre (cfr. Gn 2,6) y a la que ahora vuelve (cfr. Gn 3,19; Sir 17,1); por otra parte, evoca la sepultura de Cristo, grano de trigo que, caído en tierra, ha producido mucho fruto (cfr. Jn 12,24).”
b) La Iglesia no prohibe la cremación: una persona que elige para sí o para otros este método de reducción del cadáver no está incurriendo en ninguna falta, ni se aleja de la fe de la Iglesia. La cremación, por lo tanto, no afecta en absoluto la suerte eterna de quien es reducido a cenizas, salvo que...
c) “haya sido elegida por razones contrarias a la Doctrina Cristiana” En ese caso, lo que la Iglesia rechaza no es la práctica, sino la motivación por la cual se la toma. Lo explicamos en el siguiente punto.


¿Por qué estaba prohibida la cremación?
Los Católicos creemos que fuimos creados a imagen y semejanza de Dios. Así como el cuerpo debe tratarse con respeto en vida, debe ser tratado con igual respeto en la muerte. Como Católicos creemos que en el Bautismo el cuerpo fue marcado con el sello de la Trinidad y se convirtió en el templo del Espíritu Santo. Por ese motivo, se respetan y honran los cuerpos de los difuntos y los lugares donde descansan.
Desde los inicios del Cristianismo, la cremación se consideraba un rito pagano que se percibía como contrario a esta y otras enseñanzas católicas. Se difundía, especialmente en los últimos dos siglos, en ambientes racionalistas y materialistas, que negaban la Resurrección del último día, afirmada en el Credo de la Iglesia. Por eso estuvo prohibida durante muchos siglos, porque era casi un sinónimo de la apostasía.

¿Por qué hoy se permite?
Porque todos sabemos que hoy muchas personas optan por la cremación simplemente por cuestiones prácticas (por ejemplo, una persona fallece muy lejos de donde vive su familia, y trasladar el féretro es engorroso legalmente) o principalmente económicas (por ejemplo, porque los cementerios piden un aporte anual por las parcelas o nichos, que para algunas familias es difícil) Para ellos, por citar sólo algunos casos típicos, la cremación es una solución.

La cremación está permitida, pero ¿qué pasa luego? ¿qué hay que hacer con los restos mortales cremados o cenizas de los difuntos?
Aquí aparece una nueva cuestión, a la que queremos responder claramente.
La Iglesia enseña que estos restos deben ser tratados con el mismo respeto dado al cuerpo antes de la cremación. Esto tiene algunas consecuencias.

¿Se los puede tener en la propia casa?
El Directorio de Liturgia y Piedad Popular dice: “...se debe exhortar a los fieles a no conservar en su casa las cenizas de los familiares...”. La razón de esta exhortación proviene del ámbito de la psicología: parece mucho más conveniente para un adecuado proceso de duelo y un equilibrio emocional no tenerlo en la casa. Tampoco es conveniente, por lo mismo, dividir las cenizas entre los familiares, y mucho menos rendirle homenaje como si fueran reliquias de santos.

¿Se puede esparcir las cenizas en el río, en la tierra, o en el aire?
Esta práctica no es coherente con la fe católica. No constituye la disposición final reverente que la Iglesia requiere.
El gesto de “esparcir” o “dispersar” no parece conforme con la dignidad del cuerpo humano, que ha sido templo del Espíritu Santo. Por otro lado, muchas veces subyace en estas prácticas una visión naturalista (no hay distinción entre el cuerpo humano y el resto de la Creación material) o panteísta (todo lo que existe es, en realidad, Dios; no se distingue el Creador de la creatura), posturas contrarias a la fe cristiana.
Por último, es admitido por todos la importancia de un punto de referencia local para que los familiares y amigos puedan recordar y orar por el difunto, posibilidad que no existe en el caso, por ejemplo, de arrojar al mar o al río las cenizas.

¿Qué se debe hacer, entonces?
Los restos mortales cremados, entonces, deben ser enterrados o sepultados, ya sea en un nuevo sepulcro o nicho, ya sea junto a otros cuerpos de difuntos (en un nicho compartido) en el cementerio o, donde existe, en un cinerario.

De este modo, la Iglesia quiere ofrecer una respuesta pastoral concreta a una situación cada vez más frecuente en nuestra sociedad.
Acompañando así a quienes parten y a sus familias, la Iglesia anuncia con Gozo la Victoria de aquél que “muriendo destruyó nuestra muerte, y resucitando restauró nuestra vida” (Misal Romano, prefacio pascual). En efecto, “en Jesucristo brilla la esperanza de nuestra feliz resurrección y así, a quienes la certeza de morir nos entristece, nos consuela la promesa de la futura inmortalidad.
Porque para los que creemos en ti, Padre, la vida no termina, sino que se transforma,
y al deshacerse esta morada terrenal, adquirimos una mansión eterna en el cielo”. (Prefacio de difuntos del Misal Romano).

domingo, 1 de marzo de 2015

Padres de la Patria

A San Martín se le suele decir "el padre de la Patria".
Y sin cuestionar ese apelativo, creo que existen muchos otros "padres de la patria".
Lo son, por ejemplo, los padres y madres de familia, que engendrando y educando a sus hijos responsablemente, dan a luz, engendran y educan la Argentina de hoy y de mañana.

Y hay otros "padres de la Patria", no siempre valorados, no siempre recordados. Con poco prestigio a los ojos de la sociedad, al punto de que solo un puñado de jóvenes, cada año, opta por ser uno de ellos.
Y sin embargo son indispensables. Son insustituibles. Marcaron nuestras vidas desde los 3 o 4 años, dejando una huella imborrable.
Nos enseñaron los números, las letras, las capitales y los nombres de los bichos.
Nos enseñaron, más aún, los valores de la amistad, de la responsabilidad, de la generosidad. El valor del esfuerzo y de la disciplina.
Nos mandaron a la dirección, nos consolaron cuando nos caímos en el patio, hicieron de payaso, enfermero, psicólogo, madre y padre, entrenador, consejero...

A ustedes, padres de la Patria, que siguiendo su vocación de servicio se "rompen el alma" por una Nueva Argentina...
A ustedes, que muchas veces no llegan bien al final de la semana o del año por cargar en sus espaldas las vidas y los dramas de tantos...
A ustedes, que son tan importantes -o más- que muchos encumbrados en la cima o expuestos a los flashes, pero que cobran mucho menos, y que a veces apenas llegan a fin de mes...
A ustedes, queridos maestros, mi recuerdo y homenaje.

Dios recompense cada acto de amor brindado desinteresadamente!



martes, 20 de enero de 2015

Un texto hermosísimo sobre los Ejercicios Espirituales

Comparto un texto de gran profundidad, escrito por Monseñor Tortolo, Arzobispo de Paraná, cuando se cumplieron los 50 años de la encíclica de Pío XI sobre los Ejercicios Espirituales.




EL HOMBRE MODERNO Y LOS EJERCICIOS ESPIRITUALES

El 20 de diciembre de 1979 se cumplirán cincuenta años de la publicación de la Encíclica MENS NOSTRA, de Su Santidad Pío XI, sobre los Ejercicios Espirituales. La materia allí tratada pertenece al caudal de doctrina siempre perenne. Volver a ella es volver a respirar el aire de la Biblia.


I. EL AUTOR
Pío XI pertenece a la línea de los grandes Pontífices de la historia. Su pensamiento está profundamente acrisolado por el vigor de su inteligencia, y su voluntad acrisolada también por la conciencia del deber inherente a la misión apostólica a la que el Señor lo destinara.
Pío XI fue un meditativo que trabajó, oró y sufrió en silencio y soledad. Vivió envuelto en el halo del silencio no para alejarse de los hombres sino para pensar y meditar los grandes pensamientos, convertidos en pan para alimentar a sus hijos.
Su magisterio, quizás desprovisto de poesía, no lo está de belleza. Supo amar con la cabeza y pensar con el corazón, aun cuando el autocontrol emocional lo hacía aparecer hermético.
Todo su Pontificado ocurrió en tiempos difíciles y árduos, pero logró accionar con una intrepidez que aún hoy asombra. Valgan como ejemplos su contracción a la vida de la Acción Católica, animada por sus múltiples Documentos, la renovación de los Seminarios, los Pactos de Letrán, las Misiones y la Jerarquía autóctona, las tres grandes Encíclicas condenando al racismo, el fascismo y el comunismo.
Su Pontificado quedó revestido de una singular grandeza, incluyendo la que es propia de los Santos.
En los días del Vaticano II, en un viaje a Verona, escuché del Cardenal Confalonieri —antiguo Secretario Particular de Pío XI— esta afirmación enfática y firme: "Pío XI é un Santone" (Pío XI es un santazo).
Y la Doctora Capelli, co-fundadora con Pío XI de un Instituto dirigido al mundo intelectual, me habló de las profecías de Pío XI. En estos casos normalmente el Santo Padre se ponía de pie y le hablaba con un lenguaje sentencioso: "Ascolti: questo me lo dice il Signore". Y las profecías se cumplían.
Pero al mismo tiempo no deja de maravillar su predilección y su trato paternal y tierno para con Santai Teresita del Niño Jesús, insistentemente exaltada, a quien llamó "la Estrella de su Pontificado", y cuyo "huracán de gloria" lo tuvo gozosamente estremecido.
Esta introducción nos advierte que un Documento de Pío XI a toda la Iglesia debe tener consistencia y contenido extraordinarios y debió ser objeto de profundas meditaciones. Por eso la MENS NOSTRA no pasa, aun cuando pasa el tiempo.
Diez días después, el 31 de diciembre de 1929, publicaría el Papa la DIVINI ILLIUS AAAGISTRI, cuyos puntos de coincidencia con la Mens Nostra son evidentes.
Una y otra Encíclica exponen, no sin divina inspiración, la formación del hombre sobrenatural.


II. A QUIÉN VA DIRIGIDA LA MENS NOSTRA
Esta Encíclica se dirige a todo el mundo —Urbi et Orbi— pero de un modo especial a los Obispos, guías y formadores del Pueblo de Dios y de sus conciencias. Está dirigida a quienes son capaces de profundizar y ascender en orden al espíritu y de proyectar o promover esa ascensión espiritual en todos los niveles.
Pero está dirigida con carácter especial al hombre de la sociedad moderna, cuya modernidad consiste en la búsqueda del mayor goce con el menor número de renuncias; para el hombre moderno superficial y vacuo, que asume como filosofía de la vida la superficialidad de su propia
existencia.
La característica de este hombre moderno es la huida de Dios y luego de sí mismo. Muy pronto apagará la luz de la conciencia, dominado por el temor cobarde a una conciencia que llama y grita.
Este hombre moderno no es el que plasmó Dios. Este hombre moderno es hijo de la insensatez, dominado por constantes contradicciones, y cuya razón de ser parece estar encubierta en la palabra "nada".
Por desgracia el hombre de la mentira, de la vacuidad de la existencia es el hombre universal. Su raza no se extingue.
El Documento del Papa es un llamado a este hombre universal a quien quiere despertar de su sopor enervante y hacerlo volver a la seriedad de la vida, a la responsabilidad de la existencia; para quien vivir sea cumplir un destino, asumir una misión, responder con grandeza al don de la vida.
La voz del Papa quiere restaurar en el fondo de cada corazón la jerarquía de valores que han de ser vividos como una opción absoluta.


III. CÓMO REHACER AL HOMBRE
La riqueza y la grandeza del ser humano parten de su vida racional. La gracia lo inserta en Dios y en sus Misterios; hace del hombre partícipe de Dios.
Esta vida racional entra en juego mediante las potencias del alma: inteligencia y voluntad. Facultades o potencias que crecen con su actividad y hábitos propios, y se perfeccionan en la medida en que se dan y entregan a la Verdad y al Bien. Verdad y Bien que constituyen el absoluto de Dios.
Según el lenguaje bíblico el hombre que asienta su vida sobre arena, construye en vano. Construye sobre la mentira y sobre el mal. De este modo degrada sus potencias y se hace un hombre infrahumano, que vive en la pesada y lúbrica atmósfera de un submundo. Los hábitos malos esclerosan la conciencia, invierten a todo el hombre. Es difícil restaurar al hombre por cuanto al huir éste de sí mismo torna imposible su cambio interior.
Pero todo este proceso no acaba ni muere con el individuo. El área de la mentira y del mal se extiende y afirma, cristalizada en una civilización del confort, del placer, del hedonismo degradante, del pecado sin escrúpulo, de la moral permisiva hasta llegar a esta terrible transmutación de llamar mal al bien y bien al mal, a la mentira verdad y a la verdad mentira.


IV. EL DIAGNÓSTICO
Para este hombre moderno Pío XI tiene un diagnóstico terminante y claro; diagnóstico vertido en palabras objetivas y concretas, diagnóstico ordenado a liberar al hombre de su fatal enervamiento. Y el diagnóstico es el siguiente: el mundo, el hombre, está enfermo, muy enfermo de gravísima enfermedad. El Papa desciende a la raíz de las cosas y a su razón de ser. Enfatiza con vigor y rigor el mal contemporáneo.
Estas son sus palabras: "La gravísima enfermedad de la edad moderna, y fuente principal de los males que todos lamentamos, es esa ligereza e irreflexión que lleva extraviados a los hombres. De aquí la disipación continua y vehemente en las cosas exteriores; de aquí la insaciable codicia de riquezas y de placeres que poco a poco debilita y extingue en las almas el deseo de bienes más elevados, y de tal manera las enreda en las cosas temporales y transitorias, que no las deja levantarse a la consideración de las verdades eternas, ni de las leyes divinas, ni; aun del mismo Dios, único principio y fin de todo el universo creado".
Este solo párrafo de la Encíclica la contiene toda. Cada palabra ocupa su justo lugar, lleva intacto su particular contenido y despeja toda duda.
El inmediato sucesor de Pío XI, Su Santidad Pío XII, ha expresado esto mismo en síntesis genial: "Todo se ha perfeccionado menos el hombre". Por otro camino llega a la misma enfermedad del hombre.
El párrafo de Pío XI señala, a través de varios substantivos, la autogénesis del mal y esa terrible degradación progresiva que lleva a la autodestrucción.
He aquí un elenco:
Ligereza, irreflexión, disipación continua y vehemente, insaciable codicia de riquezas y placeres, debilidad y extinción en las almas del deseo de bienes más elevados, enredo,y servidumbre en las cosas temporales que impide a las almas levantarse a las Verdades eternas.
Esta gravísima enfermedad del espíritu es hija del pecado y de la subversión de valores. Su enfermedad llega a la incapacidad de resistir; los tóxicos son tan fuertes como la misma enfermedad.
Cuando las facultades racionales del hombre no son puestas en acción, es decir, cuando el ser humano no habla, ni piensa, ni ama, ni escruta la invisible realidad de las cosas, ese modo de actuar del hombre es infraracional. Las potencias del alma se oxidan, el universo sigue rodando como rueda que rueda en el vacío, sin introducir ni aportar nada, a excepción de su estéril movimiento.
Pensar en sí mismo es fácil. Pensarse a sí mismo es difícil y duro. Para pensarse a sí mismo el hombre debe descender y llegar a los senos más profundos del alma y arrancarse a sí mismo su propio secreto: "Soy esto que soy".
La inmanencia rige el orden de la vida. Cuanto más elevada es una vida, más es inmanente. Dios vive ad intrá de un modo eminente y absoluto. Se conoce y se ama desde su interior y hacia su interior. De manera semejante, invita al hombre —su creatura— a entrar en las sendas interiores del espíritu, para que se conozca, sepa quién es, descubra para qué vive, hacia dónde proyecta su personalidad, hasta que finalmente se sienta copartícipe con Dios de una misma vida.


V. LA RUTA HACIA DIOS
El ejercicio de las potencias tiene su cima y su cumbre en Dios, Verdad sobre toda verdad y Bien sobre todo bien. Cada uno de nosotros tiene que dar una respuesta a la invitación divina de subir más alto. O, si se quiere, cada uno de nosotros debe renacer —nacer de nuevo—, pero renacer llevando en sí mismo la imagen viva de Dios.
Para este renacer no son suficientes las fuerzas humanas. Se necesita el poder infinito de la gracia que por su propia naturaleza tiende a la perfección del hombre.
La expresión más acabada de este proceso es la SANTIDAD. Santo y perfecto se identifican. Alcanzar la santidad es la meta, el fin al que debe tender toda vida cristiana, cuyo ordenamiento debe responder esencialmente el fin último del hombre.
Todos los grandes procesos interiores necesitan una clara noción del fin y una voluntad férrea para lograrlo. Pero, además, los procesos que cambian el corazón de raíz, los que conducen a su vez al Corazón de Dios, son hijos y brotes de la oración. Esta es la llave maestra que abre el Corazón de Dios y el del hombre y establece entre ambos una inagotable corriente de vida divina, de sangre transformadora y nutriente.
En el orden de las "gracias fuertes" —aquellas gracias que renuevan o hacen renacer al hombre— la'gracia de la oración es quizás la primera después del bautismo. La oración nos introduce en el fecundo silencio de Dios, pero nos introduce también en un abismo de luz, a cuyo resplandor es fácil discernir los grandes valores o las efímeras apariencias que defraudan cualquier ansia de ascensión espiritual.
Séanos lícito repetir una vez más cuánto peso llevan las palabras bíblicas: mentira y verdad, mal y bien. Para el hijo de la mentira, mentir, corromper, le es esencial o al menos necesario. El hijo de la verdad tiene el poder sagrado de participar de Dios, porque Dios es Verdad y es Amor.
El hijo de la verdad vive la verdadera escala de valores. Piensa, juzga, ama, es hombre en la medida en que esa escala se convierta en el principio y fin de toda su existencia. Desde esa escala de valores aprende a pensar, a ordenar el interior, a discernir el valor de las cosas, a jugarse entero por los grandes bienes.


VI. LA RESPUESTA DEL BIEN Y DE LA VERDAD
A la gravísima enfermedad y fuente de todos los males, opone Pío XI la irrupción de bienes que bajan al corazón del hombre, cuando el hombre "busca de veras a Dios". Es la antítesis del mal que había señalado. He aquí sus palabras:
"Al obligar al hombre al trabajo interior del espíritu, a la reflexión, a la meditación, al examen de sí mismo, es maravilloso el desarrollo que da a las facultades humanas; de tal manera que en esta insigne palestra del espíritu la razón aprende a pensar con madurez y ponderar equilibradamente las cosas, la voluntad se fortalece en gran medida, las pasiones se sujetan al dominio de la razón, la actividad, unida a la reflexión, se ajusta a normas fijas y sensatas, y toda el alma resurge a su
nobleza y excelsitud nativas".
Párrafo tan denso debe ser meditado hasta arrancarle su más profundo contenido, el misterio de las cosas en orden a sí mismo y en orden a Dios.


VI. LOS EJERCICIOS ESPIRITUALES
Aprender a pensar, a guardar silencio interior, buscar la soledad de espíritu y anclar en ella, amar con ese amor que es más fuerte que la muerte, es obra de hombres que han tomado en serio el por qué de la existencia.
El hombre que ha restituido en sí mismo la imagen viva de Dios se ha desposado con la Verdad y con el Bien. En él ha nacido el santo. Siente la necesidad de penetrar en todos los abismos y planear sobre todas las cumbres.
Ahora se siente libre, feliz poseedor de sí mismo, ansioso de realizar proezas por su Dios. El fin último de su vida, la razón de su existencia se ha logrado. Está bebiendo la copa de la paz.
La historia de las almas santas, empleando éste u otro lenguaje, nos hace vislumbrar el vacío, la necedad, la superficialidad, la vacuidad de un alma que vive de afuera para afuera. Los santos, por su parte, son clara y terminante reacción a la superficialidad humana. Obran desde adentro para adentro.
El Señor nos ha dicho que vino al mundo para traer la guerra y no la paz, la violencia y no la inercia. Nos ha querido decir con esto que la vida espiritual, la que Él trajo al mundo, exige lucha. Al esfuerzo por reordenar el interior se lo llama Ejercicios Espirituales.
Ejercicios Espirituales por cuanto se empeñan en la doble dimensión del alma: hacia la profundidad de los abismos y hacia la altura de las cumbres, obra de la oración y del silencio, pero también obra de una lucha a sangre y fuego' contra las concupiscencias. Destacamos el poder absoluto de la oración; esa nobleza espiritual que importa el trato y la convivencia con Dios.
Todos estos héroes disciplinaron sus vidas con la oración, azotes, ayunos, trabajos apostólicos, cumplimiento del deber de estado. Y se convirtieron en transfusores de santidad. De los Santos brotaron santos. Floreció el desierto.
A esta no fácil lucha, a este constante vigilar las operaciones y los movimientos del alma llamamos Ejercicios Espirituales.
Estas dos riquísimas palabras son capaces de elevar a toda una generación, a todo un mundo. Pueden producir una revolución espiritual.
De hecho la han producido. Y por esas ironías de la gracia, el instrumento para esta revolución espiritual es un pequeño libro: el libro de los Ejercicios según la mente de San Ignacio de Loyola o Ejercicios Ignacianos.
Vienen superando desde hace siglos las pruebas de fuego: pero doctrina y método quedaron intactos.
Su autor es Dios. Su intrumento San Ignacio de Loyola. Todo el libro está impregnado de noble grandeza espiritual.
Lo que fue y sigue siendo para la doctrina de la Iglesia la Suma Teológica de Santo Tomás de Aquino, en orden a la ascética cristiana lo son los Ejercicios de San Ignacio de Loyola.
De entrada ubican al hombre frente a una ley metafísica: el Principio y Fundamento. O sea, el fin del hombre. Acaban con la contemplación para alcanzar amor, punto final y término del vivir humano.
Como el mundo moderno no se entiende a sí mismo ni comprende al hombre, menos entiende el supremo principio ordenador que son los Ejercicios. En medio de tanta confusión no faltan quienes aseguran que ya pasó el siglo de San Ignacio y que el libro de los Ejercicios Espirituales es un pieza de museo.
Sin embargo nos salvará la Suma Teológica y nos salvará el libro de los Ejercicios.

ADOLFO TORTOLO

Arzobispo de Paraná