sábado, 7 de abril de 2012

El alma de María también descendió a los infiernos


Comparto un texto que encontré en la red y que expresa muy bien - a mi parecer- el dolor de la Madre, su compasión, el misterio de la noche de la fe que tuvo que atravesar...
Dedicado a todas las madres que sufren por sus hijos, y a todos aquellos que muchas veces se sienten "en los infiernos"...
El texto es del padre José Luis Martín Descalzo, en su libro "Apócrifo de María"

Conocía la noche de la fe, pero nunca creí que fuera tan profunda. Ni una sola ventana con luz, solo creer, esperar, cerrar los ojos, entrar en la cuesta arriba.
Nada de ángeles, nada de voces del Padre. Sólo la noche y el sonar de los latigazos en los oídos, y las carcajadas, y las blasfemias, y las risas, el golpe final de la piedra, cerrándose.
¡Qué lejos ahora lo de Belén y aún las pequeñas angustias de Nazaret cuando él se alejaba!
Entonces, ¿es esto ser una madre? En la noche no hay nada. Sólo la noche, y la certeza de que el sol está al fondo y volverá mañana.
Pero, ¿por qué se ha de salvar siempre con sangre? ¿Es que son tan hondos los pecados del hombre que sólo pueden borrarse con manos y frentes desgarradas?
No, no le hubieras reconocido ayer si le hubieseis visto subir por la pendiente.
Las madres, sí, olemos a los hijos desde miles de kilómetros, porque no es verdad que salgan nunca de nosotros. Están fuera, caminan, lloran, triunfan, viven, pero no es verdad; siguen estando dentro. Ayer el Calvario estaba más en mi seno que en Jerusalén, clavaban dentro, martilleaban dentro.
Por eso no hubo nadie junto a Él. Juan, Magdalena... todos estaban sin estar. Y hasta el Padre se fue y nos dejó solos.
Pero hubo algo más horrible todavía, algo que no he logrado entender; que acepto a ciegas, sólo porque Él lo hizo: ¿Por qué no me miró? ¿Por qué en los últimos minutos no se volvió hacia mí? Estábamos unidos, sí, pero los dos entramos solitarios en la muerte. Creédmelo: esperé hasta el último minuto de su mirada. Y no me la dio. Vi doblarse su cabeza y supe que pensaba en quienes le habían abandonado: el Padre y los hombres. Fue entonces, y no cuando los martillazos, cuando yo di mi vida.
Después de muerto, volvió a pertenecerme. Quitando sangre, espinas, barro, fui reconquistando su cuerpo y, si cerraba los ojos, podía pensar que le estaba lavando otra vez como cuando era niño. Le hablé como entre sueños; y me pareció como si me entendiera.
Ahora ha vuelto la calma. La calma nocturna, pero calma al fin. Ya sólo queda esperar y ver la puerta que se abre y sus ojos que brillan. Me gustaría que viniera con las heridas. Sería un buen recuerdo de este segundo parto en que le he dado a luz, mucho más que la primera vez.

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