A principios de enero, antes de irme a misionar con los jóvenes de la parroquia, estuve en la casa de Claudia y Gustavo. Hacia el final de la agradable cena -amenizada por el videojuego de los Transformers que Joel, su hijo de cuatro años, manejaba con una pericia admirable- Claudia me comentó, tímidamente, que tenía a su abuelo enfermo. Que ya hacía un tiempo que estaba mal, que de a ratos se perdía, y que temían que se fuera en cualquier momento. Me pidió si podía ir a verlo, advirtiéndome que, cuando estaba bien, "no quería mucho a los padres -léase, a los curas-": que solía hablar mal de ellos y, para colmo de males, hacía mucho mucho que no iba nunca a la iglesia. Me recomendó que fuera como a hacerle "una visita" casual, como que pasaba por ahí, no sea que se diera cuenta que estaba grave.
Acostumbrado a estas situaciones -me han hecho decenas de veces recomendaciones por el estilo- un par de días mas tarde caí a lo de don Hipólito. Me atendió su hija y su señora, ambas muy agradecidas y a la vez con el mismo temor. La esposa me presentó a Hipólito de la forma más disimulada posible: "es un amigo de Joel que te viene a visitar". Hipólito estaba acostado, tranquilo. "Soy el padre Leandro" saludé. "Le vengo a dar una bendición". Don Hipólito me miraba entre asombrado y alegre. Les pedí que nos dejaran solos. "Ahora le vamos a pedir perdón a DIos por todos los pecados de la vida, y después lo voy a dar la Santa Unción, para que Jesús esté cerca de usted en este momento difícil"... Todo transcurrió con una facilidad asombrosa, "divina": la Gracia estaba actuando de manera invisible, pero eficiente, real. Don Hipólito sacó una frase del baúl de sus recuerdos, como suelen hacer los ancianos: "cuando yo era chico siempre iba a Misa, y era monaguillo..."
Confesé y animé a su señora, que ya sabía de la proximidad de la muerte de su compañero y la aceptaba, pero que necesitaba la fortaleza del Señor.
Un par de semanas después, me llaman nuevamente. Hipólito había llamado a todos sus hijos, para despedirse. Pasé entonces por su casa cuando pude. Cuando le pregunté como estaba me dijo: "estoy contento, muy contento". Le pregunté si se acordaba de mí, y de la otra vez que lo había visitado. Su respuesta me conmovió: "sí, padre, fue maravilloso..."
Así transcurrieron sus últimos días. Claudia, su nieta, me contaba azorada que en los días posteriores a la Santa Unción, había hablado con cada uno como nunca antes, dándoles consejos inéditos en él. "A mí me dijo que fuera todos los domingos a Misa". Y a su esposa le decía que él "iba a estar bien, que no se preocupara por nada, que él desde el Cielo la iba a cuidar..." No sé como llamarían ustedes a esto, pero para mí es clarito: la gracia de la Unción y de la Comunión que estaba recibiendo había obrado una verdadera transformación en su corazón.
¿Habrá comenzado ya a cumplir su promesa? Hipólito falleció esta mañana, con la certeza de haber experimentado la misericordia del Señor. Dejó a su familia en paz, con la paz de haberlo cuidado hasta el final, y con la profunda serenidad de saber que había recibido los sacramentos de la fe cristiana.
¿Cuál es la moraleja? Sabemos que Dios es más grande que los sacramentos que él ha instituido, y que de alguna u otra forma se las arregla para acercarse a sus hijos, sobre todo en la proximidad de la muerte. Por eso nuestra confianza en su misericordia es ilimitada. Pero ¡qué diferente, que distinta es la buena muerte, la muerte cristiana, de una muerte repentina! ¡Cuántos ancianos, cuantos enfermos terminales estarán esperando, como Hipólito, la gracia de la Santa Unción y el perdón de los pecados, para poder encontrarse, purificados, con el eterno! ¡Cuántos- y este pensamiento me espanta- mueren sin el auxilio de los sacramentos, porque sus familias "no los quieren asustar", o tienen miedo a que sepan de la proximidad de su partida!
Quiera el Señor concedernos a todos morir preparados. Quiera el Señor que ninguno de los nuestros parta sin el auxilio de su Gracia y la asistencia de la Iglesia por nuestra negligencia o pereza. Quiera el Señor que Hipólito siga tan contento, mucho más contento, celebrando -como cuando era niño- la Eucaristía del Cielo.
Acostumbrado a estas situaciones -me han hecho decenas de veces recomendaciones por el estilo- un par de días mas tarde caí a lo de don Hipólito. Me atendió su hija y su señora, ambas muy agradecidas y a la vez con el mismo temor. La esposa me presentó a Hipólito de la forma más disimulada posible: "es un amigo de Joel que te viene a visitar". Hipólito estaba acostado, tranquilo. "Soy el padre Leandro" saludé. "Le vengo a dar una bendición". Don Hipólito me miraba entre asombrado y alegre. Les pedí que nos dejaran solos. "Ahora le vamos a pedir perdón a DIos por todos los pecados de la vida, y después lo voy a dar la Santa Unción, para que Jesús esté cerca de usted en este momento difícil"... Todo transcurrió con una facilidad asombrosa, "divina": la Gracia estaba actuando de manera invisible, pero eficiente, real. Don Hipólito sacó una frase del baúl de sus recuerdos, como suelen hacer los ancianos: "cuando yo era chico siempre iba a Misa, y era monaguillo..."
Confesé y animé a su señora, que ya sabía de la proximidad de la muerte de su compañero y la aceptaba, pero que necesitaba la fortaleza del Señor.
Un par de semanas después, me llaman nuevamente. Hipólito había llamado a todos sus hijos, para despedirse. Pasé entonces por su casa cuando pude. Cuando le pregunté como estaba me dijo: "estoy contento, muy contento". Le pregunté si se acordaba de mí, y de la otra vez que lo había visitado. Su respuesta me conmovió: "sí, padre, fue maravilloso..."
Así transcurrieron sus últimos días. Claudia, su nieta, me contaba azorada que en los días posteriores a la Santa Unción, había hablado con cada uno como nunca antes, dándoles consejos inéditos en él. "A mí me dijo que fuera todos los domingos a Misa". Y a su esposa le decía que él "iba a estar bien, que no se preocupara por nada, que él desde el Cielo la iba a cuidar..." No sé como llamarían ustedes a esto, pero para mí es clarito: la gracia de la Unción y de la Comunión que estaba recibiendo había obrado una verdadera transformación en su corazón.
¿Habrá comenzado ya a cumplir su promesa? Hipólito falleció esta mañana, con la certeza de haber experimentado la misericordia del Señor. Dejó a su familia en paz, con la paz de haberlo cuidado hasta el final, y con la profunda serenidad de saber que había recibido los sacramentos de la fe cristiana.
¿Cuál es la moraleja? Sabemos que Dios es más grande que los sacramentos que él ha instituido, y que de alguna u otra forma se las arregla para acercarse a sus hijos, sobre todo en la proximidad de la muerte. Por eso nuestra confianza en su misericordia es ilimitada. Pero ¡qué diferente, que distinta es la buena muerte, la muerte cristiana, de una muerte repentina! ¡Cuántos ancianos, cuantos enfermos terminales estarán esperando, como Hipólito, la gracia de la Santa Unción y el perdón de los pecados, para poder encontrarse, purificados, con el eterno! ¡Cuántos- y este pensamiento me espanta- mueren sin el auxilio de los sacramentos, porque sus familias "no los quieren asustar", o tienen miedo a que sepan de la proximidad de su partida!
Quiera el Señor concedernos a todos morir preparados. Quiera el Señor que ninguno de los nuestros parta sin el auxilio de su Gracia y la asistencia de la Iglesia por nuestra negligencia o pereza. Quiera el Señor que Hipólito siga tan contento, mucho más contento, celebrando -como cuando era niño- la Eucaristía del Cielo.
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