Comenzamos a celebrar en estas horas al Santo Cura de Ars. Ando corto de tiempo pero no quería dejar de hacer un pequeño homenaje a este gran santo. Recuerdo todavía cuando, a mis 15 años, el p. Heraldo Reverdito me dio a leer su vida, en la versión de Francis Trochu. Su figura ascética, su entrega heroica, su amor a la confesión, todo fue calando muy hondo en mi corazón juvenil... Lástima que lo imite tan poco...!
En homenaje, subo una de sus imágenes más conocidas, la de Cabuchet, pero con una mejor resolución de las que encontré en internet.
Y les robo a los chicos del Seminario de Paraná -gracias, desde ya- el artículo de Monseñor Tortolo sobre el Cura de Ars que acaban de subir.
No elviden rezar por nosotros mañana!!!
El cura de Ars, o la mística del instrumento
En la Historia de la Misión de Santa Teresa de Lisieux, Urs von Balthasar afirma lo siguiente: “Podemos decir que Teresa junto con el Cura de Ars representa el único ejemplo absolutamente evidente de una misión teológica en amplio sentido dentro del siglo XIX”. Quizás olvide a los héroes de la caridad -la más teológica de las virtudes-, pero no puede negarse que la vocación de San Juan Vianney en el Cuerpo Místico ha sido y sigue siendo una eminente vocación teologal: el Cura de Ars personifica en su vida la teología de la instrumentalidad sacerdotal.
Ignoramos si es bajo este aspecto que von Balthasar reconoce la misión teológica del Cura de Ars, Para nosotros, sinceramente radica allí. Más allá de los hechos exteriores, de los juicios de sus coetáneos que lo consideraron sólo como modelo de párrocos, parécenos que el Señor lo ha entregado a su Iglesia para manifestar la doble virtud: de su gracia en la nada de un hombre y de la nada de un hombre que se ha dejado actuar por la gracia.
Con ingenuidad infantil pero con dura firmeza de obrero, San Juan Vianney depende de Dios, y trabaja y vive en esa dependencia omnímoda. Pero pone su parte, más que como don, como deber, llegando a la totalidad del don. La gracia tiene que vencer no resistencias positivas, pero sí una densa opacidad natural; la gracia sacerdotal debe instrumentarse, sobre todo, en un compuesto rudo y dentro de un ambiente gris y estrecho. Todo en él es pobre, hasta su físico. Pareciera que Dios ha buscado un mínimum de hombre para manifestar su riqueza y el poder de su gracia; pero, al mismo tiempo, para dar una respuesta de misericordiosa ironía a la autosuficiencia del siglo de las luces y de los siglos subsiguientes. Este hombre, sin saberlo, sin soñarlo, sin quererlo, encarna para toda la Iglesia y para lo más alto de ella, el sacerdocio, una misión teológica. ¡Qué insondables los juicios de Dios, qué sublime su trama! San Juan Vianney ha vivido la mística del instrumento y la ha vivido del modo más sublime: ignorándolo. Las reflexiones que siguen pretenden descubrir la línea vertebral de este hecho, o de este vaso: Dios-Vianney.
I. LA TEOLOGIA DEL INSTRUMENTO
El Verbo Encarnado es el libro del hombre. Los dos órdenes: divino y humano, están inscriptos en Él sin tachas y sin enmiendas. Las dos operaciones: divina y humana, actúan en Él sin oposición y en armonía invariable.
La Edad Patrística nos ha legado la expresión teológica que concreta mejor la presencia unificada de esta doble virtud de Jesucristo: su vida “teándrica”.Santo Tomás de Aquino -como toda la Escolástica- recoge esa genial expresión, más aún, la extiende, acentuando el valor sacramental de la Humanidad de Jesucristo, y nos lega a su vez los principios que informan la teología del instrumento humano en colaboración con Dios.
La Humanidad de Jesucristo es el instrumento, el órgano unido a la Divinidad. Gracias a esta conjunción por la unión hipostática, esa Humanidad se convierte también en causa eficiente de la salud del hombre.“En Cristo la operación de la Humanidad participa en algo de la virtud divina, porque todas las cosas que convienen en un Supuesto, sirven de instrumento a lo que es principal. De este modo la Humanidad de Cristo es considerada órgano de la Divinidad. Por lo tanto, todas las acciones y pasiones humanas, por virtud de la Divinidad, fueron causas de salud” (Comp. Theol,, c. 212).
Y en otro lugar señala la actividad consciente y autónoma de la Humanidad de Jesucristo: “La Humanidad de Cristo es el instrumento de la Divinidad; instrumento animado por el alma racional, que es actuado, pero de modo que también actúa” (Sum. Theol., III P., q. 7).
Instrumento actuado y actuante. He aquí el nudo dinámico en el misterio redentor de Jesucristo y la eficiencia de su virtud. Toda la vida divina que desciende al hombre y al mundo, desciende gracias a este nexo misterioso.
Nadie como el sacerdote está en la línea instrumental de Jesucristo. Nadie como él tiene la virtud de producir los mismos efectos. Y, por lo tanto, nadie como él es actuado y movido por Dios. Pero al ser instrumento racional y libre, nadie como él es actuante. Nadie entonces como el sacerdote debe estar unido a la Divinidad para recibir la fuerza íntegra del impulso divino; y nadie como él, dispuesto activa y positivamente a secundar ese impulso.
La vida sacerdotal debe ser el mejor reflejo de la vida teándrica de Jesucristo. Por eso, el Ejemplar perfecto de la mística de la instrumentalidad sacerdotal es Jesucristo. Él mismo, como “opus operatum” sacramental, impulsa a vivirla. Al mismo tiempo, insistirá desde afuera con su ejemplaridad. La aproxima en el tiempo y la encarna en almas-tipos.El Cura de Ars es una de estas almas, Arquetipo sacerdotal en toda la amplitud del término. Ha vivido la mística del instrumento del modo más constante, más íntegro, más heroico. Su razón de ser parece haber sido ésta y no otra.
II. PRINCIPIOS FUNDAMENTALES DE LA INSTRUMENTALIDAD
Señalemos algunos principios teológicos para entender mejor la misión y la lección universal de San Juan Vianney. De la Humanidad de Jesucristo, impregnada y vitalmente animada por la virtud divina, parten los principios de la instrumentalidad humana. Siempre que para producir un efecto sobrenatural concurren Dios y el hombre -gracia, sacramentos, acción de los dones- el Doctor Angélico repite las mismas expresiones que ha dicho sobre la sacramentalidad de la Humanidad de Jesucristo, movida y moviente, actuada y actuante. A las mismas expresiones recurre al exponer la instrumentalidad sacerdotal.
Destaca la libertad del instrumento humano. Y la libertad, enclavada en el centro mismo del hombre, crea ese capítulo de posibilidades múltiples y hasta opuestas: defección, obstrucción, colaboración. El principio genético, la idea central, la palabra clave de la Instrumentalidad libre es la palabra “unión”, unión con el Agente principal. Unión que no es una simple continuidad entre uno y otro -un punto de contacto- sino que además de esto significa el aporte común de las dos fuerzas, la misma dirección en el trabajo, la identificación en una misma acción.
Esta unión comienza por el aspecto negativo: la exclusión todo obstáculo a la fuerza divina actuante. Pero debe terminar en el aspecto positivo: la indiferencia personal, la disponibilidad activa, la colaboración total.La gloria del instrumento libre consiste en plegarse por entero favoreciendo el impulso del Agente principal. Es la contribución personal, insignificante y mínima, pero contribución personal al fin, a la acción de Jesucristo.Probar estos principios equivale a probar todo el dogma de gracia. Bástenos una alusión al capítulo 15 de San Juan, tan categórico para San Agustín, y convertido en cánones por el Concilio de Orange. San Juan Vianney lo vivió en toda su vida y todo su ministerio por vía sapiencial. Su misión teológica consiste precisa mente en reeditarlo.
El capítulo de San Juan es una condensación de todo el plan salvífico de Dios; condensación, por otra parte, tan frecuente en la Sagrada Biblia. Pero esta síntesis tiene sin embargo un valor único:
se trata de una revelación personal de Jesucristo el Actor inmediato de todo el plan de redención; tiene un innegable carácter de legado y de testamento, y el destinatario inmediato es el mismo Colegio Apostólico.La redención y la gracia están cifradas en la comunicación de la Vida divina; pero esta comunicación se realiza del modo más profundo: por la inmanencia vital de Jesucristo. Esta inmanencia entraña la participación en todo el misterio de Cristo, desde la tierna solicitud del Padre hasta el odio satánico del mundo. Por virtud de esta inmanencia se corre la misma suerte.Los versículos 15 y 16 de dicho capítulo enuncian la dirección apostólica del mensaje: “Ya no sois mis siervos, sino mis amigos, porque os he revelado todos los secretos del Padre, No me elegisteis vosotros a Mí sino Yo a vosotros. Os envío para que deis mucho fruto”. La disposición permanente para ser utilizado como instrumento supone y exige un alma libre: mundi estis; libertad interior gracias a la muerte de sí mismo y a una constante pureza. No en vano ya desde el comienzo mismo habla el Señor de purgaciones y de podas.
La dialéctica de la instrumentalidad sacerdotal está expresada en el misterio de la comunión vital con Él. Cristo se subraya y confiesa dependiente del Padre al estampar en el prólogo de esta revelación: “Yo soy la Vid, pero mi Padre es el Viñador. Yo soy el instrumento del Padre; pero vosotros sois mis instrumentos”. Por ello, atendiendo a los frutos divinos que sus instrumentos deben producir, en medio de esta revelación establece y define con carácter de apotegma teológico: “Sin Mi nada podéis hacer”. La colaboración humana a la salvación de los hombres es siempre un misterio densamente obscuro. El único Salvador es Jesucristo. Desde Él, puro, libre y flexible a su primer movimiento, el sacerdote se convierte en salvador con Jesucristo.
La expresión “instinto sobrenatural” expresa esta realidad teológica. Poseer un instinto sobrenatural apostólico es poseer una conciencia instrumental activa. En la raíz de esta conciencia está presente la ley de la renuncia personal. En su crecimiento: la docilidad, la humildad y la oración. Cuando se da este instinto el instrumento libre no sólo no renuncia a su propia actividad, sino que, purificada, la acrecienta. Entonces el “movetur et movet, agitar et agit” convierte al instrumento libre en copartícipe y concausa de los mismos efectos que produce Dios.
III. LA INSTRUMENTAUDAD DE VIANNEY
Consideremos ahora la instrumentalidad de San Juan Vianney. No podemos prescindir del tiempo y del espacio, elegidos por Dios para encarnar esta gracia, verdadero carisma, en favor de la Iglesia, los sacerdotes y el mundo. El tiempo y el espacio perfilan mejor el carácter de la gracia.
El caos europeo es anterior a la Revolución Francesa. Pero ésta lo estabilizó. Tenemos hoy una adaptación psicológica y hasta espiritual para el caos y el desorden. Al menos estamos prevenidos. Entonces no fue así; casi de golpe salió Europa de sus viejos cauces quebrando el vendaval revolucionario todas las estructuras cristianas.
El siglo de las luces no cambia la suerte de Europa, pero la cubre por de fuera con cierto desorden de los espíritus. El tono del siglo lo da la ciencia. La palabra científica -escrita o hablada, libros y oratoria- tiene un valor mágico. Francia sigue siendo Europa pese a su quebranto económico y militar. Y Francia sigue dando el tono al mundo y al pensamiento de Occidente.El positivismo francés fermenta en el pensamiento general, de tal modo, que, incluso combatido, deja algo de su tóxico dentro de la misma Iglesia de Francia. La apologética, la oratoria, el púlpito de Notre-Dame padecen la sugestión de la ciencia. La Razón es la gran palabra. Es la palabra del momento. Insensiblemente penetra en el ámbito sacerdotal y, casi sin caerse en la cuenta, el Depósito de la Fe se va racionalizando en obsequio de la razón. Los valores estrictamente sobrenaturales quedan en la penumbra. Se acentúa el factor “hombre” en cuanto este hombre es un valor intelectual. Data de entonces el habitual recurso apologético de enumerar a los grandes sabios entre los creyentes.
Por factores históricos, vividos o padecidos -galicanismo, absolutismo, revolución, restauración-, latente la alianza entre el trono y el altar, en la subconciencia del clero francés se espera del Poder Civil la restauración espiritual de Francia. Por esto mismo, no se advierte la rapidez de la secularización y profanización de toda la vida humana. No se intuye que se aproxima la hora de la gran soledad de la Iglesia -culminante hoy- y que por lo tanto es urgente poner en pie los grandes valores sobrenaturales trabajando desde adentro al individuo. En cierto modo no se advierte que hay que comenzar de nuevo.Dios en cambio seguirá su estilo paradojal. El más pobre, el último estudiante de Teología en San Ireneo de Lyon, Párroco de la última Parroquia de Francia, convencido hasta la médula de ser el último sacerdote del mundo y, por añadidura, destrozado por la angustia de su propia salvación, será la respuesta de Dios y será el instrumento de su gracia misericordiosa para todo el mundo. Para reconducir el pensamiento humano a Dios y restituir la sociedad a la Iglesia, humanamente hablando hubieran parecido indispensables un Bernardo de Claraval, un Francisco de Asís u otro Tomás de Aquino. Para la Alta Edad Media esas gracias fueron concedidas en grandes vasos. El mundo mereció y hasta pudo producir esos tipos de valores.
Para el siglo de la autosuficiencia la gracia misericordiosa de Dios tiene que ser paradojal; mezclada con ironía divina. De este modo, las abrumadoras distancias entre el factor humano y los efectos divinos que produce advertirán al mundo católico, al mundo repaganizado, y sobre todo al mundo sacerdotal, cuál es e1 verdadero eje de la gracia y de la salud divina. Cada siglo tiene su pecado. O, mejor dicho, el pecado de cada siglo tiene su ropaje peculiar. También la gracia. Al pecado a veces lo protagoniza un hombre o una escuela. También a la gracia. Por El pecado del siglo XIX fue la autosuficiencia intelectual, la pseudo ciencia. La gracia misericordiosa de Dios será encarnada en un sacerdote que, además de no haber caído en el pecado del siglo, por su sola existencia es un escándalo para el mismo siglo y su pecado. Un día hasta sus hermanos sacerdotes se avergonzarán de él. El verdadero destinatario de esta gracia no es ni sólo ni primariamente el racionalismo y el positivismo francés. Ni mucho menos es Ars. El destinatario directo de esta gracia es todo el Cuerpo Místico y, con carácter de primacía, lo es todo el sacerdocio.Ningún Obispo de la Iglesia habría confiado a Vianney su Seminario. Dios, con todo, lo quiere rector, maestro y molde de infinitas generaciones sacerdotales. Hasta el final de los siglos no se hablará de teología sin Santo Tomás, de mística sin San Juan de la Cruz, de cuestiones sociales sin León XIII. Tampoco podrá hablarse de apostolado fecundo con medios pobres o en ambiente adverso, ni podrá hablarse de síntesis vivencial entre contemplación y acción, sin el Cura de Ars. Menos aún podrá hablarse de Parroquia sin hablar de él.
IV. DIOS ELIGE A UN DESPOJADO
El Cura de Ars ignora para qué lo precisa Dios. Si él llegara a intuir su misión personal dentro de la Iglesia, moriría de espanto. Si llegara a contemplar el futuro, habría enloquecido. Una misión teológica universal sobre sus hombros es algo absurdo.Es que Dios cuando quiere dar una lección al mundo -y en este caso al sacerdote- exagera los rasgos. Diríamos que intencionalmente exagera lo pobre que ha elegido. Más que nunca en estos casos sigue su invariable “confundere fortia et eligere inutilia”. San Juan Vianney es una extraordinaria lección de Dios. Nadie podrá negar, por demasiado evidente, los poquísimos dones humanos que posee y los ínfimos valores que rodean su vida parroquial.
Comparado con los Santos conocidos del siglo XIX ninguno corno San Juan Vianney está despojado de lo que hoy se llama personalidad relevante. Seminarista del último banco y de las últimas notas, ordenado sacerdote casi por compasión, sumergido de entrada en una vida y en un escenario aplastante, monótono y apto para la anquilosis y el enervamiento moral. Ni siquiera es un suburbio de París o de Lyon. Su parroquia de cuarenta años ininterrumpidos es Ars, población de 250 almas escasamente. Los carismas aparecen cuando ya él es el Santo. No dispone de un natural precozmente sobrenaturalizado; ciertos contornos defectuosos perduran muchos años en su conducta externa. No tiene esa gracia humana, esa distinción que otorga a la santidad una seducción inmediata. Sin prestancia física: su rostro fue comparado al de Voltaire. Una depreciación personal en sus actos y en su conducta lo acompaña siempre. Su pensamiento teológico es tan simple que no excede al de cualquier catecismo. Ignora la problemática pastoral de su edad en el conflicto entre la Fe y la Ciencia. Tampoco tiene el respaldo de un Instituto religioso que lo proteja y avale. El mismo Obispado -Lyon o Belley- no le puede prestar apoyo ni atención. Cuando Belley despierta, Ars ya es Ars. En su vida, y sobre todo en sus grandes horas, no aparece el Director espiritual o el libro denso que lo orienten. Es fácil que jamás se escriba un capítulo sobre sus grandes amistades, excepto las del cielo.
Vianney enfrenta solo, absoluta y heroicamente solo, su existencia providencial y asume también solo el misterio incógnito de su vida, sobrecargado por Dios con dos conflictos interiores: la incertidumbre de su salvación y de su vocación. Esta soledad en su existencia es dramática, pero es grandiosamente santa. Del lado personal de Vianney es quizá lo más grande de toda su historia. Y con grandiosa naturalidad la vive y resuelve los pesados problemas que le crea. Él ignora que esta soledad en el misterio de su vida responde al plan grandioso de Dios. Él es la respuesta de Dios a la necia vanidad de un siglo autosuficiente.
V. EL HOMBRE DEL DEBER Y LA HUMILDAD
Podríamos ahora preguntarnos qué puso de su parte San Juan Vianney para colaborar al plan de Dios sobre su pobre vida. Indudablemente Dios y él tejieron aunados la urdimbre de su existencia.Contestar a esta pregunta equivaldría a contar toda su historia. El principio esencial que lo domina todo es su dependencia de Dios. Conviene recordar que su cuna se mece con gritos de libertad; y él encarna la antítesis de esos gritos. Señalamos al comienzo que más que el don de sí mismo, enunciado en conceptos modernos, él vive el deber, la metafísica dependencia de Dios, y por esta vía llega al perfecto don de sí mismo.
Frente al querer divino jamás tuvo dificultad alguna; en todo caso, la dificultad estuvo en discernir ese querer. Sin embargo, antes de entrar en el drama de su vocación, quisiéramos señalar dos hilos conductores de su colaboración al plan de Dios sobre él.
El primero es su colaboración al complejo infuso de la gracia. En su tiempo, llamábase piedad al desarrollo de la vida interior, sin pretender identificar los términos. Esta piedad a toda prueba, como característica saliente, le valía el sacerdocio. Este hecho histórico es uno de sus mejores panegíricos.Todos los historiadores recalcan el envidiable realismo de Vianney gracias al cual fue siempre a la sustancia de las cosas. Y por eso siempre las cosas se le entregaron. Así fue al misterio infuso de la gracia. La arborescencia tanto dogmática, como moral y ascética, no condijo con su mentalidad sabiamente simple. Por obra de este realismo buscó y amó la verdad revelada en su máxima descarnación, tal cual aparece en labios de Jesucristo. Los principios motores son las paredes maestras de la Teología; paredes desnudas pero inconmovibles, y que en su desnudez revelan mejor su origen divino. Pudo por esto ir siempre a las conclusiones últimas sin perderse. Estudiados su vida, sus sermones y sus cartas, se deduce que él vivió una maravillosa Suma Teológica, unitaria y sapiencial: Dios, Jesucristo, la Santa Misa, el Espíritu Santo, su propio Sacerdocio; y, en paralelo permanente, el pecado del hombre y la escatología. En esta descarnación hubo un lado débil. Fibras de dulce ternura -infaltables en todo santo- para la Eucaristía y para María Santísima. Ambos misterios harán aflorar siempre, hasta en el viejo párroco, su candorosa alma infantil. Si descartáramos la vía experimental, la verdadera vía mística, sería imposible saber cómo conoció el dogma con tanta profundidad y pudo intuir tan seguramente las deducciones, Algún autor destaca el relieve que da en sus sermones a la acción del Espíritu Santo; valor dogmático y místico que llegaría a ser corrientemente subrayado sólo al final del siglo. Tanto en su vida como en sus actos Vianney es un hombre de una sola pieza. Su reciedumbre, su entrega total al deber nacen precisamente de esta Teología tan descarnada, pero alma vital de
su piedad única.
El segundo hilo conductor es su humildad. La humildad es el finísimo subsuelo de su personalidad.Descubre su nada y se desposa con ella formando los dos una sola carne, una sola vida, un solo espíritu. Es tan real este desposorio que parece superar al sublime desposorio entre Francisco de Asís y Madonna Povertá. La humildad se consubstancializa con él de tal modo que podrá decirse: no es humilde, es la humildad.Ha tomado su propia nada en las manos, y no la suelta ni siquiera en el umbral del cielo.Porque ha vivido en la verdad desde su infancia, es fácil que no le haya costado un gran esfuerzo poseer la humildad. Sus reacciones más instintivas -por lo tanto las más profundas y las más connaturales- son siempre de humildad. Por eso el alma de Vianney no aprehende su nada por vía reflexiva; la posee y experimenta como al mismo cuerpo que informa.Sobre esta humildad, sin riesgo alguno, Dios puede volcar sus mejores gracias. Los hechos extraordinarios le duelen y anonadan.
VI. EL DRAMA DEL CURA DE ARS
A través de sus cuarenta años de Parroquia un drama interior penetra en las raíces de su ser y de su existencia. No aparece como drama de vocación personal; pero lo es en sentido estricto.En su conciencia esta lucha no se concreta entre los dos términos clásicos: contemplación o acción, Trapa o Parroquia. La realidad de la contemplación, como cumbre del vivir cristiano, está muy lejos de su espíritu. Él tiene conciencia de abismo y no de cumbre.
Salvación o condenación
En los primeros años la lucha se traba entre los dos términos más absolutos: salvación o condenación. En los postreros, entre oración y trabajo pastoral.Quiere renunciar absolutamente a todo ministerio para ocultarse, llorar sus pecados y prepararse a bien morir. A estos sentimientos se mezclan una atracción profunda por la oración solitaria y una tentación sutil “sub specie boni”.Plantear este drama parecería negar la conciencia instrumental de San Juan Vianney. Es todo lo contrario.
El drama prueba todavía mejor cómo se entrega a Dios sacrificándole el interés más personal su salvación, y con éste el impulso tan fuerte por la oración solitaria. Al modo de un instrumento se deja actuar, contrariando sus mejores fuerzas, y volcándolas luego al querer divino.Dios, por su parte, promovió este drama para dar una lección a los hombres; al sacerdote sobre todo La vocación viene de Dios y no del hombre.San Juan Vianney quiere ser sacerdote y llega a serlo. Quiere salvar su alma y la de muchos otros. Pero ignora el pecado hasta que deba absolverlo. Desde entonces una percepción poco común, finísima, del misterio del pecado deja en él una trepidación constante por el único mal del hombre. Incide sobre él y se siente comprometido.Al mismo tiempo, Dios, Jesucristo, el Santo Sacrificio de la Misa, la oración larga de sus primeros años sacerdotales, producen en él esa imantación que todo lo divino produce en el alma pura, y le crea esa tensión de espíritu -absorción, necesidad de entrega absoluta- creciente a medida que va viviendo.El desenlace de todo drama espiritual válido se produce por saturación. Todo drama interior debe crecer hasta estallar. La cruz, con asomos de desesperación, es inevitable.
Incertidumbre, tentación...
Vianney pasa así sus mejores años de Párroco en perpleja incertidumbre. Muchas veces deja traslucir que sobrelleva penosamente la carga parroquial. A sus ojos la responsabilidad es tremenda.No siente un ideal apostólico sostenido por un temperamento afín. No se da en Vianney un desposorio con la vida apostólica. Y quien será luego modelo de Párrocos debe ser Párroco a pesar suyo. La pasión por las almas no reviste el carácter fogoso y conquistador de San Francisco Javier o de San Francisco de Sales. Sus ayunos, su excesiva penitencia corporal, responden menos a una concreta finalidad apostólica que a la expiación personal y al sojuzgamiento de la propia carne, dada su conciencia de hombre pecador.
En un hombre tan recto, tan obediente, tan familiar con los secretos de Dios, sorprende la insistencia en dejar la Parroquia, pese a la reluctancia de tres Obispos, y más aún, sorprenden sus famosas fugas. El término tentación, que utilizan sus hagiógrafos, es exacto. Pero no lo explica todo.El proceso de saturación llega a su término. Los intentos de fuga, rompiendo el equilibrio psicológico, lo restituyen reencontrando el espiritual. Los dos filos de su espada son la salvación y la necesidad de oración. Al sacrificar su propio impulso para seguir el de Dios, pierde su alma y la salva. Sacrifica la soledad de la oración, pero de la ignorada plenitud de su contemplación divina deriva una acción apostólica tan fecunda que Ars se convierte durante cuarenta años en una perenne alborada de resurrección.También en este drama Dios ha subrayado los factores para escribir una lección con grandes letras.
El misterio de la vocación
El sacerdote es instrumento, siempre instrumento en las manos de Dios. El sacerdote no puede prefabricarse su ideal, su misión, su vocación. Disfrazada de bien superior aparece en el umbral de la conciencia de Vianney la seducción de un camino propio, de una elección personal. Él debe ser tentado para que pueda ser lección. Es fácil confundir vocación con autovocación. Esta confusión lleva inexorablemente al fracaso, a la ruina de las mejores esperanzas. No es raro llamar vocación al gusto personal, olvidando que el gusto personal frecuentemente está imbricado en la falacia del amor propio.
La vocación viene de Dios. Es la idea eterna, el plan eterno de Dios sobre cada uno de sus hijos. Y cada uno de sus hijos es ideado en vistas al Cuerpo Místico y a la humanidad total.La vocación es personal, en cuanto nacida de Dios; es singular concreta, particular para cada ser humano. Cada hombre es llamado de la nada y enviado al mundo para cumplir una misión del Padre. Vocación y misión son, de hecho, lo mismo.La vocación es un misterio al que hay que dar respuesta. Descubrir para responder.Una vocación personal, nacida del hombre mismo, es antiteológica. Por desgracia es también frecuente.
El paradigma vocacional más perfecto nos lo ofrece María Santísima. Su vocación personal, su misión, es la Maternidad divina; y sin embargo la ignora. Antes de la Anunciación ni vislumbró siquiera su misión. Su misma Maternidad espiritual sobre los hombres -misión conjunta o vocación integral- tampoco le es conocida desde la Encarnación del Verbo. Sólo al pie de la cruz conocerá todo su misterio, su vocación y su misión personal. Entre tanto, y desde el primer instante de su ser, ha venido cumpliendo su misión, realizando su vocación personal.La vocación es la gran oportunidad que Dios da al hombre. Una vez realizada, constituye un capítulo único también de la Historia divina. Por lo mismo, la fe es la gran virtud en juego. La fidelidad al plan misterioso de Dios no puede concebirse sino en base a la fe. En ella nace, crece y se sostiene. La fidelidad es la floración de la fe. Es su remate.
El capítulo 11 de la Carta a los Hebreos es la apología de la fe concurrente con los grandes planes de Dios. Las sublimes figuras bíblicas -nuestros Padres- responden siempre en tinieblas a la vocación personal, al misterio del llamado. Todos ellos son probados en el fuego, dejados solos, oprimidos hasta por el mismo Dios. Cuanto más alta y trascendental es su misión, se les exige una fe más profunda y más dramática.
La misión teológica
San Juan Vianney tiene una misión teológica; no es común, es extraordinaria. Sapientemente Dios lo despoja, lo desnuda de todo, hasta de la mística parroquial de la seguridad del rumbo y de la meta.A Abraham se le exige sacrificar al hijo único. ¿Es acaso menos hijo el resguardo de la propia salvación, la necesidad de horas solitarias e íntimas con Dios?Dios le exige fe, renuncia, entrega. Tiende su mano a Dios y sigue el impulso y la dirección de la otra Mano. ¿Qué le importa saber su vocación? La conoce el Autor que es Dios, y él resuelve no preguntarle nada: sólo seguirlo.
La Parroquia es un pretexto divino, Ars es una ocasión providencial, su vida es el prólogo de su verdadera misión. Más allá de Ars, de Francia, del siglo XIX, le espera un mundo, y sobre todo un mundo sacerdotal.La temprana certeza de la vocación personal es una gracia; pero ignorarla es una gracia mayor. Cumplir la misión personal devorado por el fuego de un ideal conocido, es una gracia; pero cumplirla sin ese fuego es una gracia mayor. De este modo lo personal no aparece en escena. El hombre queda hundido, perdido en lo impersonal. Es decir: en Dios. Entonces sí puede su vida encarnar una misión teológica.
VII. ENCARNACIÓN DE LA MISTICA DEL INSTRUMENTO
Ser instrumento significa primariamente servir otros intereses y no los propios. Significa seguir el impulso ajeno, significa llevar la anuncia personal hasta sus últimas etapas.El hombre moderno, mitificado, prefiere la mediocridad del yo. Quiere ser actor.
La humildad verdadera es creadora porque, al mirarla, Dios vuelca en ella su poder; es lo que San Pablo no se cansa de repetir con los nombres de virtud, de energía, de fuerza, de riqueza. San Juan Vianney tuvo esa humildad. Y el poder de Dios hizo de él un arquetipo sacerdotal.
En la historia de los sacerdotes, desde San Pedro y San Pablo hasta Foucauld y Pío XII, pocos como él se han juzgado el último. Y pocos como él han pasado a primera línea. Quiso ser movido sólo por Dios. Depender de Él y dejarse actuar y mover por Él, secundando con todo su espíritu el primer soplo de la gracia. Con medios humanamente miserables -medios inherentes a él como al ambiente- escribe una extraordinaria lección de Teología, encarnando la mística del instrumento, sobre todo, al modo de Jesucristo, la mística de la instrumentalidad sacerdotal.
TORTOLO A. La sed de Dios, escritos espirituales. Editorial Claretiana. 1977. Pags. 189-202
EL SACERDOCIO ES EL AMOR DEL CORAZÓN DE JESÚS.
ResponderEliminarMañana y cada día los tendremos presente en nuestra oraciones querido padre.
Una vez leí que el Señor había entregado a su iglesia a este santo para manifestar una doble virtud:de su gracia en la nada de un hombre y de la nada de un hombre que se ha dejado actuar por la gracia.
Algo que solía decir este santo: "La humildad es para las virtudes lo que la cadena para el rosario, las une, las engarza. Quitad la cadena y todos los granos caen. Quitad la humildad y todas las virtudes desaparecerán"...
Hasta pronto padre y como usted dijo alguna vez pedimos al Señor que transustancie nuestra vida para Gloria de Dios PADRE. Unidos en oración y Eucaristía. N.F.
Hola Leandro!!! Cómo estás???
ResponderEliminarTe voy a dejar algo que escribí hoy acerca de la figura del sacerdote para que, si querés, publiques en tu blog...
El sacerdote, figura central de la vida del cristiano
El sacerdote, figura central de la vida del cristiano, como Cristo presente entre nosotros, eleva al Padre cada plegaria de sus hijos y hermanos en el mismo Dios. Sus oraciones al Padre figuran de manera completa y eficaz la oración en intimidad de Jesús con Él, “abbá pater” (cariñoso saludo de quien se encuentra en plena confianza y suma calidez y armonía con su padre).
Por el poder que proviene del Hijo del Hombre, el sacerdote posee el don del milagro en este mundo. Basta para ello una buena hidratación de la semilla innata de la fe. Ella realmente mueve montañas.
Animemos hoy a nuestros Cristos en el mundo a seguir con la diaria lucha contra la insignificancia de los tiempos.
Elevemos nosotros también al Cielo súplicas y acción de gracias por el hermoso don eterno del sacerdocio.
¡Gloria en el Cielo! ¡Paz en la Tierra!
Matías N. M.
Un fuerte abrazo amigo querido!
me gustaría conseguir los tonos de la cancion a la virgen del rosario. Podrias publicarlo
ResponderEliminarHey im new[url=http://www.bharatwaves.com/myspace/index.php?do=/public/user/name_James140/].[/url]
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