viernes, 20 de mayo de 2016

Homilía -nunca pronunciada- en una Primera Misa.




Mañana me toca predicar en la primera Misa solemne de uno de los nuevos curas de Paraná. Mientras preparaba, me acordé que hace unos años había armado una, que finalmente no debí decir.
La comparto porque me hizo bien recordarla. Bendiciones!


Celebramos hoy el don del Espíritu Santo. Además de darnos a su Hijo como Salvador, el Padre nos nos ha dado a la tercera persona de la Trinidad. En realidad, el Espíritu ya estaba actuando desde hace mucho tiempo en el mundo y en el ministerio de Jesús, desde su Encarnación a la Cruz. Jesús resucitado lo da a los Doce, unido al poder de perdonar pecados.
Pero es en Pentecostés que Jesús nos envía el Espíritu de modo pleno. Y entonces los apóstoles son arrebatados por el Espíritu, y llenos de valentía, comienzan a cumplir la misión de Jesús. La de ir por todo el mundo, predicando la palabra, santificando con los sacramentos y guiando al pueblo de Dios.
Hoy tenemos la gracia de asistir a la renovación de las maravillas de Dios. Porque el Padre sigue enviando su Espíritu, sigue ungiendo a los hombres para que cumplan la misión de Jesús. Y nosotros celebramos con alegría que ha elegido a otro hijo de nuestra comunidad, de esta parroquia San Isidro Labrador. Y con el poder de su Espíritu lo ha hecho sacerdote para siempre. Con el permiso de todos ustedes, a él quiero dirigir hoy mis palabras
Querido Ariel: permitime que hoy, cuando celebras tu primera Misa en tu pueblo, te dirija palabras que ya conocés.
Vos  también podés decir hoy, como Jesús al iniciar su misión: “el Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha consagrado por la unción” Esa Unción te ha renovado interiormente. No sos el mismo. Porque el Sacramento del Orden que has recibido te ha configurado con Jesús.
Esta cuestión es esencial. Recordá una y otra vez esa verdad. Porque muchos querrán confundirte con algo que no sos. El sacerdote no es un líder gremial, un manager; ni es el gerente de una sucursal de alguna multinacional. No sos un agente humanitario ni un asistente social. No sos un psicólogo, ni un consejero, ni un tipo macanudo. Tendrás que cumplir a veces esas funciones. Pero sos mucho más
Desde el jueves, con todo realismo, si alguien te preguntara, al verte revestido con tus ornamentos, “ qué sos, Quién sos” vos le podés responder: “yo soy sacerdote, yo soy Cristo”
¿Qué sos? Sos Cristo. Esa es tu identidad profunda, ese es el milagro que se operó en tu corazón en la ordenación. Y por eso se abre ahora para vos un camino de santidad nuevo: ser en tu vida concreta lo que ya sos esencialmente por la gracia del sacramento. Te decimos como a los antiguos: Sé lo que eres. Eres Cristo: Sé Cristo.
Tu ideal de santidad es obrar siempre in persona Christi: pensar como Jesús, hablar como Jesús, sentir como Jesús, entregarte como Jesús. Así serás realmente un instrumento, un sacramento de su presencia en el mundo. Así Jesús seguirá enseñando, santificando y pastoreando a su Iglesia por tu intermedio.
El jueves la Providencia quiso que pudiera estar muy cerquita tuyo , y pude observar nuevamente, con lujo de detalles el rito de ordenación. Me parece encontrar en varios de sus elementos como la clave de tu camino de santidad.
Durante el rito, es llamativo que el ordenando diga tan pocas palabras: Aquí estoy, sí quiero con la ayuda de Dios, sí prometo, Amén. Pocas palabras y mucho silencio. Esto ya es muy importante. Es cierto que como sacerdote tendrás que hablar, tendrás que proclamar la palabra con ocasión y sin ella, aunque encuentre oposición y levante la persecución. El mundo necesita más que nunca la Verdad del Evangelio: nunca la calles por temor o cobardía.
Pero no te olvides que sólo proclamarás la Palabra de Dios, sólo será Palabra que salva, si brota del silencio de la contemplación. La primera y más importante palabra la decís con tu ejemplo, con tu coherencia de vida. Tu sonrisa inalterable, tu mirada llena de serenidad, cariño y misericordia, valen más que mil homilías sin testimonio, que llegan a ser pura verborragia, derroche de sonidos vacíos.
Y no te olvides que una parte muy importante de tu ministerio es escuchar: escuchar a Dios en primer lugar, como el Siervo de Yahvé. Y estar a la escucha de los que te son confiados. Estar siempre disponible para escucharlos sobre todo cuando quieren confesar sus pecados. Escuchá con paciencia, con delicadeza. No caigas en esa enfermedad de nuestro tiempo, en que tantas veces caemos, de andar siempre acelerados, apurados. Detenete ante cada alma que necesite tu oído, dedicale tiempo y atención: también allí te estará hablando el Señor.
Todas las palabras que dijiste el jueves son de total disponibilidad para Dios y para la Iglesia. Son palabras que antes dijo el mismo Jesús, al entrar en este mundo y en la noche terrible de Getsemaní. “Aquí estoy. Amén”. Sin condiciones, sin cláusulas de rescisión. No le dijiste a Dios “si quiero, a condición de que…”. No te olvides de ellas. No le niegues nada a Dios, jamás. No dudes en ser generoso, caballeresco con Él. Tus padres te enseñaron con su ejemplo la generosidad: viví siempre así, sin “mirar para atrás”.
Y que ese “aquí estoy” sea también para las almas que te van a ser confiadas. Nunca te acostumbres a usar demasiado, salvo cuando sea inevitable, nuestra conocida excusa “no tengo tiempo, tengo que ver si puedo, tengo muchas cosas”. Cuando las almas te requieran realmente como sacerdote, tu actitud debe ser esa:“Aquí estoy”: las veinticuatro horas del día, los trescientos sesenta y cinco días del año. Tu sotana sólo será un signo sacerdotal si significa eso: disponibilidad para todos, siempre.
Otro momento impresionante de tu ordenación, fue cuando te postraste en tierra. El guionista nos aclaró “como signo de humildad”. Postrarse en tierra es reconocer que somos nada, y que Dios es todo. Que todo es gracia. Es aceptar nuestra pequeñez, nuestra miseria, nuestra infecundidad. Es el gesto que más expresa el anonadamiento de Jesús, y el tuyo propio. Es reconocer la grandeza, la omnipotencia y la majestad del Dios infinito. En esa actitud debe permanecer siempre tu corazón. No te olvides nunca de que recibiste el sacerdocio como un don que vino a llenar tu nada. Muchas veces vas a tener la tentación de sobresalir, de creerte más que los demás, de reclamar tus derechos y atribuciones, e incluso de dominar. No dejes nunca de estar postrado en tierra, no permitas que la soberbia envenene tu corazón. Porque sólo si sos humilde Dios va a obrar maravillas a través de tu sacerdocio.
Tirarse al suelo puede significar también la voluntad de hacerse camino. Como Jesús es Camino que lleva al Padre, vos tenés que hacerte camino para las almas. No te olvide aquella frase que nos repetía tanto monseñor Puiggari: “el sacerdote es un camino que se usa y se olvida”. No busques ser el centro. No sos fin, sino medio. No esperes reconocimientos, aplausos, no anheles ser importante: desea ser camino. Dejate pisar, dejate usar, para que los hombres lleguen al único importante, repitiendo con Juan el Bautista “es necesario que él crezca y yo disminuya”
Durante varios minutos durante la ordenación estuviste de rodillas. Este gesto tiene un doble significado. Estar de rodillas ante Dios significa estar en actitud de adoración. Para poder ser Jesús, tenés que ser totalmente de Jesús. Tenés que vivir para Él, en permanente actitud de ofrenda para la Gloria de Dios. Sólo Dios se merece tu vida. Por eso tu día tiene que comenzar y terminar siempre de rodillas ante el Sagrario. Ese es tu lugar. Esa es la mayor prioridad pastoral. Tu primer servicio a la Iglesia es dedicar largo tiempo a la Oración, a la Adoración Eucarística y a la celebración piadosa de la Liturgia de las horas. Sin este tiempo precioso, caerás inevitablemente en la idolatría del éxito, o en la tristeza del desaliento. Sin el Sagrario llegarás a ser un desconocido para vos mismo: habrás perdido tu centro.
Y no te olvides que en la misma noche en que Jesús instituyó el sacerdocio, se puso de rodillas y lavó los pies de los apóstoles. Ese Jesús inclinado ante la suciedad y la miseria de los suyos debe inspirar siempre tu servicio a la Iglesia. Las personas que tenés que servir no son perfectas, no están limpias. Pero no dudes de inclinarte hacia ellas, para purificarlas con la fuerza del amor. Ponete de rodillas sobre todo ante el que no tiene nada con qué devolverte: el pobre, el solitario, el enfermo, el extraviado. Así amarás gratuitamente, como Jesús.
Luego vinieron cuatro gestos de un gran significado eclesial: pusiste tus manos entre las del Obispo; luego recibiste la imposición de manos de parte de él, y luego de parte de los demás sacerdotes. Y luego también el saludo de la paz.
Dios te ha regalado el sacerdocio a través de la Iglesia. Una Iglesia con rostros y con manos concretas. Manos que te han comunicado la gracia y que te han recibido en un nuevo orden en la Iglesia. Acordate siempre que sos colaborador del Obispo, en cuyas manos pusiste las tuyas, y a cuyas decisiones has sometido, para siempre, tu voluntad. El Obispo es, según san Ignacio, ícono de Dios Padre. Al poner tus manos entre las suyas, renovaste el acto de confianza del Hijo encarnado a su Padre, y su obediencia hasta el fin. La obediencia de corazón es ardua, es difícil. Es quizá la mayor de las entregas que has hecho. Implica ofrecer tu propia libertad en sacrificio. Pero es fuente de fecundidad y de paz, cuando se vive como Jesús.
No te olvides que muchas manos sacerdotales se posaron sobre tu cabeza, y luego te abrazaron llenos de alegría. En los momentos de dificultad no te olvides de esas manos y esos brazos, que en cierto modo son para vos los brazos de Dios. No dejes de vivir con alegría y sinceridad la fraternidad sacramental.
Esas mismas manos que pusiste entre las del Obispo, fueron luego ungidas, consagradas. El Crisma que inundó tu frente en el Bautismo y la Confirmación, se derramó abundantemente, para que tus manos fueran las manos de Jesús. En ellas recibiste “la ofrenda del Pueblo Santo de Dios”, el Pan y el vino para la Eucaristía. Y recibiste como mandato “considera lo que realizas, e imita lo que conmemoras, y conforma tu vida con el misterio de la Cruz del Señor”.
Ariel: eres sacerdote sobre todo para celebrar la Eucaristía. Para que la Pascua de Jesús pueda llegar a todos los hombres, y renovar el mundo. En tus manos recibes los dones de la Creación y la ofreces para que vuelva al Padre; En tus manos recibes del Padre la carne de Jesús, que puede hacerse alimento de vida eterna para la Iglesia. “Considera lo que realizas”. No te acostumbres nunca a celebrar. Que nunca te salgan callos en esos dedos que tienen la gracia de tocar la carne del salvador. Como le pediste a María, hazlo siempre como si fuera la primera, la única y la última Misa. Celebra siempre la liturgia de la Iglesia, ama y respeta los ritos sagrados, y celébralos con unción y con piedad intensa. Recuerda que eres instrumento de Cristo, no protagonista. Solo de ese modo los hombres podrán darse cuenta de que es el mismo Dios el que ofreces con tus manos.
Imita lo que conmemoras, y conforma tu vida con el misterio de la Cruz del Señor” La Eucaristía es tu proyecto pastoral, la lógica de tus elecciones. Tu vida sacerdotal debe ser el despliegue de lo que celebres en el altar. Imitá la generosidad y el amor gratuito de Jesús, su amor hasta el fin. Y acordate que “amar es dar, amar es darse, amar es inmolarse”. Ofrecete al Pueblo de Dios como alimento. Esa es tu gloria y tu alegría.
Me falta solo el rito en el cual fuiste revestido con tus ornamentos sacerdotales.: la estola y la casulla. Cada día, cuando te coloques la estola sobre los hombros para confesar, ungir, bendecir o celebrar la Misa, recuerda que como buen Pastor tienes que buscar a la Oveja perdida, cargarla sobre tus hombros y llevarla de nuevo al rebaño. Que llevas sobre tus hombros el rebaño de Jesús “no a la fuerza, sino de buena gana”. Y cada vez que te coloques la casulla, pedile al Señor que te recubre así, todo entero, del amor, de la caridad pastoral. Que el amor hasta el fin, el amor que llega a dar la vida, sea siempre tu opción.
Sólo una cosa más: Jesús quiso que el día de tu ordenación, inmediatamente antes del rito, escucharas aquella palabra que nos llena de confianza: “hijo, aquí tienes a tu Madre” María está siempre junto a tu Cruz, estará a tu lado cada vez que celebres el sacrificio del Señor en la Eucaristía, y cada vez que tengas que conformar tu vida con el misterio de la Cruz, tanto por la entrega como por el sufrimiento. Recibila como el discípulo amado “entre tus cosas más preciadas”. Marianizá tu sacerdocio, hacé presente a María en cada acto de tu nministerio. Ella asegura tu fidelidad al plan de Dios y te hace dar fruto abundante, manteniéndote unida a la Vid.
Madre de los sacerdotes, Cuida al padre Ariel, desde el jueves uno de tus hijos predilectos. Concedele que sea muy fiel y feliz representando a tu Hijo. Amén.


No hay comentarios:

Publicar un comentario