PARTE I. INTRODUCCIÓN, HISTORIA Y LUGAR DE LA ANTROPOLOGÍA
Capítulo 1. Introducción: vida,
muerte, inmortalidad y eternidad.
La vida humana
es dual: la terrena y la ulterior. La primera está en función de la segunda.
Sólo en orden a la otra se entiende ésta, porque la vida del más allá no es
heterogénea respecto de la vida del más acá. La vida es para la Vida, pero la
puerta de entrada en la definitiva pasa inexorablemente por la muerte terrena.
Por eso hay que dar razón de la vida y de la muerte en orden a su fin.
Las
antropologías que sólo prestan atención a la primera fase de la vida, la más
breve, son reductivas. Como esta antropología no quiere quedar sesgada de
antemano, debe atender al ámbito de la máxima amplitud vital. Por eso, es
pertinente desde el inicio abrirse no sólo al sentido humano en la historicidad
de la vida presente, sino también al de la inmortalidad y eternidad. A estos
puntos se dedicará este Capítulo Primero.
· Noción de vida o alma
· Las dualidades de la vida humana
· La historicidad humana y las etapas de la vida
· El sentido de la vida
· Las privaciones de la vida
· El mal como privación de bien y como falseamiento
interior
· La muerte: ese pequeño detalle
· La inmortalidad
· La eternidad
Capítulo 2. La historia de la
antropología
La
antropología no se reduce a la historia de la antropología, a la narración de
las ideas humanas en torno al hombre; pero no debemos prescindir de esos
relatos, porque no partimos de cero en la consideración de lo humano. En
efecto, ya hay mucho trabajo realizado en esta dirección, y bastante fecundo.
Además, para los dados a encasillar un texto como éste dentro de una
determinada corriente de filosofía, para serles serviciales y ahorrarles
tiempo, es menester indicarles que este texto no sigue los parámetros de la
clásica filosofía del hombre o antropología filosófica, aunque no se opone a
ella. Tampoco sigue las orientaciones modernas del racionalismo, idealismo,
voluntarismo, etc. Y menos aún pretende secundar pautas contemporáneas tales
como la fenomenología, la hermenéutica, el existencialismo, la filosofía del
diálogo, el personalismo, etc., aunque nada tiene en contra de ninguno de esos
métodos. Entonces, ¿dónde clasificar este trabajo? Si no es mucho pedir, este
estudio no pretende ser otra cosa que esto: una propedéutica (caben otras
muchas y, de seguro, mejores) a la antropología trascendental, es decir, esa
que tiene como objetivo alcanzar a conocer la intimidad humana; por eso
describe todas las manifestaciones humanas (cuerpo, acciones, pensar, querer,
ética, sociedad, etc.) en orden a aquélla.
Ahora bien,
para comprender la novedad de esta antropología, la que estudia la intimidad
personal humana, es pertinente atender primero a los demás enfoques
antropológicos que se han dado en la historia, porque ésta conlleva un añadido
metódico y temático respecto de aquéllas. Con todo, recuérdese, que este
trabajo es una introducción a este tipo de antropología (desde varios puntos de
vista), no una exposición cabal de la misma, ni tampoco un nuevo desarrollo de
ella. Pasemos, pues, a la sucinta exposición de los diversos enfoques
antropológicos a lo largo de la historia del pensamiento occidental.
· Los primeros enfoques antropológicos
· La antropología grecorromana
· La antropología en el cristianismo
· La antropología en la Edad Media
· La antropología en la Baja Edad Media, en el
Humanismo y en el Renacimiento
· La antropología en la filosofía moderna
· La antropología en la filosofía contemporánea
· Últimas corrientes
· La recuperación de la persona y el descubrimiento de
su intimidad
Capítulo 3. Las diversas
antropologías
En el Capítulo
1 se ha atendido a una historia, la de la vida ordinaria humana terrena en sus
diversas etapas (álgidas y de crisis) y se ha aludido a la vida posthistórica.
En el Capítulo
2 se ha revisado otra historia: la de las ideas filosóficas en torno al hombre.
Se debería
dedicar otro capítulo a atender a una historia distinta, la de los precedentes
somáticos del cuerpo humano, es decir al problema de la evolución. Pero para
evitar multiplicar datos y problemas, omitimos aquí este estudio. Con ello ya
tenemos cierta visión diacrónica del hombre (aunque no es completa), y hemos
dado también razón (en cierto modo), del pasado. Sin embargo, el pasado es
inferior al presente, es decir, a la presencia mental, porque como hemos
llevado a cabo en las lecciones anteriores desde esa presencia hemos articulado
y estudiado el pasado. Por tanto, tras lo que precede sería pertinente un
estudio sincrónico del ser humano. Con todo, el presente es inferior al futuro.
De modo que tras una visión sincrónica del hombre habría que estudiarlo en
orden a su fin, destino o futuro histórico y, sobre todo, posthistórico.
En el Capítulo
2 se ha señalado que este trabajo se puede contextualizar como una aproximación
a la antropología trascendental. Pero para distinguir el marco en el que ésta
opera de otros modos de saber acerca de lo humano, debe saberse en qué consiste
dicha antropología, y en qué se distingue de esos otros saberes humanísticos y
de otros enfoques antropológicos. De esto viene a dar razón el presente
Capítulo. Como es obvio, son múltiples los estudios sobre el hombre.
Atenderemos a
continuación a algunos de ellos, tal vez a los más representativos. Pero si
como se ha dicho el pasado es inferior al presente y éste al futuro, debe
tenerse en cuenta que se podrá distinguir jerárquicamente entre los diversos
saberes sobre el hombre en la medida en que se atengan más a una dimensión u
otra del tiempo. De manera que serán menos explicativos de lo humano los que
más atiendan al su pasado, y más profundos los que describan al hombre en
función de su futuro último. De la misma manera, se podrá proceder para dirimir
entre la mayor o menor envergadura de los diversos enfoques antropológicos . De
los más singulares de éstos se intentará dar cuenta en la mayor parte de
epígrafes de este Capítulo. De los otros saberes humanísticos, en los 2
iniciales. Pasemos a su consideración.
·Diversos
saberes que estudian al hombre
·Historia,
Humanidades, Educación, Literatura, etc
·Algunas
perspectivas filosóficas
·La
antropología cultural
·La
Ética
·La
antropología filosófica
·Teoría
del conocimiento, sindéresis y habito de sabiduría
·La
antropología trascendental
·La
antropología sobrenatural
Capítulo 1. Introducción: vida, muerte, inmortalidad
y eternidad
1.1. Noción de vida o
alma
Nuestra época
(y no sólo en el ámbito de la filosofía) alberga una actitud de recelo respecto
de la noción de alma. A mucha gente la inclusión de este término en un libro o
en una conversación le parece la injerencia de un elemento extraño en el mundo
de los conceptos frecuentes. Por eso es pertinente atender primero a una
aclaración terminológica: alma es sinónimo de vida. De modo que para los que
dudan acerca de si el alma existe o no, tal vez les baste reparar en si están
vivos.
Es tesis
clásica que el alma es el principio vital de los seres vivos. La vida de cada
ser vivo es lo que activa o vivifica todas las operaciones (ver, oír, imaginar,
etc.) a través de las que ese ser se manifiesta. No es, por tanto, cualquiera
de dichas operaciones ni la suma de ellas, sino su fuente. El alma es lo que
constituye a un organismo. Para los pensadores griegos y medievales el alma era
el primer principio del cuerpo vivo; el origen de vida de los seres vivos .
Según esta descripción, el alma no es, pues, una imaginación o una idea, ni
tampoco una realidad que exista separada no se sabe dónde y que después se
superponga al cuerpo como por ensalmo. No; es esa realidad interna que vivifica
al cuerpo. El cuerpo vivo lo es gracias a ese principio que lo vivifica. La
vida no es nada material, pues no es propiedad del cuerpo. Un cuerpo no está
vivo por el hecho de ser cuerpo, puesto que caben cuerpos muertos. Sin embargo,
al morir, al abandonarlo la vida, el cuerpo deja de ser orgánicamente cuerpo y
se transforma rápidamente en materia inerte.
Se podría
encarar el tema de la vida desde muchas perspectivas, por ejemplo, la
biológica, la del sentido común de la gente, etc. Ahora bien, desde esos
ángulos sólo atenderíamos al sentido orgánico de nuestra corporeidad, a las
acciones humanas, etc. Pero es claro que la vida humana no se reduce a un
complejo sistema de células o de actividades. De modo de que para hacerse cargo
de modo íntegro de la vida humana el método natural más viable a pesar de los
recelos a ella es la filosofía, porque únicamente en esta disciplina el
existente que la ejerce está enteramente comprometido. En efecto, la vida no se
reduce ni a una parte del cuerpo ni a la totalidad armónica de sus células, ni
a las actividades del viviente, etc. De manera que con unos enfoques
biologicistas, conductistas, etc., no se podría conocer la realidad de la vida humana.
En efecto, el alma humana (también la animal) es incognoscible por medio de
cualquier técnica instrumental, como tampoco la alcanza cualquier enfoque
humano que use como método, por ejemplo, la observación (psicología,
sociología, etc.), métodos en los que ni el investigador y el investigado
coinciden, ni comparecen completamente. Por tanto, resulta pertinente preguntar
filosóficamente ¿qué sea la vida humana?
Sin embargo,
como la vida humana admite muchos niveles que se aúnan entre sí formando
parejas a las que podemos llamar dualidades, de entre las cuales la más básica
es aquella conformada por la vida natural y la vida personal, los filósofos
para explicar la vida humana se fijan de ordinario en el miembro inferior de
esa dualidad. No será en exclusiva nuestro propósito. Tampoco el de descuidar
esa vertiente somática humana. Atenderemos a lo corpóreo humano en la IIª Parte
de este Curso, a lo personal o íntimo que no es corpóreo en la IVª Parte, y del
enlace entre ambas en la IIIª Parte. Para explicar la vida que vivifica lo
corpóreo podemos tomar como testimonio autorizado el de Aristóteles. A la
pregunta sobre qué sea esa vida (y no específicamente la humana), la respuesta
filosófica del Estagirita alude a un "movimiento" distinto de todos
los demás. Se trata, según él, de un movimiento interno, unitario y regulado.
Explicitemos las partes de esta tesis, también porque se pueden predicar
adecuadamente de la vida humana.
Primero: la
vida es un "movimiento" interno, es decir, desde dentro. La vida
natural es automovimiento intrínseco. ¿Por qué entrecomillamos
"movimiento"? Porque, en rigor, la vida es un movimiento muy
especial, no como el de las demás realidades inertes que se mueven (i.e., el de
los electrones, el de una máquina, el de un planeta, una galaxia, etc.), sino
justo la diferencia pura respecto de esos movimientos, a saber, en palabras
clásicas, un acto. Lo propio de los movimientos de los seres inertes es que son
extrínsecos a ellos, no nacidos desde sí. En cambio, lo propio del movimiento
vital es que es intrínseco (por ejemplo, el movimiento del automóvil no nace de
él sino del combustible, que es extrínseco a las piezas que conforman la
mecánica del vehículo; en cambio, el movimiento vital de una ameba es suyo). Si
lo característico de la vida es el desde dentro, el fin de la vida no puede
estar fuera de ella, sino que debe ser interior (así, el fin del movimiento de
un cohete no es él mismo cohete, sino, por ejemplo, llegar a la Luna; en
cambio, el fin de los movimientos de un caracol es el propio caracol). Que el
fin del moverse de los seres vivientes esté en ellos indica que su fin es
vivir; más aún, alcanzar más vida. Vivir es más que no tener vida; es una
perfección, y como existen grados de vida, existen distintos grados de
perfección. Por ello, el fin, el anhelo, de la vida no puede ser sólo vivir,
sino vivir mejor, ser más vida, lograr una vida más perfecta. La vida, por
tanto, está proyectada hacia el futuro, y en orden a él busca el crecimiento.
La vida indica cierta interioridad, y también cierta apertura (apertura indica
libertad). La una es correlativa de la otra. A más intimidad más apertura.
Segundo: la
vida es un movimiento unitario. La unidad del ser vivo indica que existe un
único principio unificador que es precisamente la vida del vivo. La unidad de
las partes es referida al principio vital. La vida es automovimiento unitario.
Sin unidad no hay vida, y los grados de vida son tanto más altos cuanto más
integrados están. Por ejemplo, la vida de un animal integra mucho más sus
órganos que la de un vegetal sus funciones vegetativas (hay vegetales de los
que podemos escindir un esqueje y plantarlo por separado dando lugar a una
planta distinta; esta operación es imposible con los animales). El hombre que
aúna sus apetitos a su razón está más vivo que el que no lo logra; el que posee
unidad de vida está mucho más vivo que el de doble o triple personalidad; el
que es más sociable con los demás es vitalmente más pujante que el que se
aparta o disgrega de la convivencia, porque adquiere virtudes, que son formas
muy altas de vida; por eso la familia, y no el individuo, es la célula básica
social. Con otros ejemplos: una universidad tiene más vida (es más
“universidad” y menos “pluridiversidad”) si es un proyecto común
interdisciplinar gestado en torno a la búsqueda de la verdad; una sociedad es
mejor cuanto más aunada está (como veremos en el Capítulo 9, lo que aúna a la
sociedad es la ética). Dios es la misma unidad vital simple: la Identidad. La
unidad es síntoma vital, pues lo contrario de la vida, la muerte, es la
disgregación, la separación.
Tercero: la
vida es un movimiento regulado. La unidad implica orden interno, compatibilidad
de todas las partes entre sí. Sólo se ordena lo distinto, y lo distinto lo es
según jerarquía. Ese orden se da, pues, por la subordinación de las partes
inferiores a las superiores de las que dependen, y de todas respecto de un
mismo principio. ¿Cuál? La vida. La vida es la que unifica y regula. Regular es
ordenar aquello que se vivifica. La regularidad interna del vivo muestra
asimismo la inmaterialidad. Las diversas partes vivificadas pueden ser
sensibles u orgánicas, pero el principio vivificador es más que orgánico,
inmaterial, aunque en los vegetales y animales no se pueda dar al margen de los
componentes biofísicos. A más vida, más orden. Los diversos sistemas de un
animal superior están mucho más ordenados que los de los animales inferiores, y
las funciones de éstos mucho más que las de los vegetales. En el cuerpo humano
el orden es espléndido, pero como la vida humana no se reduce a su vida
corpórea, es obvio que admite ordenes diversos al meramente biológico o
sensitivo.
A más
inmanencia, más vida. A más unidad, más vida. A más regularidad más vida. Los
grados de vida se distinguen según los grados de inmanencia, unidad y
regularidad u orden. De menos a más éstos son: la vida vegetativa, la sensitiva
y la que de ordinario se llama intelectiva para referirse con ello a la vida
humana. No obstante, la humana tampoco es la vida culminar, pues es claro que
no carece de límites ontológicos. La vida no es, pues, "democrática"
sino netamente jerárquica. La vida es real, y lo real se distingue entre sí en
que una realidad vital es superior a otra. Negar la jerarquía en este ámbito es
síntoma de decadencia. Es muy bueno, por tanto, plantar un árbol. Mejor aún,
cuidar de los animales. Superior, engendrar un hijo. Más excelente todavía es
ayudar a que ese hijo crezca en el saber y en la virtud (es decir, que
desarrolle su inteligencia con hábitos y su voluntad con virtudes), pues éstas
perfecciones son el crecimiento vital que él añade al estado nativo de esas
potencias. Óptimo aún es ser elevado como persona, es decir aceptar la vida
superior que Dios nos dé.
La vida
natural humana es el vivificar del alma al cuerpo, y lo vivifica temporalmente,
pues su tarea termina (de momento) con la muerte. La vida natural humana aúna
la vida vegetativa de nuestras células y la vida sensitiva de nuestros órganos.
La vida personal humana, en cambio, es la vida espiritual, la de cada persona
humana que dispone de todas aquellas funciones y facultades de la vida natural.
Como veremos, esta vida personal no vivifica directamente al cuerpo y a las
diversas potencias, y perdura tras la muerte. Advertir eso será dar el paso de
la vida biológica (la vegetativa y sensible) a la vida espiritual. Además, como
también se tendrá ocasión de exponer, la vida personal de cada quién activa la
vida intelectual de nuestras potencias superiores inmateriales (inteligencia y
voluntad), vida a la que suele llamarse intelectual, voluntaria, psicológica,
etc., y que, aunque vinculada a la vida natural, no depende de ella para su
crecimiento.
A la vida
natural se puede llamar vida recibida, pues la biología que conforma nuestra
corporeidad la hemos recibido de nuestros padres; es nuestra dotación genética.
En cambio, a la vida que cada persona humana añade sobre la vida natural
recibida, y también sobre las potencias espirituales, la podemos denominar vida
añadida. La primera, la vida recibida, es el compuesto somático, celular, que
recibimos de nuestros progenitores por generación. En efecto, de ellos
recibimos el cuerpo, no la persona que cada uno es, pues ellos no son ni
inventores, ni siquiera conocedores de qué persona somos. Más bien su cometido
es aceptar que seamos la persona que somos y estamos llamados a ser. La persona
humana no es tampoco una autocreación de sí misma ni de la cultura o historia.
Una persona humana es un don personal otorgado por alguna persona capaz de esa
donatio essendi. Otorgar el don que una persona humana es, como se verá más
adelante, es exclusivo de Dios. La segunda, la vida añadida, en cambio, es el
partido que nosotros, cada quién, sacamos de nuestras facultades, en especial
de las potencias superiores. Obviamente añadimos diversas formas de vida en
nuestras facultades con soporte orgánico (sentidos, apetitos, etc.), pero donde
más se capta la añadidura personal porque está abierta a la aceptación
irrestricta de crecimiento es en dichas facultades inmateriales (inteligencia y
voluntad). Quien les añade es la persona. Por eso, además de la vida recibida y
la añadida debe repararse en la vida personal, única garante de aquéllas.
La clave de la
vida natural es el crecimiento. Crecer también es el fin de la vida intelectual
y volitiva. La vida personal también es crecimiento, y por encima de ella,
elevación, pues Dios puede dar más vida personal que la que inicialmente nos ha
dado. En efecto, se puede aceptar ser más la persona que se está llamado a ser,
si ese más personal nos es concedido. Por eso, la vida personal también admite
una dualidad. Puede ser, o bien vida elevable, o bien vida elevada. La primera
es la apertura nativa de toda persona humana a su Creador, a quien debe su ser
personal. La segunda consiste en la aceptación del don divino mediante el cual
una persona humana, sin dejar de ser quien es, coexiste de un nuevo modo más
íntimo, estrecho y personal con Dios. La primera está en función de la segunda.
Ambas son propias de la presente situación humana. Por su parte, la vida
elevada está a expensas de culminación desde Dios, es decir, de coexistir de
tal manera con él que jamás se pueda dejar de hacerlo. Por eso, la vida
personal elevable se dualiza con la elevada, y ésta, a su vez, con la vida
eterna. Pero como la persona es libre, esas dualizaciones no son necesarias.
Lo nativo
radicalmente distinto entre los hombres es únicamente la persona, el cada
quién, la raíz de todas las perfecciones humanas, de todos los cambios y
matices. No hay dos personas iguales. No hay dos personas parecidas en cuanto a
lo nuclear de ellas. Si pudiéramos responder por la pregunta acerca del quién
es tal o cuál persona, no cabrían dos respuestas afines. Por eso, aunque quepan
definiciones de hombre, no es buena ninguna definición de persona, pues, en
rigor, requeriríamos una para cada quién. Con todo, en el último Tema de este
Curso se expondrán 4 rasgos que caracterizan a toda persona: coexistencia,
libertad, conocer y amar. Pero si bien estos radicales "describen" a
las personas, no las "definen". Además, esos 4 rasgos son distintos
en cada quién. Además, esta radicalidad personal distinta es el origen de
muchas distinciones en lo común a los hombres. Es, por ejemplo, la clave por la
cuál unos hombres desarrollan más que otros la inteligencia, o las virtudes o
vicios, o la imaginación, o cualquier otra facultad, o tal o cual cualidad
corpórea, etc., que constituye lo que hemos llamado vida añadida. Lo novedoso
de cada quién llena de matices en el transcurso de la vida a las
manifestaciones humanas de esas potencias que son comunes a todos los hombres.
Así, por ejemplo, es propio de los hombres hablar, si bien los tonos de la voz,
las expresiones y matices son peculiarísimos de cada quién. Hay biografías
semejantes, que algunos literatos como Plutarco, aprovecharon para escribir
libros con el título de Vidas paralelas.
Pero, en rigor, cada uno es cada uno, distinto, irrepetible, radicalmente
novedoso, sin precedente ninguno como persona, y sin consecuentes.
En suma: lo
común en los hombres es la naturaleza humana. Lo distinto, la persona.
Obviamente, la radical distinción entre personas es debida sólo a la realidad
personal, no a la naturaleza humana, tómese ésta en referencia a su corporeidad
o a otras características de su humanidad. Claramente no se da esa distinción
en los animales. En efecto, éstos no son radicalmente distintos entre sí,
porque ninguno añade una nota radical de más que salte por encima de las notas
que caracterizan a su especie. Por eso todo animal está subordinado o en
función de su especie. En cambio, lo peculiar de cada hombre no es propio de la
humanidad sino suyo personal, propio y, además distinto en cada quién, superior
a lo común humano. Por ello, el hombre no está en función de la especie humana,
porque ésta es inferior a cada persona. La verdad es justo la inversa: lo
propio de la humanidad está en función de cada persona humana. En efecto, cada
persona humana en vez de subordinarse a lo común o genérico de los hombres, lo
que hace es subordinar a sí misma lo propio de la naturaleza o especie humana
(ej. subordinamos la memoria sensible, que es propia del género humano, a
nuestros intereses personales, familiares, laborales, etc.).
Atendamos
ahora a una nueva dualidad en lo humano, no para complicar aún más las cosas
humanas, de por si bastante complejas, sino precisamente para intentar desvelar
la compleja dualidad humana. Se trata de la que media entre el acto de ser y la
esencia humana. El acto de ser equivale a la persona que se es y se será. En
cambio, la esencia humana, que no es la naturaleza humana aunque es la raíz de
los desarrollos de ésta, es inferior a la persona. Con palabras de la filosofía
moderna, se puede caracterizar la esencia humana como el término yo. El yo es
la fuente que activa progresivamente, y de un modo u otro, la inteligencia y la
voluntad, y a través de éstas modula de un modo u otro la naturaleza orgánica
humana. A esta realidad se denominaba alma en la filosofía clásica. En este
sentido el alma, el yo o la esencia (términos equivalentes) es el principio de
lo que vivifica, sea lo vivificado natural o intelectual. La esencia humana es
más perfecta, más acto, que la vida natural, pero menos que la vida personal.
Por eso al comparar el acto de ser humano con la esencia humana la distinción
debe ser mayor (más real) que entre el acto de ser y la naturaleza humana, pues
se da entre realidades más activas.
Una última
dualidad humana, tal vez la más importante, es la que media entre la vida
humana (natural, esencial, personal etc.) en la presente situación histórica y
la vida posthistórica. Es manifiesto que tanto en una como en otra caben modos
de vivir muy diversos, aunque todos ellos se pueden reducir a dos: vivir de
acuerdo con la persona que se es o lo contrario. A lo primero se puede llamar
vivir bien (feliz); a lo segundo, mal. Además, la vida buena de la presente
situación mantiene una afinidad muy marcada con la felicidad de la vida futura.
Por su parte, la buena vida de la vida terrena tampoco es heterogénea con la
infelicidad tras la muerte. Por su parte, en la historicidad de la vida
presente también se dan diversas dualidades, es decir, alternancias entre
épocas de esplendor y periodos de crisis, a las que aludiremos a continuación
en el epígrafe 3. En los siguientes del 4 al 6 abordaremos el sentido de la
vida buena y el de la buena vida o problema del mal. Y al final del Capítulo,
tras atender al problema de la muerte, se aludirá a la inmortalidad y vida post
mortem.
1.3.1. Las dualidades de la historicidad humana
En cuanto a la
vida natural humana, el hombre no es un ser meramente temporal, sino histórico,
aunque por ser personal tampoco se reduce a ser histórico. En su naturaleza no
es un ser exclusivamente biológico sino biográfico, aunque tampoco es
reductible a su biografía. El tiempo mide la vida de los seres inertes
inexorablemente. En los seres vivos se observa, en cambio, una tendencia a
vencer el tiempo. En efecto, si lo distintivo de los seres vivos es el
crecimiento, el ser vivo no pierde el tiempo mientras crece, pues aprovecha el
tiempo a su favor. En efecto, le va bien que haya tiempo porque éste le permite
crecer, desarrollarse. Los seres vivos vegetales y animales sólo crecen en la
medida en que ese crecimiento afecta a su organismo. Además, tal crecer termina
temporalmente (en unos antes, en otros después), y queda truncado
definitivamente con la muerte. De modo que, en rigor, tales seres no se pueden
liberar del tiempo.
Por el
contrario, en el hombre el crecimiento corporal no es el único modo posible de
crecer. Obviamente el ser humano crece corpóreamente, pero hay crecimiento
también interno, y sólo para quien crece por dentro el tiempo no ha corrido en
balde. Es claro que el hombre no se limita a conducirse de un determinado modo,
como los animales, sino que con su inteligencia se comporta libremente a lo
largo del tiempo, y con ello mejora. Ese tiempo humano es, pues, biográfico.
¿Qué significado tiene ese comportamiento? Que la vida de los hombres no está
determinada, sino abierta en la dirección que le quiera imprimir la libertad
personal de cada quién. Así se fragua la historia. La historia no es necesaria
(según un destino ciego, el azar, unas supuestas leyes dialécticas, etc.), sino
libre. Ésta consiste en el modo de estar del hombre en el tiempo, no en su modo
de ser. Al fraguar con libertad la historia, el hombre pasa por diversos
estadios de su vida natural, no de su vida personal.
A la persona
como persona no la mide el tiempo físico. Existen diversos tipos de tiempo: uno
es el físico y otro el del espíritu humano. El tiempo del espíritu es tan
distinto al tiempo físico que para quien sólo tenga en cuenta el tiempo que
mide las realidades corpóreas hay que decirle que la persona humana no es
tiempo sino que está en el tiempo. El hombre tiene tiempo, pero, en rigor, no
es tiempo. La persona como persona no es niña, joven, madura, etc. El hombre,
en cambio, sí. La persona tampoco envejece o muere. Lo que envejece y muere es
su naturaleza corpórea. Todos los hombres son personas, pero la edad no hace a
unos más personas que a otros. En caso contrario habría que admitir que es más
persona un viejo de 90 años que un niño de 9, lo cual es absurdo. Algo de eso
percibió Marcel cuando escribió que el ser del hombre no es su vida, pues puede
tomar distancia respecto de ella y evaluarla: “en el seno del recogimiento tomo
posición, o más exactamente, me pongo en situación de tomar posición frente a
mi vida, me retiro en cierto modo..., en esta retirada yo llevo conmigo lo que
soy y lo que quizá mi vida no es. Aquí aparece el intervalo entre mi ser y mi
vida”.
Pese a la
brevedad de la vida, se pueden distinguir, de ordinario, algunas etapas. Este
es el tiempo que mide a la corporalidad humana, aunque no es ni el único tiempo
humano ni el más destacado . En efecto, a pesar de no reducirse la persona
humana al tiempo, su naturaleza, según la va modulando el yo, pasa por una
serie de fases. Un célebre pensador del s. XX, Guardini, las explica en un
libro breve al que titula precisamente Las etapas de la vida. En él aparecen
descripciones muy acertadas acerca de las diversas fases por las que transcurre
la vida biográfica de la mayor parte de los hombres. Distingue los diversos
periodos por los que atraviesa la vida usual humana (al margen de las variantes
propias de cada persona), oscilando esas fases entre épocas de esplendor y
otras de crisis. Se puede ofrecer el elenco que aparece en el Apéndice nº 2. A
continuación se pasa a la enumeración de ellas según un cuadro esquemático.
Para su descripción se puede acudir a la citada obra de Guardini.
LAS DUALIDADES USUALES DE LA
VIDA BIOGRÁFICA HUMANA
PERIODOS
ÁLGIDOS |
EDAD |
PERIODOS
DE CRISIS |
EDAD |
La
vida en el seno materno |
09
meses |
Crisis
del nacimiento |
Tras 9 meses |
La
vida de infancia |
1-12
años |
La
adolescencia |
13-15
años |
La
juventud |
16-25
años |
Crisis
de la experiencia |
26-30
años |
La
mayoría de edad |
31-39
años |
Experiencia
de los límites |
40
años |
Aprender
de los límites |
41-50
años |
La
dejación |
51-60
años |
La
época del saber |
61-70
años |
La
ancianidad |
70
años |
La
espera senil |
71-80
años |
La
muerte |
Tras
los 80 |
Aunque se
espera que se entienda mejor más adelante, en una somera respuesta se puede
decir que el sentido de la vida natural recibida lo vamos descubriendo
progresivamente, porque esa realidad está en nuestras manos, a nuestra
disposición. Así, descubrimos el sentido de nuestro cuerpo, el de las funciones
y facultades corpóreas, etc., aunque también es verdad que el sentido corporal
completo no lo alcanzamos nunca y, además, hay asuntos que afectan notablemente
a ese tipo de vida que parecen no tener sentido, o por lo menos, en los que es
muy difícil descubrirlo: la enfermedad, el dolor, la muerte. Por su parte, el
sentido de la vida añadida se lo damos enteramente nosotros, cada uno, a
nuestras facultades, especialmente a las superiores (inteligencia y voluntad),
y a través de ellas, al resto de nuestra naturaleza humana. Así, uno dota de
ciertos conocimientos a su inteligencia restándole otros, y dota de ciertos
quereres a su voluntad quitándole otros; a su vez, dota de ciertos desarrollos
a sus sentidos, apetitos, a su comportamiento, a su corporeidad, etc.
El sentido de
la vida personal es más difícil de alcanzar que los precedentes, porque nuestro
ser ni está a nuestra disposición (como lo corporal), ni su sentido se lo
otorgamos nosotros (como a nuestras facultades superiores e inferiores), sino
que nos viene ofrecido como proyecto, es decir, otorgado, aunque abierto a ser
lo que todavía no ha llegado a ser. La clave de este último sentido, que es el
que más importa (y del que dependen los demás), es saber si lo alcanzaremos
definitivamente en la vida futura, ya que aquí nunca lo alcanzamos enteramente.
Si no se alcanzara, bien porque no existiera una vida futura, bien porque, en
caso de existir, no lográsemos alcanzarla, nuestra vida presente sería carente
de sentido completo. Ahora bien, si ese sentido completo se puede lograr, es
claro que no parece estar enteramente en nuestras manos conseguirlo. Por tanto,
¿no será sensato pedir ayuda a quien lo pueda otorgar?, ¿y ese quién no será
acaso Dios? Según esto, si queremos saber nuestra verdad completa, aceptaremos
libre y definitivamente que Dios nos ilumine de modo colmado. Evidentemente,
nadie está obligado necesariamente a pedir tal ayuda, puesto que este es un
asunto libre; más aún, es esa única realidad respecto de la cual podemos
emplear enteramente nuestra libertad.
Es evidente
que el tiempo afecta a la corporeidad humana, pues desgasta nuestro organismo,
nuestras fuerzas y, además, lo destruye con la muerte. No obstante, la corporal
no es la única manera de crecer para el hombre, y tampoco la más elevada. De
modo que si se crece "por dentro", es decir, en humanidad, el hombre
saca provecho del tiempo de su vida. En caso contrario, se le escapa el tiempo
irreversiblemente como el agua entre las manos. Además, ¿es que el hombre
solamente puede "crecer" en humanidad, es decir, en aquello que es
común al genero humano? Se ha indicado que por encima de lo humano de los
hombres, que forma parte de aquello de que se dispone, existe la persona
humana. ¿Acaso se puede "crecer" como persona?, ¿por casualidad eso
está en nuestras manos? Si la persona humana puede "crecer" como tal,
pues es crecimiento, pero por encima de ese crecimiento está la elevación
divina. La persona humana es perfecta de entrada. Si no lo fuera, de esa
deficiencia habría que culparle al Creador. Pero Dios no crea a las personas de
tal modo que no las pueda elevar, dotarlas de mayor perfección. Entonces, ¿de
qué "crecimiento" se puede tratar? A nivel de la persona humana, más
que de "crecimiento" hay que hablar como se ha indicado de "elevación".
De ese modo, sin dejar de ser quién se es como tal o cuál persona (esto es, sin
perder el ser novedoso e irrepetible), al ser elevado progresivamente uno va
adquiriendo el nuevo modo de ser peculiar que estaba llamado a ser.
¿Quién eleva
la vida íntima de cada persona humana?, ¿los demás, la sociedad, el universo,
los amigos, la familia? No parece, pues todos esas realidades pueden ayudar a
perfeccionar, o también a entorpecer, diversas facetas de la vida natural
recibida humana, es decir, de la naturaleza humana, pero no perfeccionan o
entorpecen directamente a la vida añadida, ni tampoco a la vida personal como
tal. Es cada persona humana, en último término, la responsable de la perfección
de su vida añadida o, por el contrario, también de su envilecimiento. Y lo es
asimismo de la aceptación libre de la elevación, o por el contrario, del
rechazo no sólo de la elevación, sino también de la propia aceptación como tal
persona, lo cual conlleva el oscurecimiento o pérdida paulatina del sentido
personal . Ser responsable de aceptar la elevación, no quiere decir que la
elevación sea algo que se otorgue uno a sí mismo, porque esa tarea le
trasciende por completo a la persona humana, pues es claro que uno no es
superior a sí mismo. Por tanto, ¿de quién dependerá la elevación de tal persona
como persona?, ¿tal vez los demás son superiores a uno como tal persona?
Tampoco parece una respuesta adecuada. La naturaleza humana sólo se perfecciona
si la persona humana, que es superior a ésta, desea y trabaja en esa dirección.
La persona sólo puede incrementar lo inferior a ella. Respecto de sí misma, en
cambio, lo que se puede hacer es aceptar libremente nuevos dones, aunque
también, y lamentablemente, rechazarlos. Si la perfección de la naturaleza y
esencia humanas depende en último término de cada persona humana ¿de quién
depende la elevación de tal persona como persona? Es obvio que ese
encumbramiento no depende de tal persona ni de los demás hombres, porque nadie
es un invento suyo ni de los demás. Eso como veremos en su momento sólo lo
puede otorgar Dios, si libremente aceptamos ese don. Dios llama a cada quien a
sí, y eso es una llamada a la elevación, a la divinización, a vivir la vida
divina en la medida que Dios nos la ofrece y en la medida de nuestra libre
aceptación.
Sin embargo,
mientras se vive, el hombre todavía no ha llegado a ser quién está llamado a
ser. Ese llamamiento apunta al fin o norte de la vida. Por eso, el completo
sentido de la vida sólo se adquiere más allá de la presente vida. Pero se cobra
sólo si la vida, tanto la natural como la esencial y personal, se han encauzado
en orden a aquél fin. Si mientras transcurre la vida, ésta camina en esa
dirección, el sentido la acompaña. En caso contrario, si bien podemos dotar en
parte de sentido a nuestra naturaleza y al desarrollo de la misma, con todo,
nos alejamos del sentido personal.
La vida
biológica humana es susceptible de muchos ataques. Atentan contra ella el
aborto, la manipulación de embriones humanos, el homicidio, la eutanasia, el
suicidio, las guerras, los genocidios, las torturas, etc., en una palabra, la
violencia. Violencia es cualquier trato a la persona humana como si ésta no lo
fuera . Pero un trato despersonalizante sólo es propio de quien tampoco se
comprende a sí mismo de modo suficiente como persona, pues ya se ha indicado
persona significa apertura personal a otras personas. Por eso el violento se
incapacita a comprender el sentido de la persona humana, no sólo de la ajena,
sino de sí mismo. Tampoco comprende su acción violenta, sencillamente porque
cualquier acción mala es incomprensible. En efecto, una acción violenta es
carente de sentido, porque ni trasluce el sentido personal de quien la realiza,
ni se realiza en orden a la aceptación personal de otra persona (realidades
personalizantes de la acción), sino que es manifestación de la
despersonalización de quien la ejecuta, y al no subordinarse a personas sino a
lo inferior a la propia acción (dinero, placer, poder, fama, etc.) pierde
sentido humano.
Cualquier
sentido no personal (ideales políticos, militares, económicos, de bienestar,
cósmicos, etc.) es inferior al sentido de una persona humana, porque una
persona tiene más densidad real que aquellas realidades. Violentar o matar la
vida natural de una persona por defender otros intereses es perder el mayor
sentido posible por adherirse a otro mediocre; en el fondo, se trata de un mal
negocio debido una falta de claridad mental, una ignorancia personal más o
menos culpable. No se trata sólo de que quien hace el mal, aborrezca la
claridad, la luz externa del día, sino que oscurece la transparencia de su
sentido personal interno y el de sus acciones. Especialmente graves son las
violencias a la persona humana en las etapas de su vida natural más delicadas.
De ese estilo son, por ejemplo, el aborto y la eutanasia. Por ello, tampoco la
bioética es un invento humano, sino una comprensión de la naturaleza humana en
sus estados más frágiles.
El aborto,
lacra social de los ss. XX y XXI, es matar la vida biológica de una persona aún
no nacida. Polo indica que es matar un proyecto . Que el hombre es hombre,
persona, en el seno materno, es claro, puesto que si no lo fuera en ese
momento, nunca llegaría a serlo. En efecto, es obvio que nadie da lo que no
tiene. Más evidente es aún que nadie será persona si no lo es de entrada. Lo
es, porque las manifestaciones que, pasado el tiempo, desarrollará (pensar,
querer, etc.) dependen del ser que se es. El acto precede siempre la potencia y
al desarrollo de ésta, y en este caso el acto es la persona. Sin embargo, a
pesar de que desde la concepción o fecundación se es persona, ni entonces, ni
al ver la luz la persona dispone de una perfecta humanidad en su esencia, como
tampoco la tendrá mientras viva, sencillamente porque ésta es siempre
susceptible de mejora. Con la persona que somos, perfeccionamos a lo largo de
la vida las cualidades humanas que tenemos. Ese es el proyecto en que consiste
la vida de cada quién de tal modo que un minuto antes de morir de viejos
tampoco dejamos de ser un proyecto humano y personal.
El hombre es
un ser de proyectos, porque él mismo es un proyecto como hombre. El hombre no
está clausurado nunca; nunca llegamos a ser completamente humanos. Por eso, la
formación no termina jamás. Además, mientras vivimos en la situación presente
nunca acabamos de ser la persona que estamos llamados a ser. Por ello, en
rigor, abortar es matar a un hombre en cualquier periodo de su vida. El hombre
nace abortado, porque biológicamente es inviable, deficiente; deficiencia que
no colmará ni biológica ni personalmente nunca. El hombre siempre nace y muere
prematuramente. Tratar mal orgánicamente, manipular las células que son
condición de viabilidad de una vida biológica humana (o usar para otros fines
las células de seres humanos con vida, pero con deficiencias, embriones
sobrantes congelados, deficientes mentales, etc.), es evidentemente violentar
la naturaleza biológica humana: una especie de neonazismo reciente.
El homicidio y
el suicidio también son muertes prematuras. Si el hombre, no sólo en el cuerpo
(sus células cambian periódicamente), sino también, y más aún, en su alma,
nunca es plenamente hombre, es decir, nunca está acabado como hombre, sino que
se está haciendo siempre, tan asesinato es interrumpir su crecimiento en el
seno materno (aborto) como en la niñez (infanticidio), en la madurez
(homicidio), o en la enfermedad grave o acusada vejez (eutanasia). Siempre se
le mata prematuramente. La muerte para el hombre, llamado a crecer, es siempre
prematura. Sin embargo, parece más grave matarlo tempranamente, porque se mata
un proyecto divino antes de que el hombre responda libremente aceptando o
rechazando, encauzando en una dirección u otra, tal proyecto.
De entre esas
violencias la eutanasia parece especialmente grave (también esencialmente
ignorante), pues se trata de causar la muerte, (menos mal que se procura sin
dolor…), a alguien que está enfermo física o psíquicamente o cuya vida le
aburre, pues los motivos pueden ser diversos, cuando en esa tesitura lo más
pertinente es recordar al paciente que el fin del hombre es vivir. Es sabido
que en la actualidad cualquier dolor de las más graves enfermedades terminales
puede ser erradicado o aliviado en gran medida por la medicina. Además, como se
ha experimentado, la eutanasia conlleva otros agravantes sociales: la pérdida
de confianza entre paciente y médico, la tergiversación del fin de la medicina,
la arbitrariedad de las leyes civiles al respecto y su libre aplicación, etc.,
lo cual manifiesta a las claras la despersonalización que conlleva ese error.
Conviene insistir en que todos estos atropellos derivan de la pérdida del
sentido de la vida, pues el fin de ésta no es la muerte, tesis absurda, sino la
Vida. Recuérdese: no se vive para morir, sino para vivir más.
El bien y el
ser coinciden en lo real, decían los medievales . En la filosofía medieval si
el mal se refería lo externo, se hablaba simplemente de carencia, privación de
bien. Si se refería al hombre, los moralistas distinguían entre dos tipos de
mal: a) el físico, esto es, una privación corpórea de algo debido a la
naturaleza humana (ej. la sordera, la cojera, etc.), y b) el moral, que afecta
a lo espiritual del hombre, y que puede presentar dos modalidades: 1) la
omisión de alguna acción debida a la naturaleza humana; y 2) la comisión de
acciones inapropiadas a lo que cabe esperar en el comportamiento humano, y por
ello, carentes de sentido humano. Los primeros males, las omisiones, se
calificaban, según algunos autores, de más graves, tal vez por aquello de que
la pereza es la madre de todos los vicios (y muchos la respetan como a la
madre…). En efecto, seguramente las omisiones son más graves porque conllevan
menos realidad que las comisiones. El mal moral lesiona más que el físico
porque hiere por dentro. Además, es también más doloroso; y como se verá lo es
tanto para el que lo comete como para el que lo padece, pues es propio de la
naturaleza humana, por ejemplo, dolerse más del desprecio y de la ingratitud de
las demás personas que del daño físico que podemos recibir de ellas.
A pesar de ser
verdad lo que precede, sin embargo, el mal en el hombre es algo mucho más
profundo y serio de lo que parece a primera vista. Si el mal está en la parte
corpórea de la naturaleza humana hablamos usualmente de dolor. El peor de ellos
es la muerte. Por otra parte, si el mal, dolor o carencia de realidad en el
hombre afecta a las facultades inmateriales, entonces podemos hablar de
falsedad. En efecto, el mal en esa parte se puede entender como el falseamiento
de las dos potencias superiores: la inteligencia y la voluntad. En la primera
tal falseamiento se suele llamar ignorancia, un mal agudo y abarcante; también
se habla de error, oscurecimiento, de cortedad de miras, etc. En la segunda, en
la voluntad, el falseamiento de la verdad de la voluntad adviene con lo que
tropicalmente se denomina flojera, cuando no se quiere lo que se debe querer.
La voluntad también tiene su verdad, que responde la índole natural de esta
potencia. Si se va contra ese modo de ser y contra su fin propio, aparece el falseamiento
de esta facultad. Ambos falseamientos, el de la inteligencia y el de la
voluntad, no son innatos, sino adquiridos libremente. Con ellos tales potencias
entran en una lamentable pérdida, en una privación de su capacidad; en una
pérdida de su sentido, pues se imposibilitan a cumplir el cometido para el que
están naturalmente diseñadas.
Por otra
parte, todavía cabe en el hombre un mal peor que los que afectan a sus
potencias más altas: aquél que se inserta en el mismo corazón humano, es decir,
el que inhiere en la persona. Y ese es el mal radical humano: el personal.
Consiste en no aceptarse como la persona que se es y que se está llamada a ser,
y consecuentemente, en no responder a tal proyecto. Este mal no se hereda, sino
que surge libremente del ser personal. Este defecto se compagina muy bien con
no aceptar a los demás y no responder personalmente a su aceptación. En efecto,
ese mal es correlativo de no aceptar a los demás como quienes son. Uno no es un
invento suyo y, en consecuencia, no debe creer que es como a uno le venga en
gana ser, ni tampoco debe destinarse a ser aquello que le apetezca. Debe, por
tanto, descubrir quién es, y para qué (quién) es. En caso contrario, la persona
pierde sentido personal, y de empeñarse tercamente en esa actitud, acaba al
final despersonalizándose, es decir, agostando definitivamente su sentido personal,
puesto que libremente no quiere asumir quien es.
Tanto en las
facultades superiores (inteligencia y voluntad) como en la persona, el mal
libremente aceptado no es nativo, sino que hay que provocarlo, y al llevarlo a
cabo se le abre la puerta. La raíz de todo mal humano es el personal. Si el mal
no estuviese antes en la intimidad humana, no podría manifestarse luego en la
inteligencia y en la voluntad, y a través de ellas en el resto de las
potencias, funciones y acciones humanas. Seguramente eso lo notó Nietzsche
cuando declaró que uno no puede despreciar a nadie a menos que uno se acepte a
sí mismo como quien desprecia. En efecto, para despreciar, uno tiene que
emplear su inteligencia, pues debe criticar, juzgar negativamente, y debe
emplear asimismo su voluntad, pues rechaza el bien real ajeno. Eso no lo podría
llevar a cabo si uno no dirigiera a esos extremos sus potencias. Si las encauza
por esos derroteros, es porque uno libremente quiere; es decir, uno no sólo se
pone personalmente al margen del despreciado, sino en contra de él. Ello indica
que se separa artificialmente de los demás, que asume la soledad. En
consecuencia, angosta su ser coexistencial. Otras cuestiones ahora pertinentes
se pueden formular como sigue: ¿cómo se forja el mal en las potencias
superiores de la naturaleza humana?, ¿cómo se admite en la persona, es decir,
cómo darle cabida en la intimidad humana?
El mal de la
inteligencia se adquiere juzgando de modo contrario a como son en la realidad
las cosas que esta potencia conoce y puede conocer. El mal de la voluntad se
adquiere no queriendo que tal o cual bien real que existe sea tal como es, de
tal o cual grado, sino de otra manera, mayor o menor bien, es decir, deseando
inventar otro orden de jerarquía en los bienes reales. Pero no; los bienes
reales están jerárquica y armónicamente ordenados según una escala hegemónica,
siendo así que la distinción entre ellos consiste en que unos son superiores a
los otros y, en consecuencia, los inferiores se deben supeditar a los
superiores, no a la inversa. Relegar esa escala real a una cuestión de gustos,
caprichos o manías, acarrea el falseamiento de la voluntad. En esa tesitura
quien pierde es el que comete estos atropellos, porque al falsear su voluntad
(al igual que al admitir la falsedad en su inteligencia) el mal queda en su
facultad, y eso es un más grave que el que se provoca externamente con unas
acciones carentes de sentido cometidas sobre diversas realidades.
En el fondo,
los precedentes “inventos” buscan un orden de realidad distinto al existente en
el mundo y en la naturaleza humana. Pero como quién ha establecido este orden
no es el hombre, mirados a fondo esos males suponen una pérdida del sentido
cósmico y una deshumanización. Si se admite que tales órdenes dependen de Dios,
intentar conculcarlos es decirle implícitamente a Dios que la realidad por él
creada y su orden no son buenos; que no nos gusta en absoluto que lo creado
dependa de Dios en vez de depender de nosotros. En rigor, es la osadía de
decirle a Dios que ha creado mal o deficitariamente, y que, en consecuencia,
que es un “dios” torpe; y es la temeridad de creer que nosotros somos capaces
de inventar otros órdenes de dependencia (en el fondo, de independencia) que se
presumen mejores según el propio criterio . Por eso Tomás de Aquino indica que
ese defecto en los primeros que lo cometieron fue un pecado de ciencia , en el
sentido que éstos trastocaron su modo natural de conocer el mundo. Por su parte,
Polo añade que no sólo se trata de un falseamiento de la inteligencia, sino
también de la voluntad . Pero a ello hay que añadir que no hay mal que afecte a
las potencias de la esencia humana si ese mal no radica previamente en el acto
de ser personal.
En rigor, la
tesis que se defiende es ésta: el mal no lo puede conocer el hombre. Es un
misterio (mysterium iniquitatis, el misterio de la iniquidad, lo llama la
doctrina católica), porque es sencillamente ausencia de conocer, ignorancia en
la inteligencia, y por encima de ella, ignorancia en el saber personal. Se
trata como mínimo diría un clásico de una ausencia de sabiduría, aunque parece
incluso más: ausencia de ser cognoscente, es decir, de ser personal, porque si
no soy yo el que conozco, no soy responsable, no soy persona. La persona es
(como veremos en el Tema 12) un conocer personal. Ignorancia en ese nivel es
como se ha adelantado renunciar a ser la persona que se es y se será.
De lo que
precede se advierte que la persona humana que uno es sólo se conoce de modo
pleno en coexistencia con Dios, porque como persona nadie es un producto de sus
manos, ni de sus padres, ni de la sociedad, etc. No verse a sí mismo en
correlación personal con Dios es admitir la ignorancia en la intimidad . Esa
ignorancia de Dios lleva a considerarse cada quien como un fundamento
independiente y aislado, lo cual resquebraja a su vez la coexistencia con las
demás personas. Clásicamente esa actitud se describe como soberbia (a los de
Bilbao se les puede permitir cierta dosis de "sana" soberbia...).
Chistes al margen, quien cae en ese lazo cede a la sugestión, concluye la
Sagrada Escritura, del “seréis como dioses” , sentencia que no sólo falsea la
índole personal humana, sino también la divina, porque Dios no es
"unipersonal", sino familia.
El para de la
del hombre es la vida; la muerte, su a través. La muerte no es natural, sino
“naturalmente lo más horrible para la naturaleza humana” . Por eso, la
naturaleza humana teme por naturaleza la muerte; no la persona. También por
ello, los hombres que están más pendientes de su naturaleza que de su persona
la temen. En cambio, los que se saben más persona que naturaleza, sin dejar de
sobrecogerse en su naturaleza, se sobreponen a ella. Por desgracia hoy no son
pocos los que la temen, lo cual indica una generalizada pérdida del sentido
personal. Sin embargo, a veces el temerla es bueno, porque impulsa a corregir
errores prácticos cometidos en la vida. Pese a eso, quien la teme todavía no
sabe amar (amar, más que natural, es personal), y ese temor es también señal
neta de que se está falto de esperanza (esperar es, asimismo, personal). La
esperanza en el tiempo y en el más allá de él es distintiva del hombre, como
apreció Pieper. Para éste pensador alemán la muerte supone el “último no” . Con
todo, hay que precisar que la muerte sólo es el último no para la naturaleza
humana, no para la esencia humana ni para la persona, pues ni la persona ni su
esencia mueren. Es más, desde ellas la muerte se puede vivir, aceptar y
transformar en más vida esencial y personal.
El modelo
monodual reductivo de esa tesis (hilemórfico se llama) juega malas tretas
cuando se aplica estrictamente a la antropología. En efecto, si se sostiene que
la unión del alma y del cuerpo es como la unión entre la forma y la materia en
la realidad física, se aboca a un callejón sin salida, pues como la sustancia
no es tal si falta alguno sus dos componentes, el hombre tampoco sería tal el
día que le faltase el cuerpo, es decir, con la muerte. Pero en antropología
conviene rechazar el modelo sustancialista, válido sólo para la realidad
física. Si se habla de él para explicar al hombre, tómese sólo metafóricamente,
o dígase, por ejemplo, lo que Tomás de Aquino comenta de los ángeles: que no
son sustancias sino “supersustancias” . En suma, una persona es persona viva o
muerta, porque la persona humana no es un compuesto sustancial de alma y
cuerpo, pues ni se reduce a su alma, ni a su cuerpo, ni a la unión o totalidad
de las dos. El modelo explicativo precedente también se puede llamar
totalizante, porque acepta que la persona es el todo: cuerpo, alma, yo,
facultades, etc. Sin embargo, una persona humana es un quién, un ser
espiritual, un acto de ser, que dispone siempre de un alma (al alma pertenecen
por ejemplo, la inteligencia y la voluntad), y que dispone, aunque no siempre,
de un cuerpo. El acto de ser personal humano no muere. Tampoco la esencia
humana y sus facultades espirituales. Lo que puede morir son algunas de las
realidades humanas que son potenciales.
Pues bien,
realizada sucintamente la precedente aclaración, se pueden describir ahora, en
perfecto paralelismo con los tipos de vida, varios tipos de "muerte":
la natural referida al cuerpo, muerte propiamente dicha; la referida al alma
(por ejemplo, la carencia de "vida" en la inteligencia y en la
voluntad) y la personal o espiritual. La primera es, sin más, la falta del
propio cuerpo. Morir a ese nivel no significa no ser, sino no tener. Algo que
se pierde de lo que se tenía es el cuerpo. Pero no sólo perdemos el cuerpo,
sino todo lo adquirido por medio de él, y eso, aunque parece bastante, no es lo
más importante. Explicitando esta tesis se puede decir que morir es perder todo
el conocer, también el apetecer, que usa del cuerpo, o sea, que es sensible. El
ver, el imaginar, el recordar sensible, etc., se pierde. Como todos esos
objetos dicen referencia al mundo, morimos al mundo. Perdemos el mundo, salimos
de la historia. ¿Qué es lo que no perdemos? Por ejemplo, el conocer de nuestra
inteligencia, el querer de nuestra voluntad, que no son sensibles; tampoco se
pierde la persona, el ser o espíritu que cada quién es. Según esto, cabe la
muerte corpórea en una vida plena del alma y del espíritu.
La muerte de
lo que se puede llamar "alma" es, por lo menos, aceptar la ignorancia
en la inteligencia y el vicio en la voluntad. En efecto, intentar matar la
inteligencia es no permitir que ésta crezca en orden a la verdad, es decir,
para descubrir verdades de mayor calado. De ordinario la tendencia a morir de
ese modo comienza cuando la inteligencia enferma al considerar que la verdad no
se puede alcanzar, pues es demasiado arduo lograr ese objetivo; esa enfermedad
se vuelve crónica cuando, desanimada la inteligencia de su búsqueda, se cree
que la verdad es relativa; y se vuelve irreversible cuando se niega la verdad.
Por su parte, la muerte de la voluntad se incoa cuando se intenta torcer la
orientación de su querer hacia el fin último, la felicidad; se trata de
procurar truncar, por así decir, su intención de alteridad respecto del bien
supremo. Obviamente con estas "muertes" ni muere la inteligencia ni
la voluntad, porque las potencias inmateriales son inmortales (cfr. Tema 6). Lo
que muere es su posibilidad de crecimiento, y en consecuencia, el sentido de su
vida, es decir, su propia verdad, pues dichas facultades están diseñadas para
perfeccionarse en orden a la verdad y al bien, respectivamente y de modo
irrestricto. No es, pues, una muerte que cause la desaparición completa de la
vida, como la muerte corporal, aunque no por ello es menos grave que la del
cuerpo.
Por otra
parte, la muerte personal o espiritual es un trago todavía mucho más amargo, y
también más duradero, que la corpórea. En ese sentido se puede ser un muerto en
vida y mucho más tras la misma. Se trata de pasar la vida sin saber para qué se
vive, cuál es el sentido último de la propia vida; en rigor, sin saber quien se
es, es decir, desconociendo el sentido del ser personal. Si esa muerte perdura
tras la muerte biológica, es muerte para siempre, y consiste en pactar con lo
absurdo sin interrupción, es decir, en renunciar al carácter personal, en
perder el sentido del ser, por haberlo despreciado libremente; o también, en
frustrar lo que se era (tal persona) y lo que se estaba llamado a ser (tal
persona elevada) ¿Es eso doloroso? Debe serlo, pues es uno mismo el que se
pierde para sí y siempre. ¿Cabe alguna posibilidad de algo más íntima y
personalmente doloroso? Si existe algo más íntimo a mí que la persona que soy,
cabe algo más aún doloroso: su pérdida. Si Dios, el mayor bien, es más íntimo a
uno que uno mismo, como afirmaba Agustín de Hipona , el máximo dolor se
cristaliza con su definitiva pérdida. Pero ¿y si no somos inmortales?, ¿y si
acaba la vida del espíritu con la del cuerpo? Atendamos, pues a esta objeción.
Ciñámonos,
pues, con rigor a la prueba, por lo demás, clásica, de la inmortalidad . La
inmaterialidad del alma humana se descubre por la inmaterialidad de sus
facultades. Las potencias inmateriales del alma humana son la inteligencia y la
voluntad. Cada una de ellas posee distintos y variados actos u operaciones que
permiten conocer o querer, y cada uno de esos actos posee objetos conocidos
distintos, o tiende a realidades queridas distintas. Debemos, por tanto,
demostrar la inmaterialidad de los actos y de los objetos de la inteligencia y
de la voluntad, pues la espiritualidad del alma se demuestra por la
espiritualidad de sus facultades; la de éstas, por la inmaterialidad de sus
respectivos actos, y la de éstos por la inmaterialidad de sus objetos. Atendamos,
pues, a éstos últimos.
Nuestros
objetos pensados son de diverso tipo: universales, generales e incluso
irreales. “Mesa, silla, lápiz, árbol, etc.”, como objetos abstractos pensados,
son universales. “Parte, todo, máximo, etc.”, como ideas pensadas son
generales. Sin embargo, nada de la realidad física es universal como tales
objetos pensados, ni tampoco general. “Cero, conjunto vacío, números rojos,
etc.”, son irreales. En efecto, no existe nada real positivo, material, físico,
que responda a esos nombres. Pero el significado de esos nombres lo podemos
pensar. Podemos pensar incluso la “nada”, y es claro que la nada no tiene nada
de material, ni siquiera de real. Luego, si somos capaces de pensar esos
objetos es que nuestra inteligencia no es física, material. Y como nuestra inteligencia
pertenece a nuestra alma, es decir, a nuestra vida humana, es claro que nuestra
vida desborda lo corpóreo, lo biológico. No se agota con ello. Lo transciende.
Pensar que
pensamos y querer querer tampoco tienen una finalidad corpórea, vital,
biológica. Realizamos muchas acciones cuyo sentido desborda lo biológico, e
incluso a veces lo contradice (ej. Ana Frank no escribió su Diario por ningún
fin biológico, pues con ello no se iba a ganar la vida o salvarla de la
persecución nazi, sino, casi con toda seguridad, todo lo contrario; tampoco los
buenos filósofos buscan un fin material, físico, económico, biológico; por su
parte, los héroes lo son porque dieron su vida por realidades humanas más
nobles que las materiales; los santos, por asuntos ultraterrenos. Si estos
grandes personajes de la historia fueron capaces de ello, es porque en cierto
modo conocieron tales bienes, y es más que sospechoso pensar que tan gran
multitud de gente tan correcta y sensata estuvieran mal de la cabeza o que la
causa de ello como decía socarronamente un antropólogo biologicista y
culturalista en un reciente congreso radicase en el exceso de vino o en la
melancolía...
Es manifiesto
que los ejemplos se podrían multiplicar. Si el alma puede ejercer operaciones
inorgánicas, e incluso antiorgánicas, es señal clara de que el alma no sólo es
más que el cuerpo y de que puede usar de él, sino también de que puede darse al
margen del cuerpo. Como se puede apreciar, la inmaterialidad del alma humana no
es un tema exclusivo de la fe sobrenatural, sino que se alcanza pensando de
modo natural. ¿Qué no se ve? Pues entonces habrá muchos ámbitos de la vida real
que quedarán sin explicar. ¿Qué no se quiere ver? ¡Qué le vamos a hacer! Las
verdades no se deben imponer a nadie.
Inmortal es
distinto de eterno. Inmortal significa que no puede morir, aunque puede ser
duradero con sucesión ininterrumpida (ej. algo así como describe Dante el
infierno en su Divina Comedia). En cambio, la eternidad está al margen del
tiempo. Eternidad no significa tampoco presente. El presente no es, desde
luego, tiempo, pero tampoco eternidad. El presente no es tiempo porque no se da
en la realidad física, sino en nuestro pensar. En efecto, la presencia es
mental. En cambio, la realidad extramental no es presencial, sino sucesiva,
temporal.
En lo físico
se da el movimiento, es decir, la sucesión ininterrumpida de asuntos; se da lo
que se mueve constantemente y que nunca acaba de moverse, de cambiar. Nada en
lo físico ha terminado nunca de suceder; nada es perfecto o acabado. Por tanto,
no es presente, quieto o detenido. No podemos parar la realidad física. Está en
constante cambio, no en presente. Presente es lo presentado por nuestro acto de
pensar. Ese acto de pensar ha eximido a lo pensado del movimiento, y
consecuentemente, del tiempo. Lo pensado no es eterno, sino simultáneo al acto
de pensar. De modo que lo presentado desaparece si se retira el acto de pensar.
Sin acto de pensar, que es el presentar o la presencia mental, de lo
presentado, (lo pensado, que es en presente) no queda ni rastro. La presencia
mental de la inteligencia articula el tiempo de los sentidos internos
(memoriacogitativa), y éste tiempo deriva, a su vez, del modo de captar el
tiempo físico los sentidos externos humanos. Al abstraer de los sentidos
internos, la inteligencia forma un objeto pensado que puede referirse al pasado
(por ejemplo los abstractos de legionario, fariseo, templario, etc.), o
proyectarlo hacia el futuro (por ejemplo, las nociones de sociedad
postlaicista, nación europea, postcapitalismo, etc.). En cualquier caso, lo
pensado como pensado no se mueve, no es ni pasado ni futuro, sino presente al
acto de pensar mientras se piensa, es decir, mientras se ejerce el acto. Por
eso, como decía Aristóteles, conocer el tiempo no es tiempo, y también por eso se
puede estudiar historia.
Si el pensar
empieza a vivir dándose al margen del tiempo físico, se puede empezar a
sospechar que la persona, que es superior al pensar de su inteligencia, tampoco
es afectada radicalmente por ese tiempo. La presencia está en manos del hombre,
en manos de su razón, pero ¿en manos de quién está la eternidad? Es claro que
no está en manos humanas. Entonces, ¿existe o no existe? Se puede mostrar su
existencia si se repara un poco más en el ser personal del hombre. En efecto,
éste trasciende el tiempo físico. Añádase que la persona humana transciende
también el presente de su inteligencia. Precisamente por eso se conoce que lo
pensado es presente. Ahora bien, el hombre no es eterno, pues tiene origen,
aunque no tenga fin en el sentido de término (a este tipo de criatura
espiritual los medievales la llamaban evo). Se puede decir que, así como la
persona humana es originada por la eternidad, es eternizable por ésta, porque
la eternidad no está en poder del hombre, sino en manos de las personas que son
eternas, a saber, las divinas.
Cambiemos el
modo de decir, a ver si así nos percatamos algo más del sentido real de la
noción de "eternidad". La teología natural o filosófica acostumbra a
decir que “Dios es eterno”. Pero tal vez sea mejor decir que la eternidad es
Dios. Así referimos la eternidad al ser personal divino, no a una imagen
espaciotemporal ajena a su ser. Pues bien, como veremos, la persona humana es
coexistencia con Dios (Tema 13). De modo que es eternizable respecto de él.
Pero lo es dependientemente, esto es, no de “motu propio” sino por ayuda
divina. Es decir, es eternizable mientras vive en el mundo, y llegará a ser de
algún modo coeterna después de esta vida, si libremente acepta su libre
coexistencia con Dios . Es eterno lo que es al margen del tiempo. Se ha
indicado más arriba que la persona humana no es tiempo sino que está en el
tiempo. Si la persona fuese tiempo (como propusieron Nietzsche, Marx,
Heidegger, etc.), serían más personas los más ancianos. La persona humana no
crece como persona en dependencia del tiempo, sino por su elevación divina, que
no se supedita al tiempo físico. Con lo cuál, la vinculación a Dios tampoco
puede ser estrictamente temporal, al menos según el tiempo físico. Ello indica
que en el hombre se deben distinguir varios tipos de tiempo, al menos el
físico, que afecta a su cuerpo, y el espiritual, que afecta a su persona. De la
persona humana cabe decir que es eternizable, es decir, que está llamada desde
el principio a eternizarse, aunque no por sus propias fuerzas, sino por don
gratuito divino, si es que ese regalo es aceptado libremente por parte de cada
hombre.
La vida humana
completa no es sólo la terrena. No tratar teóricamente de la vida post mortem
es dejar truncada la antropología, que no es sólo una parte, sino la más
importante de la asignatura. Como es manifiesto, este amplio enfoque queda
reducido en muchas antropologías culturales y filosóficas. En las menos, a esta
segunda parte se alude tan sólo al final del manual y a título de corolario. No
obstante, es pertinente presentar de entrada todo el mapa de la vida humana y
su mayor y menor relieve según zonas, pues lo contrario es acotar su
cartografía. Sin embargo, no se trata ahora de detallar cada una de las partes
de esta rica geografía. Tiempo habrá. Por lo demás, y como también se verá,
tanto respecto de la vida en la presente situación como en la futura, conviene
saber de entrada que, en el fondo, ambas son inexplicables sin Dios. A
continuación se alude a esto, indicando con ello que una antropología para
inconformes no debe concordar con esa parte del quehacer académico de nuestro
tiempo que acostumbra a silenciar a Dios en sus aulas y escritos, no menos que
otros doctrinarios sociales en la vida pública ordinaria.
Si algún
lector se extraña de que desde el Capítulo 1 se aluda a la muerte y a la
inmortalidad (e incluso a la eternidad), cuando lo ordinario es que en los
manuales de antropología filosófica eso se suela poner en sordina, o dedicar a
este menester el último Tema (y no tratar esos asuntos abiertamente por no se
"políticamente correctos"), Platón le respondería que alguien sólo es
filósofo, cuando piensa en el problema de la muerte , máxime si se trata de la
suya. Como nuestro estudio intenta ser filosófico; ergo… Además, sólo en orden
al fin se puede poner orden (sentido) a la vida, y Aristóteles decía que lo
propio del sabio es ordenar. Si nuestra orientación desea ser sapiencial…
Recuérdese:
esta vida no es la definitiva, sino menor y en orden a aquélla, pues lo menos
está en función de lo más. De modo que sin lo más carece de sentido lo menos;
es decir, no se puede buscar el sentido de la vida humana centrando la atención
exclusivamente en la vida terrena.