martes, 25 de marzo de 2025

Apuntes

 PARTE I. INTRODUCCIÓN, HISTORIA Y LUGAR DE LA ANTROPOLOGÍA

 

Capítulo 1. Introducción: vida, muerte, inmortalidad y eternidad.

La vida humana es dual: la terrena y la ulterior. La primera está en función de la segunda. Sólo en orden a la otra se entiende ésta, porque la vida del más allá no es heterogénea respecto de la vida del más acá. La vida es para la Vida, pero la puerta de entrada en la definitiva pasa inexorablemente por la muerte terrena. Por eso hay que dar razón de la vida y de la muerte en orden a su fin.

Las antropologías que sólo prestan atención a la primera fase de la vida, la más breve, son reductivas. Como esta antropología no quiere quedar sesgada de antemano, debe atender al ámbito de la máxima amplitud vital. Por eso, es pertinente desde el inicio abrirse no sólo al sentido humano en la historicidad de la vida presente, sino también al de la inmortalidad y eternidad. A estos puntos se dedicará este Capítulo Primero.

· Noción de vida o alma

· Las dualidades de la vida humana

· La historicidad humana y las etapas de la vida

· El sentido de la vida

· Las privaciones de la vida

· El mal como privación de bien y como falseamiento interior

· La muerte: ese pequeño detalle

· La inmortalidad

· La eternidad

 

Capítulo 2. La historia de la antropología

La antropología no se reduce a la historia de la antropología, a la narración de las ideas humanas en torno al hombre; pero no debemos prescindir de esos relatos, porque no partimos de cero en la consideración de lo humano. En efecto, ya hay mucho trabajo realizado en esta dirección, y bastante fecundo. Además, para los dados a encasillar un texto como éste dentro de una determinada corriente de filosofía, para serles serviciales y ahorrarles tiempo, es menester indicarles que este texto no sigue los parámetros de la clásica filosofía del hombre o antropología filosófica, aunque no se opone a ella. Tampoco sigue las orientaciones modernas del racionalismo, idealismo, voluntarismo, etc. Y menos aún pretende secundar pautas contemporáneas tales como la fenomenología, la hermenéutica, el existencialismo, la filosofía del diálogo, el personalismo, etc., aunque nada tiene en contra de ninguno de esos métodos. Entonces, ¿dónde clasificar este trabajo? Si no es mucho pedir, este estudio no pretende ser otra cosa que esto: una propedéutica (caben otras muchas y, de seguro, mejores) a la antropología trascendental, es decir, esa que tiene como objetivo alcanzar a conocer la intimidad humana; por eso describe todas las manifestaciones humanas (cuerpo, acciones, pensar, querer, ética, sociedad, etc.) en orden a aquélla.

Ahora bien, para comprender la novedad de esta antropología, la que estudia la intimidad personal humana, es pertinente atender primero a los demás enfoques antropológicos que se han dado en la historia, porque ésta conlleva un añadido metódico y temático respecto de aquéllas. Con todo, recuérdese, que este trabajo es una introducción a este tipo de antropología (desde varios puntos de vista), no una exposición cabal de la misma, ni tampoco un nuevo desarrollo de ella. Pasemos, pues, a la sucinta exposición de los diversos enfoques antropológicos a lo largo de la historia del pensamiento occidental.

· Los primeros enfoques antropológicos

· La antropología grecorromana

· La antropología en el cristianismo

· La antropología en la Edad Media

· La antropología en la Baja Edad Media, en el Humanismo y en el Renacimiento

· La antropología en la filosofía moderna

· La antropología en la filosofía contemporánea

· Últimas corrientes

· La recuperación de la persona y el descubrimiento de su intimidad

 

 

Capítulo 3. Las diversas antropologías

En el Capítulo 1 se ha atendido a una historia, la de la vida ordinaria humana terrena en sus diversas etapas (álgidas y de crisis) y se ha aludido a la vida posthistórica.

En el Capítulo 2 se ha revisado otra historia: la de las ideas filosóficas en torno al hombre.

Se debería dedicar otro capítulo a atender a una historia distinta, la de los precedentes somáticos del cuerpo humano, es decir al problema de la evolución. Pero para evitar multiplicar datos y problemas, omitimos aquí este estudio. Con ello ya tenemos cierta visión diacrónica del hombre (aunque no es completa), y hemos dado también razón (en cierto modo), del pasado. Sin embargo, el pasado es inferior al presente, es decir, a la presencia mental, porque como hemos llevado a cabo en las lecciones anteriores desde esa presencia hemos articulado y estudiado el pasado. Por tanto, tras lo que precede sería pertinente un estudio sincrónico del ser humano. Con todo, el presente es inferior al futuro. De modo que tras una visión sincrónica del hombre habría que estudiarlo en orden a su fin, destino o futuro histórico y, sobre todo, posthistórico.

En el Capítulo 2 se ha señalado que este trabajo se puede contextualizar como una aproximación a la antropología trascendental. Pero para distinguir el marco en el que ésta opera de otros modos de saber acerca de lo humano, debe saberse en qué consiste dicha antropología, y en qué se distingue de esos otros saberes humanísticos y de otros enfoques antropológicos. De esto viene a dar razón el presente Capítulo. Como es obvio, son múltiples los estudios sobre el hombre.

Atenderemos a continuación a algunos de ellos, tal vez a los más representativos. Pero si como se ha dicho el pasado es inferior al presente y éste al futuro, debe tenerse en cuenta que se podrá distinguir jerárquicamente entre los diversos saberes sobre el hombre en la medida en que se atengan más a una dimensión u otra del tiempo. De manera que serán menos explicativos de lo humano los que más atiendan al su pasado, y más profundos los que describan al hombre en función de su futuro último. De la misma manera, se podrá proceder para dirimir entre la mayor o menor envergadura de los diversos enfoques antropológicos . De los más singulares de éstos se intentará dar cuenta en la mayor parte de epígrafes de este Capítulo. De los otros saberes humanísticos, en los 2 iniciales. Pasemos a su consideración.

·Diversos saberes que estudian al hombre

·Historia, Humanidades, Educación, Literatura, etc

·Algunas perspectivas filosóficas

·La antropología cultural

·La Ética

·La antropología filosófica

·Teoría del conocimiento, sindéresis y habito de sabiduría

·La antropología trascendental

·La antropología sobrenatural


Capítulo 1. Introducción: vida, muerte, inmortalidad y eternidad

1.1. Noción de vida o alma

Nuestra época (y no sólo en el ámbito de la filosofía) alberga una actitud de recelo respecto de la noción de alma. A mucha gente la inclusión de este término en un libro o en una conversación le parece la injerencia de un elemento extraño en el mundo de los conceptos frecuentes. Por eso es pertinente atender primero a una aclaración terminológica: alma es sinónimo de vida. De modo que para los que dudan acerca de si el alma existe o no, tal vez les baste reparar en si están vivos.

Es tesis clásica que el alma es el principio vital de los seres vivos. La vida de cada ser vivo es lo que activa o vivifica todas las operaciones (ver, oír, imaginar, etc.) a través de las que ese ser se manifiesta. No es, por tanto, cualquiera de dichas operaciones ni la suma de ellas, sino su fuente. El alma es lo que constituye a un organismo. Para los pensadores griegos y medievales el alma era el primer principio del cuerpo vivo; el origen de vida de los seres vivos . Según esta descripción, el alma no es, pues, una imaginación o una idea, ni tampoco una realidad que exista separada no se sabe dónde y que después se superponga al cuerpo como por ensalmo. No; es esa realidad interna que vivifica al cuerpo. El cuerpo vivo lo es gracias a ese principio que lo vivifica. La vida no es nada material, pues no es propiedad del cuerpo. Un cuerpo no está vivo por el hecho de ser cuerpo, puesto que caben cuerpos muertos. Sin embargo, al morir, al abandonarlo la vida, el cuerpo deja de ser orgánicamente cuerpo y se transforma rápidamente en materia inerte.

Se podría encarar el tema de la vida desde muchas perspectivas, por ejemplo, la biológica, la del sentido común de la gente, etc. Ahora bien, desde esos ángulos sólo atenderíamos al sentido orgánico de nuestra corporeidad, a las acciones humanas, etc. Pero es claro que la vida humana no se reduce a un complejo sistema de células o de actividades. De modo de que para hacerse cargo de modo íntegro de la vida humana el método natural más viable a pesar de los recelos a ella es la filosofía, porque únicamente en esta disciplina el existente que la ejerce está enteramente comprometido. En efecto, la vida no se reduce ni a una parte del cuerpo ni a la totalidad armónica de sus células, ni a las actividades del viviente, etc. De manera que con unos enfoques biologicistas, conductistas, etc., no se podría conocer la realidad de la vida humana. En efecto, el alma humana (también la animal) es incognoscible por medio de cualquier técnica instrumental, como tampoco la alcanza cualquier enfoque humano que use como método, por ejemplo, la observación (psicología, sociología, etc.), métodos en los que ni el investigador y el investigado coinciden, ni comparecen completamente. Por tanto, resulta pertinente preguntar filosóficamente ¿qué sea la vida humana?

Sin embargo, como la vida humana admite muchos niveles que se aúnan entre sí formando parejas a las que podemos llamar dualidades, de entre las cuales la más básica es aquella conformada por la vida natural y la vida personal, los filósofos para explicar la vida humana se fijan de ordinario en el miembro inferior de esa dualidad. No será en exclusiva nuestro propósito. Tampoco el de descuidar esa vertiente somática humana. Atenderemos a lo corpóreo humano en la IIª Parte de este Curso, a lo personal o íntimo que no es corpóreo en la IVª Parte, y del enlace entre ambas en la IIIª Parte. Para explicar la vida que vivifica lo corpóreo podemos tomar como testimonio autorizado el de Aristóteles. A la pregunta sobre qué sea esa vida (y no específicamente la humana), la respuesta filosófica del Estagirita alude a un "movimiento" distinto de todos los demás. Se trata, según él, de un movimiento interno, unitario y regulado. Explicitemos las partes de esta tesis, también porque se pueden predicar adecuadamente de la vida humana.

Primero: la vida es un "movimiento" interno, es decir, desde dentro. La vida natural es automovimiento intrínseco. ¿Por qué entrecomillamos "movimiento"? Porque, en rigor, la vida es un movimiento muy especial, no como el de las demás realidades inertes que se mueven (i.e., el de los electrones, el de una máquina, el de un planeta, una galaxia, etc.), sino justo la diferencia pura respecto de esos movimientos, a saber, en palabras clásicas, un acto. Lo propio de los movimientos de los seres inertes es que son extrínsecos a ellos, no nacidos desde sí. En cambio, lo propio del movimiento vital es que es intrínseco (por ejemplo, el movimiento del automóvil no nace de él sino del combustible, que es extrínseco a las piezas que conforman la mecánica del vehículo; en cambio, el movimiento vital de una ameba es suyo). Si lo característico de la vida es el desde dentro, el fin de la vida no puede estar fuera de ella, sino que debe ser interior (así, el fin del movimiento de un cohete no es él mismo cohete, sino, por ejemplo, llegar a la Luna; en cambio, el fin de los movimientos de un caracol es el propio caracol). Que el fin del moverse de los seres vivientes esté en ellos indica que su fin es vivir; más aún, alcanzar más vida. Vivir es más que no tener vida; es una perfección, y como existen grados de vida, existen distintos grados de perfección. Por ello, el fin, el anhelo, de la vida no puede ser sólo vivir, sino vivir mejor, ser más vida, lograr una vida más perfecta. La vida, por tanto, está proyectada hacia el futuro, y en orden a él busca el crecimiento. La vida indica cierta interioridad, y también cierta apertura (apertura indica libertad). La una es correlativa de la otra. A más intimidad más apertura.

Segundo: la vida es un movimiento unitario. La unidad del ser vivo indica que existe un único principio unificador que es precisamente la vida del vivo. La unidad de las partes es referida al principio vital. La vida es automovimiento unitario. Sin unidad no hay vida, y los grados de vida son tanto más altos cuanto más integrados están. Por ejemplo, la vida de un animal integra mucho más sus órganos que la de un vegetal sus funciones vegetativas (hay vegetales de los que podemos escindir un esqueje y plantarlo por separado dando lugar a una planta distinta; esta operación es imposible con los animales). El hombre que aúna sus apetitos a su razón está más vivo que el que no lo logra; el que posee unidad de vida está mucho más vivo que el de doble o triple personalidad; el que es más sociable con los demás es vitalmente más pujante que el que se aparta o disgrega de la convivencia, porque adquiere virtudes, que son formas muy altas de vida; por eso la familia, y no el individuo, es la célula básica social. Con otros ejemplos: una universidad tiene más vida (es más “universidad” y menos “pluridiversidad”) si es un proyecto común interdisciplinar gestado en torno a la búsqueda de la verdad; una sociedad es mejor cuanto más aunada está (como veremos en el Capítulo 9, lo que aúna a la sociedad es la ética). Dios es la misma unidad vital simple: la Identidad. La unidad es síntoma vital, pues lo contrario de la vida, la muerte, es la disgregación, la separación.

Tercero: la vida es un movimiento regulado. La unidad implica orden interno, compatibilidad de todas las partes entre sí. Sólo se ordena lo distinto, y lo distinto lo es según jerarquía. Ese orden se da, pues, por la subordinación de las partes inferiores a las superiores de las que dependen, y de todas respecto de un mismo principio. ¿Cuál? La vida. La vida es la que unifica y regula. Regular es ordenar aquello que se vivifica. La regularidad interna del vivo muestra asimismo la inmaterialidad. Las diversas partes vivificadas pueden ser sensibles u orgánicas, pero el principio vivificador es más que orgánico, inmaterial, aunque en los vegetales y animales no se pueda dar al margen de los componentes biofísicos. A más vida, más orden. Los diversos sistemas de un animal superior están mucho más ordenados que los de los animales inferiores, y las funciones de éstos mucho más que las de los vegetales. En el cuerpo humano el orden es espléndido, pero como la vida humana no se reduce a su vida corpórea, es obvio que admite ordenes diversos al meramente biológico o sensitivo.

A más inmanencia, más vida. A más unidad, más vida. A más regularidad más vida. Los grados de vida se distinguen según los grados de inmanencia, unidad y regularidad u orden. De menos a más éstos son: la vida vegetativa, la sensitiva y la que de ordinario se llama intelectiva para referirse con ello a la vida humana. No obstante, la humana tampoco es la vida culminar, pues es claro que no carece de límites ontológicos. La vida no es, pues, "democrática" sino netamente jerárquica. La vida es real, y lo real se distingue entre sí en que una realidad vital es superior a otra. Negar la jerarquía en este ámbito es síntoma de decadencia. Es muy bueno, por tanto, plantar un árbol. Mejor aún, cuidar de los animales. Superior, engendrar un hijo. Más excelente todavía es ayudar a que ese hijo crezca en el saber y en la virtud (es decir, que desarrolle su inteligencia con hábitos y su voluntad con virtudes), pues éstas perfecciones son el crecimiento vital que él añade al estado nativo de esas potencias. Óptimo aún es ser elevado como persona, es decir aceptar la vida superior que Dios nos dé.


 

La vida natural humana es el vivificar del alma al cuerpo, y lo vivifica temporalmente, pues su tarea termina (de momento) con la muerte. La vida natural humana aúna la vida vegetativa de nuestras células y la vida sensitiva de nuestros órganos. La vida personal humana, en cambio, es la vida espiritual, la de cada persona humana que dispone de todas aquellas funciones y facultades de la vida natural. Como veremos, esta vida personal no vivifica directamente al cuerpo y a las diversas potencias, y perdura tras la muerte. Advertir eso será dar el paso de la vida biológica (la vegetativa y sensible) a la vida espiritual. Además, como también se tendrá ocasión de exponer, la vida personal de cada quién activa la vida intelectual de nuestras potencias superiores inmateriales (inteligencia y voluntad), vida a la que suele llamarse intelectual, voluntaria, psicológica, etc., y que, aunque vinculada a la vida natural, no depende de ella para su crecimiento.

A la vida natural se puede llamar vida recibida, pues la biología que conforma nuestra corporeidad la hemos recibido de nuestros padres; es nuestra dotación genética. En cambio, a la vida que cada persona humana añade sobre la vida natural recibida, y también sobre las potencias espirituales, la podemos denominar vida añadida. La primera, la vida recibida, es el compuesto somático, celular, que recibimos de nuestros progenitores por generación. En efecto, de ellos recibimos el cuerpo, no la persona que cada uno es, pues ellos no son ni inventores, ni siquiera conocedores de qué persona somos. Más bien su cometido es aceptar que seamos la persona que somos y estamos llamados a ser. La persona humana no es tampoco una autocreación de sí misma ni de la cultura o historia. Una persona humana es un don personal otorgado por alguna persona capaz de esa donatio essendi. Otorgar el don que una persona humana es, como se verá más adelante, es exclusivo de Dios. La segunda, la vida añadida, en cambio, es el partido que nosotros, cada quién, sacamos de nuestras facultades, en especial de las potencias superiores. Obviamente añadimos diversas formas de vida en nuestras facultades con soporte orgánico (sentidos, apetitos, etc.), pero donde más se capta la añadidura personal porque está abierta a la aceptación irrestricta de crecimiento es en dichas facultades inmateriales (inteligencia y voluntad). Quien les añade es la persona. Por eso, además de la vida recibida y la añadida debe repararse en la vida personal, única garante de aquéllas.

La clave de la vida natural es el crecimiento. Crecer también es el fin de la vida intelectual y volitiva. La vida personal también es crecimiento, y por encima de ella, elevación, pues Dios puede dar más vida personal que la que inicialmente nos ha dado. En efecto, se puede aceptar ser más la persona que se está llamado a ser, si ese más personal nos es concedido. Por eso, la vida personal también admite una dualidad. Puede ser, o bien vida elevable, o bien vida elevada. La primera es la apertura nativa de toda persona humana a su Creador, a quien debe su ser personal. La segunda consiste en la aceptación del don divino mediante el cual una persona humana, sin dejar de ser quien es, coexiste de un nuevo modo más íntimo, estrecho y personal con Dios. La primera está en función de la segunda. Ambas son propias de la presente situación humana. Por su parte, la vida elevada está a expensas de culminación desde Dios, es decir, de coexistir de tal manera con él que jamás se pueda dejar de hacerlo. Por eso, la vida personal elevable se dualiza con la elevada, y ésta, a su vez, con la vida eterna. Pero como la persona es libre, esas dualizaciones no son necesarias.

Lo nativo radicalmente distinto entre los hombres es únicamente la persona, el cada quién, la raíz de todas las perfecciones humanas, de todos los cambios y matices. No hay dos personas iguales. No hay dos personas parecidas en cuanto a lo nuclear de ellas. Si pudiéramos responder por la pregunta acerca del quién es tal o cuál persona, no cabrían dos respuestas afines. Por eso, aunque quepan definiciones de hombre, no es buena ninguna definición de persona, pues, en rigor, requeriríamos una para cada quién. Con todo, en el último Tema de este Curso se expondrán 4 rasgos que caracterizan a toda persona: coexistencia, libertad, conocer y amar. Pero si bien estos radicales "describen" a las personas, no las "definen". Además, esos 4 rasgos son distintos en cada quién. Además, esta radicalidad personal distinta es el origen de muchas distinciones en lo común a los hombres. Es, por ejemplo, la clave por la cuál unos hombres desarrollan más que otros la inteligencia, o las virtudes o vicios, o la imaginación, o cualquier otra facultad, o tal o cual cualidad corpórea, etc., que constituye lo que hemos llamado vida añadida. Lo novedoso de cada quién llena de matices en el transcurso de la vida a las manifestaciones humanas de esas potencias que son comunes a todos los hombres. Así, por ejemplo, es propio de los hombres hablar, si bien los tonos de la voz, las expresiones y matices son peculiarísimos de cada quién. Hay biografías semejantes, que algunos literatos como Plutarco, aprovecharon para escribir libros con el título de Vidas paralelas. Pero, en rigor, cada uno es cada uno, distinto, irrepetible, radicalmente novedoso, sin precedente ninguno como persona, y sin consecuentes.

En suma: lo común en los hombres es la naturaleza humana. Lo distinto, la persona. Obviamente, la radical distinción entre personas es debida sólo a la realidad personal, no a la naturaleza humana, tómese ésta en referencia a su corporeidad o a otras características de su humanidad. Claramente no se da esa distinción en los animales. En efecto, éstos no son radicalmente distintos entre sí, porque ninguno añade una nota radical de más que salte por encima de las notas que caracterizan a su especie. Por eso todo animal está subordinado o en función de su especie. En cambio, lo peculiar de cada hombre no es propio de la humanidad sino suyo personal, propio y, además distinto en cada quién, superior a lo común humano. Por ello, el hombre no está en función de la especie humana, porque ésta es inferior a cada persona. La verdad es justo la inversa: lo propio de la humanidad está en función de cada persona humana. En efecto, cada persona humana en vez de subordinarse a lo común o genérico de los hombres, lo que hace es subordinar a sí misma lo propio de la naturaleza o especie humana (ej. subordinamos la memoria sensible, que es propia del género humano, a nuestros intereses personales, familiares, laborales, etc.).

Atendamos ahora a una nueva dualidad en lo humano, no para complicar aún más las cosas humanas, de por si bastante complejas, sino precisamente para intentar desvelar la compleja dualidad humana. Se trata de la que media entre el acto de ser y la esencia humana. El acto de ser equivale a la persona que se es y se será. En cambio, la esencia humana, que no es la naturaleza humana aunque es la raíz de los desarrollos de ésta, es inferior a la persona. Con palabras de la filosofía moderna, se puede caracterizar la esencia humana como el término yo. El yo es la fuente que activa progresivamente, y de un modo u otro, la inteligencia y la voluntad, y a través de éstas modula de un modo u otro la naturaleza orgánica humana. A esta realidad se denominaba alma en la filosofía clásica. En este sentido el alma, el yo o la esencia (términos equivalentes) es el principio de lo que vivifica, sea lo vivificado natural o intelectual. La esencia humana es más perfecta, más acto, que la vida natural, pero menos que la vida personal. Por eso al comparar el acto de ser humano con la esencia humana la distinción debe ser mayor (más real) que entre el acto de ser y la naturaleza humana, pues se da entre realidades más activas.

Una última dualidad humana, tal vez la más importante, es la que media entre la vida humana (natural, esencial, personal etc.) en la presente situación histórica y la vida posthistórica. Es manifiesto que tanto en una como en otra caben modos de vivir muy diversos, aunque todos ellos se pueden reducir a dos: vivir de acuerdo con la persona que se es o lo contrario. A lo primero se puede llamar vivir bien (feliz); a lo segundo, mal. Además, la vida buena de la presente situación mantiene una afinidad muy marcada con la felicidad de la vida futura. Por su parte, la buena vida de la vida terrena tampoco es heterogénea con la infelicidad tras la muerte. Por su parte, en la historicidad de la vida presente también se dan diversas dualidades, es decir, alternancias entre épocas de esplendor y periodos de crisis, a las que aludiremos a continuación en el epígrafe 3. En los siguientes del 4 al 6 abordaremos el sentido de la vida buena y el de la buena vida o problema del mal. Y al final del Capítulo, tras atender al problema de la muerte, se aludirá a la inmortalidad y vida post mortem.


 

1.3.1. Las dualidades de la historicidad humana

 

En cuanto a la vida natural humana, el hombre no es un ser meramente temporal, sino histórico, aunque por ser personal tampoco se reduce a ser histórico. En su naturaleza no es un ser exclusivamente biológico sino biográfico, aunque tampoco es reductible a su biografía. El tiempo mide la vida de los seres inertes inexorablemente. En los seres vivos se observa, en cambio, una tendencia a vencer el tiempo. En efecto, si lo distintivo de los seres vivos es el crecimiento, el ser vivo no pierde el tiempo mientras crece, pues aprovecha el tiempo a su favor. En efecto, le va bien que haya tiempo porque éste le permite crecer, desarrollarse. Los seres vivos vegetales y animales sólo crecen en la medida en que ese crecimiento afecta a su organismo. Además, tal crecer termina temporalmente (en unos antes, en otros después), y queda truncado definitivamente con la muerte. De modo que, en rigor, tales seres no se pueden liberar del tiempo.

Por el contrario, en el hombre el crecimiento corporal no es el único modo posible de crecer. Obviamente el ser humano crece corpóreamente, pero hay crecimiento también interno, y sólo para quien crece por dentro el tiempo no ha corrido en balde. Es claro que el hombre no se limita a conducirse de un determinado modo, como los animales, sino que con su inteligencia se comporta libremente a lo largo del tiempo, y con ello mejora. Ese tiempo humano es, pues, biográfico. ¿Qué significado tiene ese comportamiento? Que la vida de los hombres no está determinada, sino abierta en la dirección que le quiera imprimir la libertad personal de cada quién. Así se fragua la historia. La historia no es necesaria (según un destino ciego, el azar, unas supuestas leyes dialécticas, etc.), sino libre. Ésta consiste en el modo de estar del hombre en el tiempo, no en su modo de ser. Al fraguar con libertad la historia, el hombre pasa por diversos estadios de su vida natural, no de su vida personal.

A la persona como persona no la mide el tiempo físico. Existen diversos tipos de tiempo: uno es el físico y otro el del espíritu humano. El tiempo del espíritu es tan distinto al tiempo físico que para quien sólo tenga en cuenta el tiempo que mide las realidades corpóreas hay que decirle que la persona humana no es tiempo sino que está en el tiempo. El hombre tiene tiempo, pero, en rigor, no es tiempo. La persona como persona no es niña, joven, madura, etc. El hombre, en cambio, sí. La persona tampoco envejece o muere. Lo que envejece y muere es su naturaleza corpórea. Todos los hombres son personas, pero la edad no hace a unos más personas que a otros. En caso contrario habría que admitir que es más persona un viejo de 90 años que un niño de 9, lo cual es absurdo. Algo de eso percibió Marcel cuando escribió que el ser del hombre no es su vida, pues puede tomar distancia respecto de ella y evaluarla: “en el seno del recogimiento tomo posición, o más exactamente, me pongo en situación de tomar posición frente a mi vida, me retiro en cierto modo..., en esta retirada yo llevo conmigo lo que soy y lo que quizá mi vida no es. Aquí aparece el intervalo entre mi ser y mi vida”.

Pese a la brevedad de la vida, se pueden distinguir, de ordinario, algunas etapas. Este es el tiempo que mide a la corporalidad humana, aunque no es ni el único tiempo humano ni el más destacado . En efecto, a pesar de no reducirse la persona humana al tiempo, su naturaleza, según la va modulando el yo, pasa por una serie de fases. Un célebre pensador del s. XX, Guardini, las explica en un libro breve al que titula precisamente Las etapas de la vida. En él aparecen descripciones muy acertadas acerca de las diversas fases por las que transcurre la vida biográfica de la mayor parte de los hombres. Distingue los diversos periodos por los que atraviesa la vida usual humana (al margen de las variantes propias de cada persona), oscilando esas fases entre épocas de esplendor y otras de crisis. Se puede ofrecer el elenco que aparece en el Apéndice nº 2. A continuación se pasa a la enumeración de ellas según un cuadro esquemático. Para su descripción se puede acudir a la citada obra de Guardini.


LAS DUALIDADES USUALES DE LA VIDA BIOGRÁFICA HUMANA

 

PERIODOS ÁLGIDOS

EDAD

PERIODOS DE CRISIS

EDAD

La vida en el seno materno

09 meses

Crisis del nacimiento

Tras 9 meses

La vida de infancia

1-12 años

La adolescencia

13-15 años

La juventud

16-25 años

Crisis de la experiencia

26-30 años

La mayoría de edad

31-39 años

Experiencia de los límites

40 años

Aprender de los límites

41-50 años

La dejación

51-60 años

La época del saber

61-70 años

La ancianidad

70 años

La espera senil

71-80 años

La muerte

Tras los 80

 


 

Aunque se espera que se entienda mejor más adelante, en una somera respuesta se puede decir que el sentido de la vida natural recibida lo vamos descubriendo progresivamente, porque esa realidad está en nuestras manos, a nuestra disposición. Así, descubrimos el sentido de nuestro cuerpo, el de las funciones y facultades corpóreas, etc., aunque también es verdad que el sentido corporal completo no lo alcanzamos nunca y, además, hay asuntos que afectan notablemente a ese tipo de vida que parecen no tener sentido, o por lo menos, en los que es muy difícil descubrirlo: la enfermedad, el dolor, la muerte. Por su parte, el sentido de la vida añadida se lo damos enteramente nosotros, cada uno, a nuestras facultades, especialmente a las superiores (inteligencia y voluntad), y a través de ellas, al resto de nuestra naturaleza humana. Así, uno dota de ciertos conocimientos a su inteligencia restándole otros, y dota de ciertos quereres a su voluntad quitándole otros; a su vez, dota de ciertos desarrollos a sus sentidos, apetitos, a su comportamiento, a su corporeidad, etc.

El sentido de la vida personal es más difícil de alcanzar que los precedentes, porque nuestro ser ni está a nuestra disposición (como lo corporal), ni su sentido se lo otorgamos nosotros (como a nuestras facultades superiores e inferiores), sino que nos viene ofrecido como proyecto, es decir, otorgado, aunque abierto a ser lo que todavía no ha llegado a ser. La clave de este último sentido, que es el que más importa (y del que dependen los demás), es saber si lo alcanzaremos definitivamente en la vida futura, ya que aquí nunca lo alcanzamos enteramente. Si no se alcanzara, bien porque no existiera una vida futura, bien porque, en caso de existir, no lográsemos alcanzarla, nuestra vida presente sería carente de sentido completo. Ahora bien, si ese sentido completo se puede lograr, es claro que no parece estar enteramente en nuestras manos conseguirlo. Por tanto, ¿no será sensato pedir ayuda a quien lo pueda otorgar?, ¿y ese quién no será acaso Dios? Según esto, si queremos saber nuestra verdad completa, aceptaremos libre y definitivamente que Dios nos ilumine de modo colmado. Evidentemente, nadie está obligado necesariamente a pedir tal ayuda, puesto que este es un asunto libre; más aún, es esa única realidad respecto de la cual podemos emplear enteramente nuestra libertad.

Es evidente que el tiempo afecta a la corporeidad humana, pues desgasta nuestro organismo, nuestras fuerzas y, además, lo destruye con la muerte. No obstante, la corporal no es la única manera de crecer para el hombre, y tampoco la más elevada. De modo que si se crece "por dentro", es decir, en humanidad, el hombre saca provecho del tiempo de su vida. En caso contrario, se le escapa el tiempo irreversiblemente como el agua entre las manos. Además, ¿es que el hombre solamente puede "crecer" en humanidad, es decir, en aquello que es común al genero humano? Se ha indicado que por encima de lo humano de los hombres, que forma parte de aquello de que se dispone, existe la persona humana. ¿Acaso se puede "crecer" como persona?, ¿por casualidad eso está en nuestras manos? Si la persona humana puede "crecer" como tal, pues es crecimiento, pero por encima de ese crecimiento está la elevación divina. La persona humana es perfecta de entrada. Si no lo fuera, de esa deficiencia habría que culparle al Creador. Pero Dios no crea a las personas de tal modo que no las pueda elevar, dotarlas de mayor perfección. Entonces, ¿de qué "crecimiento" se puede tratar? A nivel de la persona humana, más que de "crecimiento" hay que hablar como se ha indicado de "elevación". De ese modo, sin dejar de ser quién se es como tal o cuál persona (esto es, sin perder el ser novedoso e irrepetible), al ser elevado progresivamente uno va adquiriendo el nuevo modo de ser peculiar que estaba llamado a ser.

¿Quién eleva la vida íntima de cada persona humana?, ¿los demás, la sociedad, el universo, los amigos, la familia? No parece, pues todos esas realidades pueden ayudar a perfeccionar, o también a entorpecer, diversas facetas de la vida natural recibida humana, es decir, de la naturaleza humana, pero no perfeccionan o entorpecen directamente a la vida añadida, ni tampoco a la vida personal como tal. Es cada persona humana, en último término, la responsable de la perfección de su vida añadida o, por el contrario, también de su envilecimiento. Y lo es asimismo de la aceptación libre de la elevación, o por el contrario, del rechazo no sólo de la elevación, sino también de la propia aceptación como tal persona, lo cual conlleva el oscurecimiento o pérdida paulatina del sentido personal . Ser responsable de aceptar la elevación, no quiere decir que la elevación sea algo que se otorgue uno a sí mismo, porque esa tarea le trasciende por completo a la persona humana, pues es claro que uno no es superior a sí mismo. Por tanto, ¿de quién dependerá la elevación de tal persona como persona?, ¿tal vez los demás son superiores a uno como tal persona? Tampoco parece una respuesta adecuada. La naturaleza humana sólo se perfecciona si la persona humana, que es superior a ésta, desea y trabaja en esa dirección. La persona sólo puede incrementar lo inferior a ella. Respecto de sí misma, en cambio, lo que se puede hacer es aceptar libremente nuevos dones, aunque también, y lamentablemente, rechazarlos. Si la perfección de la naturaleza y esencia humanas depende en último término de cada persona humana ¿de quién depende la elevación de tal persona como persona? Es obvio que ese encumbramiento no depende de tal persona ni de los demás hombres, porque nadie es un invento suyo ni de los demás. Eso como veremos en su momento sólo lo puede otorgar Dios, si libremente aceptamos ese don. Dios llama a cada quien a sí, y eso es una llamada a la elevación, a la divinización, a vivir la vida divina en la medida que Dios nos la ofrece y en la medida de nuestra libre aceptación.

Sin embargo, mientras se vive, el hombre todavía no ha llegado a ser quién está llamado a ser. Ese llamamiento apunta al fin o norte de la vida. Por eso, el completo sentido de la vida sólo se adquiere más allá de la presente vida. Pero se cobra sólo si la vida, tanto la natural como la esencial y personal, se han encauzado en orden a aquél fin. Si mientras transcurre la vida, ésta camina en esa dirección, el sentido la acompaña. En caso contrario, si bien podemos dotar en parte de sentido a nuestra naturaleza y al desarrollo de la misma, con todo, nos alejamos del sentido personal.


 

La vida biológica humana es susceptible de muchos ataques. Atentan contra ella el aborto, la manipulación de embriones humanos, el homicidio, la eutanasia, el suicidio, las guerras, los genocidios, las torturas, etc., en una palabra, la violencia. Violencia es cualquier trato a la persona humana como si ésta no lo fuera . Pero un trato despersonalizante sólo es propio de quien tampoco se comprende a sí mismo de modo suficiente como persona, pues ya se ha indicado persona significa apertura personal a otras personas. Por eso el violento se incapacita a comprender el sentido de la persona humana, no sólo de la ajena, sino de sí mismo. Tampoco comprende su acción violenta, sencillamente porque cualquier acción mala es incomprensible. En efecto, una acción violenta es carente de sentido, porque ni trasluce el sentido personal de quien la realiza, ni se realiza en orden a la aceptación personal de otra persona (realidades personalizantes de la acción), sino que es manifestación de la despersonalización de quien la ejecuta, y al no subordinarse a personas sino a lo inferior a la propia acción (dinero, placer, poder, fama, etc.) pierde sentido humano.

Cualquier sentido no personal (ideales políticos, militares, económicos, de bienestar, cósmicos, etc.) es inferior al sentido de una persona humana, porque una persona tiene más densidad real que aquellas realidades. Violentar o matar la vida natural de una persona por defender otros intereses es perder el mayor sentido posible por adherirse a otro mediocre; en el fondo, se trata de un mal negocio debido una falta de claridad mental, una ignorancia personal más o menos culpable. No se trata sólo de que quien hace el mal, aborrezca la claridad, la luz externa del día, sino que oscurece la transparencia de su sentido personal interno y el de sus acciones. Especialmente graves son las violencias a la persona humana en las etapas de su vida natural más delicadas. De ese estilo son, por ejemplo, el aborto y la eutanasia. Por ello, tampoco la bioética es un invento humano, sino una comprensión de la naturaleza humana en sus estados más frágiles.

El aborto, lacra social de los ss. XX y XXI, es matar la vida biológica de una persona aún no nacida. Polo indica que es matar un proyecto . Que el hombre es hombre, persona, en el seno materno, es claro, puesto que si no lo fuera en ese momento, nunca llegaría a serlo. En efecto, es obvio que nadie da lo que no tiene. Más evidente es aún que nadie será persona si no lo es de entrada. Lo es, porque las manifestaciones que, pasado el tiempo, desarrollará (pensar, querer, etc.) dependen del ser que se es. El acto precede siempre la potencia y al desarrollo de ésta, y en este caso el acto es la persona. Sin embargo, a pesar de que desde la concepción o fecundación se es persona, ni entonces, ni al ver la luz la persona dispone de una perfecta humanidad en su esencia, como tampoco la tendrá mientras viva, sencillamente porque ésta es siempre susceptible de mejora. Con la persona que somos, perfeccionamos a lo largo de la vida las cualidades humanas que tenemos. Ese es el proyecto en que consiste la vida de cada quién de tal modo que un minuto antes de morir de viejos tampoco dejamos de ser un proyecto humano y personal.

El hombre es un ser de proyectos, porque él mismo es un proyecto como hombre. El hombre no está clausurado nunca; nunca llegamos a ser completamente humanos. Por eso, la formación no termina jamás. Además, mientras vivimos en la situación presente nunca acabamos de ser la persona que estamos llamados a ser. Por ello, en rigor, abortar es matar a un hombre en cualquier periodo de su vida. El hombre nace abortado, porque biológicamente es inviable, deficiente; deficiencia que no colmará ni biológica ni personalmente nunca. El hombre siempre nace y muere prematuramente. Tratar mal orgánicamente, manipular las células que son condición de viabilidad de una vida biológica humana (o usar para otros fines las células de seres humanos con vida, pero con deficiencias, embriones sobrantes congelados, deficientes mentales, etc.), es evidentemente violentar la naturaleza biológica humana: una especie de neonazismo reciente.

El homicidio y el suicidio también son muertes prematuras. Si el hombre, no sólo en el cuerpo (sus células cambian periódicamente), sino también, y más aún, en su alma, nunca es plenamente hombre, es decir, nunca está acabado como hombre, sino que se está haciendo siempre, tan asesinato es interrumpir su crecimiento en el seno materno (aborto) como en la niñez (infanticidio), en la madurez (homicidio), o en la enfermedad grave o acusada vejez (eutanasia). Siempre se le mata prematuramente. La muerte para el hombre, llamado a crecer, es siempre prematura. Sin embargo, parece más grave matarlo tempranamente, porque se mata un proyecto divino antes de que el hombre responda libremente aceptando o rechazando, encauzando en una dirección u otra, tal proyecto.

De entre esas violencias la eutanasia parece especialmente grave (también esencialmente ignorante), pues se trata de causar la muerte, (menos mal que se procura sin dolor…), a alguien que está enfermo física o psíquicamente o cuya vida le aburre, pues los motivos pueden ser diversos, cuando en esa tesitura lo más pertinente es recordar al paciente que el fin del hombre es vivir. Es sabido que en la actualidad cualquier dolor de las más graves enfermedades terminales puede ser erradicado o aliviado en gran medida por la medicina. Además, como se ha experimentado, la eutanasia conlleva otros agravantes sociales: la pérdida de confianza entre paciente y médico, la tergiversación del fin de la medicina, la arbitrariedad de las leyes civiles al respecto y su libre aplicación, etc., lo cual manifiesta a las claras la despersonalización que conlleva ese error. Conviene insistir en que todos estos atropellos derivan de la pérdida del sentido de la vida, pues el fin de ésta no es la muerte, tesis absurda, sino la Vida. Recuérdese: no se vive para morir, sino para vivir más.


 

El bien y el ser coinciden en lo real, decían los medievales . En la filosofía medieval si el mal se refería lo externo, se hablaba simplemente de carencia, privación de bien. Si se refería al hombre, los moralistas distinguían entre dos tipos de mal: a) el físico, esto es, una privación corpórea de algo debido a la naturaleza humana (ej. la sordera, la cojera, etc.), y b) el moral, que afecta a lo espiritual del hombre, y que puede presentar dos modalidades: 1) la omisión de alguna acción debida a la naturaleza humana; y 2) la comisión de acciones inapropiadas a lo que cabe esperar en el comportamiento humano, y por ello, carentes de sentido humano. Los primeros males, las omisiones, se calificaban, según algunos autores, de más graves, tal vez por aquello de que la pereza es la madre de todos los vicios (y muchos la respetan como a la madre…). En efecto, seguramente las omisiones son más graves porque conllevan menos realidad que las comisiones. El mal moral lesiona más que el físico porque hiere por dentro. Además, es también más doloroso; y como se verá lo es tanto para el que lo comete como para el que lo padece, pues es propio de la naturaleza humana, por ejemplo, dolerse más del desprecio y de la ingratitud de las demás personas que del daño físico que podemos recibir de ellas.

A pesar de ser verdad lo que precede, sin embargo, el mal en el hombre es algo mucho más profundo y serio de lo que parece a primera vista. Si el mal está en la parte corpórea de la naturaleza humana hablamos usualmente de dolor. El peor de ellos es la muerte. Por otra parte, si el mal, dolor o carencia de realidad en el hombre afecta a las facultades inmateriales, entonces podemos hablar de falsedad. En efecto, el mal en esa parte se puede entender como el falseamiento de las dos potencias superiores: la inteligencia y la voluntad. En la primera tal falseamiento se suele llamar ignorancia, un mal agudo y abarcante; también se habla de error, oscurecimiento, de cortedad de miras, etc. En la segunda, en la voluntad, el falseamiento de la verdad de la voluntad adviene con lo que tropicalmente se denomina flojera, cuando no se quiere lo que se debe querer. La voluntad también tiene su verdad, que responde la índole natural de esta potencia. Si se va contra ese modo de ser y contra su fin propio, aparece el falseamiento de esta facultad. Ambos falseamientos, el de la inteligencia y el de la voluntad, no son innatos, sino adquiridos libremente. Con ellos tales potencias entran en una lamentable pérdida, en una privación de su capacidad; en una pérdida de su sentido, pues se imposibilitan a cumplir el cometido para el que están naturalmente diseñadas.

Por otra parte, todavía cabe en el hombre un mal peor que los que afectan a sus potencias más altas: aquél que se inserta en el mismo corazón humano, es decir, el que inhiere en la persona. Y ese es el mal radical humano: el personal. Consiste en no aceptarse como la persona que se es y que se está llamada a ser, y consecuentemente, en no responder a tal proyecto. Este mal no se hereda, sino que surge libremente del ser personal. Este defecto se compagina muy bien con no aceptar a los demás y no responder personalmente a su aceptación. En efecto, ese mal es correlativo de no aceptar a los demás como quienes son. Uno no es un invento suyo y, en consecuencia, no debe creer que es como a uno le venga en gana ser, ni tampoco debe destinarse a ser aquello que le apetezca. Debe, por tanto, descubrir quién es, y para qué (quién) es. En caso contrario, la persona pierde sentido personal, y de empeñarse tercamente en esa actitud, acaba al final despersonalizándose, es decir, agostando definitivamente su sentido personal, puesto que libremente no quiere asumir quien es.

Tanto en las facultades superiores (inteligencia y voluntad) como en la persona, el mal libremente aceptado no es nativo, sino que hay que provocarlo, y al llevarlo a cabo se le abre la puerta. La raíz de todo mal humano es el personal. Si el mal no estuviese antes en la intimidad humana, no podría manifestarse luego en la inteligencia y en la voluntad, y a través de ellas en el resto de las potencias, funciones y acciones humanas. Seguramente eso lo notó Nietzsche cuando declaró que uno no puede despreciar a nadie a menos que uno se acepte a sí mismo como quien desprecia. En efecto, para despreciar, uno tiene que emplear su inteligencia, pues debe criticar, juzgar negativamente, y debe emplear asimismo su voluntad, pues rechaza el bien real ajeno. Eso no lo podría llevar a cabo si uno no dirigiera a esos extremos sus potencias. Si las encauza por esos derroteros, es porque uno libremente quiere; es decir, uno no sólo se pone personalmente al margen del despreciado, sino en contra de él. Ello indica que se separa artificialmente de los demás, que asume la soledad. En consecuencia, angosta su ser coexistencial. Otras cuestiones ahora pertinentes se pueden formular como sigue: ¿cómo se forja el mal en las potencias superiores de la naturaleza humana?, ¿cómo se admite en la persona, es decir, cómo darle cabida en la intimidad humana?

El mal de la inteligencia se adquiere juzgando de modo contrario a como son en la realidad las cosas que esta potencia conoce y puede conocer. El mal de la voluntad se adquiere no queriendo que tal o cual bien real que existe sea tal como es, de tal o cual grado, sino de otra manera, mayor o menor bien, es decir, deseando inventar otro orden de jerarquía en los bienes reales. Pero no; los bienes reales están jerárquica y armónicamente ordenados según una escala hegemónica, siendo así que la distinción entre ellos consiste en que unos son superiores a los otros y, en consecuencia, los inferiores se deben supeditar a los superiores, no a la inversa. Relegar esa escala real a una cuestión de gustos, caprichos o manías, acarrea el falseamiento de la voluntad. En esa tesitura quien pierde es el que comete estos atropellos, porque al falsear su voluntad (al igual que al admitir la falsedad en su inteligencia) el mal queda en su facultad, y eso es un más grave que el que se provoca externamente con unas acciones carentes de sentido cometidas sobre diversas realidades.

En el fondo, los precedentes “inventos” buscan un orden de realidad distinto al existente en el mundo y en la naturaleza humana. Pero como quién ha establecido este orden no es el hombre, mirados a fondo esos males suponen una pérdida del sentido cósmico y una deshumanización. Si se admite que tales órdenes dependen de Dios, intentar conculcarlos es decirle implícitamente a Dios que la realidad por él creada y su orden no son buenos; que no nos gusta en absoluto que lo creado dependa de Dios en vez de depender de nosotros. En rigor, es la osadía de decirle a Dios que ha creado mal o deficitariamente, y que, en consecuencia, que es un “dios” torpe; y es la temeridad de creer que nosotros somos capaces de inventar otros órdenes de dependencia (en el fondo, de independencia) que se presumen mejores según el propio criterio . Por eso Tomás de Aquino indica que ese defecto en los primeros que lo cometieron fue un pecado de ciencia , en el sentido que éstos trastocaron su modo natural de conocer el mundo. Por su parte, Polo añade que no sólo se trata de un falseamiento de la inteligencia, sino también de la voluntad . Pero a ello hay que añadir que no hay mal que afecte a las potencias de la esencia humana si ese mal no radica previamente en el acto de ser personal.

En rigor, la tesis que se defiende es ésta: el mal no lo puede conocer el hombre. Es un misterio (mysterium iniquitatis, el misterio de la iniquidad, lo llama la doctrina católica), porque es sencillamente ausencia de conocer, ignorancia en la inteligencia, y por encima de ella, ignorancia en el saber personal. Se trata como mínimo diría un clásico de una ausencia de sabiduría, aunque parece incluso más: ausencia de ser cognoscente, es decir, de ser personal, porque si no soy yo el que conozco, no soy responsable, no soy persona. La persona es (como veremos en el Tema 12) un conocer personal. Ignorancia en ese nivel es como se ha adelantado renunciar a ser la persona que se es y se será.

De lo que precede se advierte que la persona humana que uno es sólo se conoce de modo pleno en coexistencia con Dios, porque como persona nadie es un producto de sus manos, ni de sus padres, ni de la sociedad, etc. No verse a sí mismo en correlación personal con Dios es admitir la ignorancia en la intimidad . Esa ignorancia de Dios lleva a considerarse cada quien como un fundamento independiente y aislado, lo cual resquebraja a su vez la coexistencia con las demás personas. Clásicamente esa actitud se describe como soberbia (a los de Bilbao se les puede permitir cierta dosis de "sana" soberbia...). Chistes al margen, quien cae en ese lazo cede a la sugestión, concluye la Sagrada Escritura, del “seréis como dioses” , sentencia que no sólo falsea la índole personal humana, sino también la divina, porque Dios no es "unipersonal", sino familia.


 

El para de la del hombre es la vida; la muerte, su a través. La muerte no es natural, sino “naturalmente lo más horrible para la naturaleza humana” . Por eso, la naturaleza humana teme por naturaleza la muerte; no la persona. También por ello, los hombres que están más pendientes de su naturaleza que de su persona la temen. En cambio, los que se saben más persona que naturaleza, sin dejar de sobrecogerse en su naturaleza, se sobreponen a ella. Por desgracia hoy no son pocos los que la temen, lo cual indica una generalizada pérdida del sentido personal. Sin embargo, a veces el temerla es bueno, porque impulsa a corregir errores prácticos cometidos en la vida. Pese a eso, quien la teme todavía no sabe amar (amar, más que natural, es personal), y ese temor es también señal neta de que se está falto de esperanza (esperar es, asimismo, personal). La esperanza en el tiempo y en el más allá de él es distintiva del hombre, como apreció Pieper. Para éste pensador alemán la muerte supone el “último no” . Con todo, hay que precisar que la muerte sólo es el último no para la naturaleza humana, no para la esencia humana ni para la persona, pues ni la persona ni su esencia mueren. Es más, desde ellas la muerte se puede vivir, aceptar y transformar en más vida esencial y personal.

El modelo monodual reductivo de esa tesis (hilemórfico se llama) juega malas tretas cuando se aplica estrictamente a la antropología. En efecto, si se sostiene que la unión del alma y del cuerpo es como la unión entre la forma y la materia en la realidad física, se aboca a un callejón sin salida, pues como la sustancia no es tal si falta alguno sus dos componentes, el hombre tampoco sería tal el día que le faltase el cuerpo, es decir, con la muerte. Pero en antropología conviene rechazar el modelo sustancialista, válido sólo para la realidad física. Si se habla de él para explicar al hombre, tómese sólo metafóricamente, o dígase, por ejemplo, lo que Tomás de Aquino comenta de los ángeles: que no son sustancias sino “supersustancias” . En suma, una persona es persona viva o muerta, porque la persona humana no es un compuesto sustancial de alma y cuerpo, pues ni se reduce a su alma, ni a su cuerpo, ni a la unión o totalidad de las dos. El modelo explicativo precedente también se puede llamar totalizante, porque acepta que la persona es el todo: cuerpo, alma, yo, facultades, etc. Sin embargo, una persona humana es un quién, un ser espiritual, un acto de ser, que dispone siempre de un alma (al alma pertenecen por ejemplo, la inteligencia y la voluntad), y que dispone, aunque no siempre, de un cuerpo. El acto de ser personal humano no muere. Tampoco la esencia humana y sus facultades espirituales. Lo que puede morir son algunas de las realidades humanas que son potenciales.

Pues bien, realizada sucintamente la precedente aclaración, se pueden describir ahora, en perfecto paralelismo con los tipos de vida, varios tipos de "muerte": la natural referida al cuerpo, muerte propiamente dicha; la referida al alma (por ejemplo, la carencia de "vida" en la inteligencia y en la voluntad) y la personal o espiritual. La primera es, sin más, la falta del propio cuerpo. Morir a ese nivel no significa no ser, sino no tener. Algo que se pierde de lo que se tenía es el cuerpo. Pero no sólo perdemos el cuerpo, sino todo lo adquirido por medio de él, y eso, aunque parece bastante, no es lo más importante. Explicitando esta tesis se puede decir que morir es perder todo el conocer, también el apetecer, que usa del cuerpo, o sea, que es sensible. El ver, el imaginar, el recordar sensible, etc., se pierde. Como todos esos objetos dicen referencia al mundo, morimos al mundo. Perdemos el mundo, salimos de la historia. ¿Qué es lo que no perdemos? Por ejemplo, el conocer de nuestra inteligencia, el querer de nuestra voluntad, que no son sensibles; tampoco se pierde la persona, el ser o espíritu que cada quién es. Según esto, cabe la muerte corpórea en una vida plena del alma y del espíritu.

La muerte de lo que se puede llamar "alma" es, por lo menos, aceptar la ignorancia en la inteligencia y el vicio en la voluntad. En efecto, intentar matar la inteligencia es no permitir que ésta crezca en orden a la verdad, es decir, para descubrir verdades de mayor calado. De ordinario la tendencia a morir de ese modo comienza cuando la inteligencia enferma al considerar que la verdad no se puede alcanzar, pues es demasiado arduo lograr ese objetivo; esa enfermedad se vuelve crónica cuando, desanimada la inteligencia de su búsqueda, se cree que la verdad es relativa; y se vuelve irreversible cuando se niega la verdad. Por su parte, la muerte de la voluntad se incoa cuando se intenta torcer la orientación de su querer hacia el fin último, la felicidad; se trata de procurar truncar, por así decir, su intención de alteridad respecto del bien supremo. Obviamente con estas "muertes" ni muere la inteligencia ni la voluntad, porque las potencias inmateriales son inmortales (cfr. Tema 6). Lo que muere es su posibilidad de crecimiento, y en consecuencia, el sentido de su vida, es decir, su propia verdad, pues dichas facultades están diseñadas para perfeccionarse en orden a la verdad y al bien, respectivamente y de modo irrestricto. No es, pues, una muerte que cause la desaparición completa de la vida, como la muerte corporal, aunque no por ello es menos grave que la del cuerpo.

Por otra parte, la muerte personal o espiritual es un trago todavía mucho más amargo, y también más duradero, que la corpórea. En ese sentido se puede ser un muerto en vida y mucho más tras la misma. Se trata de pasar la vida sin saber para qué se vive, cuál es el sentido último de la propia vida; en rigor, sin saber quien se es, es decir, desconociendo el sentido del ser personal. Si esa muerte perdura tras la muerte biológica, es muerte para siempre, y consiste en pactar con lo absurdo sin interrupción, es decir, en renunciar al carácter personal, en perder el sentido del ser, por haberlo despreciado libremente; o también, en frustrar lo que se era (tal persona) y lo que se estaba llamado a ser (tal persona elevada) ¿Es eso doloroso? Debe serlo, pues es uno mismo el que se pierde para sí y siempre. ¿Cabe alguna posibilidad de algo más íntima y personalmente doloroso? Si existe algo más íntimo a mí que la persona que soy, cabe algo más aún doloroso: su pérdida. Si Dios, el mayor bien, es más íntimo a uno que uno mismo, como afirmaba Agustín de Hipona , el máximo dolor se cristaliza con su definitiva pérdida. Pero ¿y si no somos inmortales?, ¿y si acaba la vida del espíritu con la del cuerpo? Atendamos, pues a esta objeción.


 

Ciñámonos, pues, con rigor a la prueba, por lo demás, clásica, de la inmortalidad . La inmaterialidad del alma humana se descubre por la inmaterialidad de sus facultades. Las potencias inmateriales del alma humana son la inteligencia y la voluntad. Cada una de ellas posee distintos y variados actos u operaciones que permiten conocer o querer, y cada uno de esos actos posee objetos conocidos distintos, o tiende a realidades queridas distintas. Debemos, por tanto, demostrar la inmaterialidad de los actos y de los objetos de la inteligencia y de la voluntad, pues la espiritualidad del alma se demuestra por la espiritualidad de sus facultades; la de éstas, por la inmaterialidad de sus respectivos actos, y la de éstos por la inmaterialidad de sus objetos. Atendamos, pues, a éstos últimos.

Nuestros objetos pensados son de diverso tipo: universales, generales e incluso irreales. “Mesa, silla, lápiz, árbol, etc.”, como objetos abstractos pensados, son universales. “Parte, todo, máximo, etc.”, como ideas pensadas son generales. Sin embargo, nada de la realidad física es universal como tales objetos pensados, ni tampoco general. “Cero, conjunto vacío, números rojos, etc.”, son irreales. En efecto, no existe nada real positivo, material, físico, que responda a esos nombres. Pero el significado de esos nombres lo podemos pensar. Podemos pensar incluso la “nada”, y es claro que la nada no tiene nada de material, ni siquiera de real. Luego, si somos capaces de pensar esos objetos es que nuestra inteligencia no es física, material. Y como nuestra inteligencia pertenece a nuestra alma, es decir, a nuestra vida humana, es claro que nuestra vida desborda lo corpóreo, lo biológico. No se agota con ello. Lo transciende.

Pensar que pensamos y querer querer tampoco tienen una finalidad corpórea, vital, biológica. Realizamos muchas acciones cuyo sentido desborda lo biológico, e incluso a veces lo contradice (ej. Ana Frank no escribió su Diario por ningún fin biológico, pues con ello no se iba a ganar la vida o salvarla de la persecución nazi, sino, casi con toda seguridad, todo lo contrario; tampoco los buenos filósofos buscan un fin material, físico, económico, biológico; por su parte, los héroes lo son porque dieron su vida por realidades humanas más nobles que las materiales; los santos, por asuntos ultraterrenos. Si estos grandes personajes de la historia fueron capaces de ello, es porque en cierto modo conocieron tales bienes, y es más que sospechoso pensar que tan gran multitud de gente tan correcta y sensata estuvieran mal de la cabeza o que la causa de ello como decía socarronamente un antropólogo biologicista y culturalista en un reciente congreso radicase en el exceso de vino o en la melancolía...

Es manifiesto que los ejemplos se podrían multiplicar. Si el alma puede ejercer operaciones inorgánicas, e incluso antiorgánicas, es señal clara de que el alma no sólo es más que el cuerpo y de que puede usar de él, sino también de que puede darse al margen del cuerpo. Como se puede apreciar, la inmaterialidad del alma humana no es un tema exclusivo de la fe sobrenatural, sino que se alcanza pensando de modo natural. ¿Qué no se ve? Pues entonces habrá muchos ámbitos de la vida real que quedarán sin explicar. ¿Qué no se quiere ver? ¡Qué le vamos a hacer! Las verdades no se deben imponer a nadie.


 

Inmortal es distinto de eterno. Inmortal significa que no puede morir, aunque puede ser duradero con sucesión ininterrumpida (ej. algo así como describe Dante el infierno en su Divina Comedia). En cambio, la eternidad está al margen del tiempo. Eternidad no significa tampoco presente. El presente no es, desde luego, tiempo, pero tampoco eternidad. El presente no es tiempo porque no se da en la realidad física, sino en nuestro pensar. En efecto, la presencia es mental. En cambio, la realidad extramental no es presencial, sino sucesiva, temporal.

En lo físico se da el movimiento, es decir, la sucesión ininterrumpida de asuntos; se da lo que se mueve constantemente y que nunca acaba de moverse, de cambiar. Nada en lo físico ha terminado nunca de suceder; nada es perfecto o acabado. Por tanto, no es presente, quieto o detenido. No podemos parar la realidad física. Está en constante cambio, no en presente. Presente es lo presentado por nuestro acto de pensar. Ese acto de pensar ha eximido a lo pensado del movimiento, y consecuentemente, del tiempo. Lo pensado no es eterno, sino simultáneo al acto de pensar. De modo que lo presentado desaparece si se retira el acto de pensar. Sin acto de pensar, que es el presentar o la presencia mental, de lo presentado, (lo pensado, que es en presente) no queda ni rastro. La presencia mental de la inteligencia articula el tiempo de los sentidos internos (memoriacogitativa), y éste tiempo deriva, a su vez, del modo de captar el tiempo físico los sentidos externos humanos. Al abstraer de los sentidos internos, la inteligencia forma un objeto pensado que puede referirse al pasado (por ejemplo los abstractos de legionario, fariseo, templario, etc.), o proyectarlo hacia el futuro (por ejemplo, las nociones de sociedad postlaicista, nación europea, postcapitalismo, etc.). En cualquier caso, lo pensado como pensado no se mueve, no es ni pasado ni futuro, sino presente al acto de pensar mientras se piensa, es decir, mientras se ejerce el acto. Por eso, como decía Aristóteles, conocer el tiempo no es tiempo, y también por eso se puede estudiar historia.

Si el pensar empieza a vivir dándose al margen del tiempo físico, se puede empezar a sospechar que la persona, que es superior al pensar de su inteligencia, tampoco es afectada radicalmente por ese tiempo. La presencia está en manos del hombre, en manos de su razón, pero ¿en manos de quién está la eternidad? Es claro que no está en manos humanas. Entonces, ¿existe o no existe? Se puede mostrar su existencia si se repara un poco más en el ser personal del hombre. En efecto, éste trasciende el tiempo físico. Añádase que la persona humana transciende también el presente de su inteligencia. Precisamente por eso se conoce que lo pensado es presente. Ahora bien, el hombre no es eterno, pues tiene origen, aunque no tenga fin en el sentido de término (a este tipo de criatura espiritual los medievales la llamaban evo). Se puede decir que, así como la persona humana es originada por la eternidad, es eternizable por ésta, porque la eternidad no está en poder del hombre, sino en manos de las personas que son eternas, a saber, las divinas.

Cambiemos el modo de decir, a ver si así nos percatamos algo más del sentido real de la noción de "eternidad". La teología natural o filosófica acostumbra a decir que “Dios es eterno”. Pero tal vez sea mejor decir que la eternidad es Dios. Así referimos la eternidad al ser personal divino, no a una imagen espaciotemporal ajena a su ser. Pues bien, como veremos, la persona humana es coexistencia con Dios (Tema 13). De modo que es eternizable respecto de él. Pero lo es dependientemente, esto es, no de “motu propio” sino por ayuda divina. Es decir, es eternizable mientras vive en el mundo, y llegará a ser de algún modo coeterna después de esta vida, si libremente acepta su libre coexistencia con Dios . Es eterno lo que es al margen del tiempo. Se ha indicado más arriba que la persona humana no es tiempo sino que está en el tiempo. Si la persona fuese tiempo (como propusieron Nietzsche, Marx, Heidegger, etc.), serían más personas los más ancianos. La persona humana no crece como persona en dependencia del tiempo, sino por su elevación divina, que no se supedita al tiempo físico. Con lo cuál, la vinculación a Dios tampoco puede ser estrictamente temporal, al menos según el tiempo físico. Ello indica que en el hombre se deben distinguir varios tipos de tiempo, al menos el físico, que afecta a su cuerpo, y el espiritual, que afecta a su persona. De la persona humana cabe decir que es eternizable, es decir, que está llamada desde el principio a eternizarse, aunque no por sus propias fuerzas, sino por don gratuito divino, si es que ese regalo es aceptado libremente por parte de cada hombre.

La vida humana completa no es sólo la terrena. No tratar teóricamente de la vida post mortem es dejar truncada la antropología, que no es sólo una parte, sino la más importante de la asignatura. Como es manifiesto, este amplio enfoque queda reducido en muchas antropologías culturales y filosóficas. En las menos, a esta segunda parte se alude tan sólo al final del manual y a título de corolario. No obstante, es pertinente presentar de entrada todo el mapa de la vida humana y su mayor y menor relieve según zonas, pues lo contrario es acotar su cartografía. Sin embargo, no se trata ahora de detallar cada una de las partes de esta rica geografía. Tiempo habrá. Por lo demás, y como también se verá, tanto respecto de la vida en la presente situación como en la futura, conviene saber de entrada que, en el fondo, ambas son inexplicables sin Dios. A continuación se alude a esto, indicando con ello que una antropología para inconformes no debe concordar con esa parte del quehacer académico de nuestro tiempo que acostumbra a silenciar a Dios en sus aulas y escritos, no menos que otros doctrinarios sociales en la vida pública ordinaria.

Si algún lector se extraña de que desde el Capítulo 1 se aluda a la muerte y a la inmortalidad (e incluso a la eternidad), cuando lo ordinario es que en los manuales de antropología filosófica eso se suela poner en sordina, o dedicar a este menester el último Tema (y no tratar esos asuntos abiertamente por no se "políticamente correctos"), Platón le respondería que alguien sólo es filósofo, cuando piensa en el problema de la muerte , máxime si se trata de la suya. Como nuestro estudio intenta ser filosófico; ergo… Además, sólo en orden al fin se puede poner orden (sentido) a la vida, y Aristóteles decía que lo propio del sabio es ordenar. Si nuestra orientación desea ser sapiencial…

Recuérdese: esta vida no es la definitiva, sino menor y en orden a aquélla, pues lo menos está en función de lo más. De modo que sin lo más carece de sentido lo menos; es decir, no se puede buscar el sentido de la vida humana centrando la atención exclusivamente en la vida terrena.