domingo, 4 de marzo de 2012

Paternidad responsable: profundización en el Magisterio



1° CAMBIO DE ENFOQUE DEL MATRIMONIO

Durante el siglo XX se produjeron dos momentos de cambio notables en la percepción del matrimonio y de la familia, especialmente en lo que se refiere a la procreación. Hay dos acontecimientos que parecen haber acelerado este proceso de transformación cultural y social:

1) 1935 El libro de  Herbert Doms
“Sentido y finalidad del matrimonio.”
El primer cambio se refiere al surgimiento de una concepción más personalista que legal del matrimonio. Como un hecho emblemático de esta nueva mentalidad se puede considerar el libro de Herbert Doms. No tanto por la repercusión que pueda haber tenido, sino porque en él se recoge los aportes de la filosofía personalista que está en la conciencia culta europea y se aplica al matrimonio, destacando el valor único de la persona humana; la importancia que tiene para el matrimonio y la familia el amor mutuo. Con este aporte se impulsa toda una reflexión y se hace más consciente la evolución que está teniendo el estilo de vida matrimonial.
2) 1952-56 Los descubrimientos médicos 
Doctores G. Pincus y John Rock

El segundo acontecimiento proviene del mundo de la investigación médica. Los doctores Pincus y Rock descubren la manera de provocar artificialmente los períodos agenésicos. Con este descubrimiento se responde, de alguna manera, a la explosión demográfica ocasionada especialmente a partir del descubrimiento de los antibióticos, pero que, a su vez, hace surgir toda una problemática de tipo teológico y moral en torno al matrimonio que aún está candente.

Apoyándose en este descubrimiento, pero sin considerar las implicaciones éticas, se desatan en todo el mundo campañas de control de la natalidad que responden a un cierto pánico ante el aumento acelerado de la población. Estas campañas han sido mantenidas por organismos internacionales. 

2° RESPUESTA DEL MAGISTERIO

El Magisterio de la Iglesia no sólo acompañó este proceso que amagaba los cimientos mismos de la cultura moderna y conducía a la familia a su máxima debilidad, sino que, en cierto sentido se adelantó a él. Prueba de ello son los documentos magisteriales que comienzan a aparecer ya desde 1930 y que van diseñando una doctrina cada vez más clara y coherente al respecto. Sin pretender profundizar en el tema vamos a mostrar lo más significativo de cada uno de ellos.

1. “Casti Connubii”, el 31 de Diciembre de 1930, Pío XI

El primer paso dentro del proceso de gestación de una doctrina orgánica e integral sobre el matrimonio fue el documento de Pío XI, Casti Connubii. En él se aborda explícitamente la doctrina sobre la regulación de la natalidad.

“.. de lo que se opone a los bienes del matrimonio, hemos de hablar en primer lugar de la prole, la cual muchos se atreven a llamar pesada carga del matrimonio, por lo que los cónyuges han de evitarla con toda diligencia, no ciertamente por medio de una honesta continencia (permitida también en el matrimonio, supuesto el consentimiento de ambos esposos), sino viciando el acto conyugal.

Ningún motivo aun cuando sea gravísimo, puede hacer que lo que va intrínsecamente contra la naturaleza, sea honesto y conforme a la misma naturaleza;...”C.C. n. 35)

cualquier uso del matrimonio en cuyo ejercicio el acto, de propia industria, queda destituido de su natural fuerza procreativa, va contra la ley de Dios y contra la ley natural, y los que tal cometen se hacen culpables de grave delito” (C.C. 36)

2. Enseñanzas de Pío XII

Más tarde, Pío XII en múltiples ocasiones, especialmente en su nutrido contacto con los médicos y enfermeras de Roma, vuelve una y otra vez a reafirmar el pensamiento de Pío XI.[iv] Trazó claramente la línea divisoria del juicio moral sobre el uso de la progesterona. Afirmó que, si se utiliza con fin “terapéutico”, es lícita, porque lo que pretenden es curar a la mujer, “para evitar la ovulación” y consecuentemente la fecundidad misma, entonces es ilícita.

3. “Gaudium et Spes”

El Concilio Vaticano II no se sintió llamado a innovar en esta materia. Sin embargo, al hacer planteamiento global sobre el matrimonio, dio un enfoque que vendría a ser esencial para la nueva síntesis que presentaría más adelante Paulo VI y reafirmaría Juan Pablo II. Se refiere expresamente a aquellas circunstancias en que es preciso ejercer un cierto control de la fecundidad. El enfoque es el de la defensa de la vida, clarificando que es misión y responsabilidad del matrimonio. Lo presenta desde la perspectiva de la paternidad responsable y hace hincapié en la necesidad de recurrir a criterios objetivos al tomar esa decisión. En este planteamiento ya está expresada la unidad que debe existir entre los dos sentidos del acto conyugal: entrega íntima y procreatividad.

En el deber de transmitir la vida humana y de educarla, lo cual hay que considerar como su propia misión, los cónyuges saben que son cooperadores del amor de Dios Creador y como sus intérpretes. Por eso, con responsabilidad humana y cristiana cumplirán su misión y con dócil reverencia hacia Dios se esforzarán ambos, de común acuerdo y común esfuerzo, por formarse un juicio recto, atendiendo tanto a su propio bien personal como al bien de los hijos, ya nacidos o todavía por venir, discerniendo las circunstancias de los tiempos y del estado de vida tanto materiales como espirituales, y, finalmente, teniendo en cuenta el bien de la comunidad familiar, de la sociedad temporal y de la propia Iglesia. Este juicio, en último término, deben formarlo ante Dios los esposos personalmente. En su modo de obrar, los esposos cristianos sean conscientes de que no pueden proceder a su antojo, sino que siempre deben regirse por la conciencia, la cual ha de ajustarse a la ley divina misma, dóciles al Magisterio de la Iglesia, que interpreta auténticamente esa ley a la luz del Evangelio.” (G. S. n. 50)

"El Concilio sabe que los esposos, al ordenar armoniosamente su vida conyugal, con frecuencia se encuentran impedidos por algunas circunstancias actuales de la vida, pueden hallarse en situaciones en las que el número de hijos, al menos por cierto tiempo, no pueda aumentarse, y el cultivo del amor fiel y la plena intimidad de vida tienen sus dificultades para mantenerse...

Hay quienes se atreven a dar soluciones inmorales a estos problemas; más aún, ni siquiera retroceden ante el homicidio; la Iglesia, sin embargo, recuerda que no puede haber contradicción entre las leyes divinas de la transmisión de la vida y del fomento del genuino amor conyugal.

Pues Dios, Señor de la vida, ha confiado a los hombres la insigne misión de conservar la vida, misión que ha de llevarse a cabo de modo digno del hombre.  Por tanto, la vida desde su concepción ha de ser salvaguardada con el máximo cuidado; el aborto y el infanticidio son crímenes abominables"(G.S. Nº 51).

“Al tratar de conjugar el amor conyugal con la responsable transmisión de la vida, la índole moral de la conducta no depende de la sincera apreciación e intención de los motivos, sino de criterios objetivos, tomados de la naturaleza de la persona y de sus actos, que guardan íntegro el sentido de la mutua entrega y de la procreación humana, entretejidos con el amor verdadero; eso es imposible sin cultivar la virtud de la castidad conyugal sinceramente. No es lícito a los hijos de la Iglesia, fundados en estos principios, ir por caminos que el Magisterio, al explicar la ley divina reprueba, sobre la regulación de la natalidad.” (Idem)

4. “Humanæ Vitæ”

Como preámbulo de la promulgación de «Humanae Vitae» conviene recordar que Juan XXIII había constituido una «Comisión de Matrimonio y Natalidad» conformada por especialistas de todo el mundo para analizar los nuevos desafíos al respecto. La Iglesia entera estaba a la espera del informe de ella y del pronunciamiento definitivo del Papa sobre el uso de los anovulares.

Durante ese tiempo de espera, Paulo VI tuvo una sorpresiva intervención en una asamblea de Cardenales. En ella reafirmó la vigencia de la doctrina enseñada por Pío XII sobre el uso de la progesterona, pero, a la vez, manifestó su intención de extender la Comisión de Matrimonio y Natalidad agregando la participación de seglares casados, sacerdotes, religiosos y obispos. Junto con reconocer la complejidad del problema, afirma que entre las múltiples competencias que se suman en él, se debe destacar la de los propios esposos. No obstante eso, afirma que lo que está en juego es la ley divina, que debe ser interpretada a la luz de las nuevas evidencias científicas. Termina su intervención planteando tres normas a las que es preciso atenerse:
·         Todos los católicos han de atenerse a una única ley en esta materia tan grave.
·         Nadie puede arrogarse, hasta un pronunciamiento papal, el derecho a enseñar en términos diferentes a la norma vigente.
·         No encuentra argumentos suficientes para considerar superadas las normas de Pío XII.[v]

La Comisión evacuó su informe, el Papa reflexionó y oró y, en contra del veredicto mayoritario de ella, el dictamen de Paulo VI, hecho a través de la promulgación de la Encíclica «Humanae Vitae», fue negativo en relación a la liberalización del uso de ciertos medios anticonceptivos considerados por muchos como lícitos, concretamente, de la píldora anovulatoria de Pinks.

1º Define el concepto de «Paternidad Responsable».

10. Por ello el amor conyugal exige a los esposos una conciencia de su misión de “paternidad responsable” sobre la que hoy tanto se insiste con razón y que hay que comprender exactamente. Hay que considerarla bajo diversos aspectos legítimos y relacionados entre sí.

1. En relación con los procesos biológicos, paternidad responsable significa conocimiento y respeto de sus funciones; la inteligencia descubre, en el poder de dar la vida, leyes biológicas que forman parte de la persona humana.

2. En relación con las tendencias del instinto y de las pasiones, la paternidad responsable comporta el dominio necesario que sobre aquellas han de ejercer la razón y la voluntad.

3. En relación con las condiciones físicas, económicas, psicológicas y sociales, la paternidad responsable se pone en práctica ya sea con la deliberación ponderada y generosa de tener una familia numerosa ya sea con la decisión tomada por graves motivos y en el respeto de la ley moral, de evitar un nuevo nacimiento durante algún tiempo o por tiempo indefinido.

4. La paternidad responsable comporta sobre todo una vinculación más profunda con el orden moral objetivo, establecido por Dios, cuyo fiel intérprete es la recta conciencia.  El ejercicio responsable de la paternidad exige, por tanto, que los cónyuges reconozcan plenamente sus propios deberes para con Dios, para consigo mismo, para con la familia y la sociedad, en una justa jerarquía de valores.

En la misión de transmitir la vida, los esposos no quedan por tanto libres para proceder arbitrariamente, como si ellos pudiesen determinar de manera completamente autónoma los caminos lícitos a seguir, sino que deben conformar su conducta a la intención creadora de Dios, manifestada en la misma naturaleza del matrimonio y de sus actos y constantemente enseñada por la Iglesia“

2º Invita a respetar la naturaleza y finalidad del acto matrimonial.

11.  Estos actos, con los cuales los esposos se unen en casta intimidad, y a través de los cuales se transmite la vida humana, son, como ha recordado el Concilio, “honestos y dignos”  y no cesan de ser legítimos si, por causas independientes de la voluntad de los cónyuges, se prevén infecundos, porque continúan ordenados a expresar y consolidar su unión. De hecho, como atestigua la experiencia, no se sigue una nueva vida de cada uno de los actos conyugales. Dios ha dispuesto con sabiduría leyes y ritmos naturales de fecundidad que por sí mismo distancian los nacimientos.  La Iglesia, sin embargo, al exigir que los hombres observen las normas de la ley natural interpretada por su constante doctrina, enseña que cualquier acto matrimonial (quilibet matrimonii usus) debe quedar abierto a la transmisión de la vida.

3º Plantea lo inseparable de dos aspectos : Unión y procreación.

12. Esta doctrina, muchas veces expuesta por el Magisterio, está fundada sobre la inseparable conexión que Dios ha querido y que el hombre no puede romper por propia iniciativa, entre los dos significados del acto conyugal: el significado unitivo y el significado procreador. Efectivamente, el acto conyugal, por su íntima estructura, mientras une profundamente a los esposos, los hace aptos para la generación de nuevas vidas, según las leyes inscritas en el ser mismo del hombre y de la mujer.  Salvaguardando ambos aspectos esenciales, unitivo y procreador, el acto conyugal conserva íntegro el sentido del amor mutuo y verdadero y su ordenación a la altísima vocación del hombre a la paternidad. Pensamos que los hombres, en particular los de nuestro tiempo, se encuentran en grado de comprender el carácter profundamente razonable y humano de este principio fundamental.

4º Ubica esto como fidelidad al plan de Dios.

13. Justamente se hace notar que un acto conyugal impuesto al cónyuge sin considerar su condición actual y sus legítimos deseos, no es un verdadero acto de amor; y prescinde por tanto de una exigencia del recto orden moral en las relaciones entre los esposos.  Así, quien reflexiona rectamente deberá también reconocer que un acto de amor recíproco, que prejuzgue la disponibilidad a transmitir la vida que Dios Creador, según particulares leyes, ha puesto en él, está en contradicción con el designio constitutivo del matrimonio y la voluntad del Autor de la vida.  Usar este don divino destruyendo su significado y su finalidad, aún sólo parcialmente, contradecir la naturaleza del hombre y la de la mujer y sus más íntimas relaciones, y por lo mismo es contradecir también el plan de Dios y su voluntad.  Usufructuar en cambio el don del amor conyugal respetando las leyes del proceso generador significa reconocerse no árbitros de las fuentes de la vida humana, sino más bien administradores del plan establecido por el Creador. 

En efecto, al igual que el hombre no tiene un dominio ilimitado sobre el cuerpo en general, del mismo modo tampoco lo tiene, con más razón, sobre las facultades generadoras en cuanto tales, en virtud de su ordenación intrínseca a originar la vida, de la que Dios es principio. La vida humana es sagrada recordaba Juan XXIII; desde su comienzo, compromete directamente la acción creadora de Dios

5º Define las vías ilícitas para la regulación de los nacimientos.

14. En conformidad con estos principios fundamentales de la visión humana y cristiana del matrimonio, debemos una vez más declarar que:
1. hay que excluir absolutamente, como vía lícita para la regulación de los nacimientos, la interrupción directa del proceso generador ya iniciado, y sobre todo el aborto directamente querido y procurado, aunque sea por razones terapéuticas.

2. hay que excluir igualmente, como el Magisterio de la Iglesia ha declarado muchas veces, la esterilización directa, perpetua o temporal, tanto del hombre como de la mujer;  queda además excluida toda acción que,  o en previsión del acto conyugal, o en su realización, o en el desarrollo de sus consecuencias naturales, se proponga, como fin o como medio, hacer imposible la procreación.

3. tampoco se pueden invocar como razones válidas, para justificar los actos conyugales intencionalmente infecundos, el mal menor o el hecho de que tales actos constituirían un todo con los actos fecundos anteriores o que seguirán después, y que por tanto compartirán la única e idéntica bondad moral.  En verdad, si es lícito alguna vez tolerar un mal moral menor a fin de evitar un mal mayor o de promover un bien más grande, no es lícito, ni aun por razones gravísimas, hacer el mal para conseguir el bien, es decir, hacer objeto de un acto positivo de voluntad lo que es intrínsecamente desordenado y por lo mismo indigno de la persona humana, aunque con ello se quisiese salvaguardar o promover el bien individual, familiar o social.  Es por  tanto un error pensar que un acto conyugal, hecho voluntariamente infecundo, y por esto intrínsecamente deshonesto, pueda ser cohonestado por el conjunto de una vida conyugal fecunda.



6º Muestra la licitud de los medios terapéuticos.

15. La Iglesia en cambio, no retiene de ningún modo ilícito el uso de los medios terapéuticos verdaderamente necesarios para curar enfermedades del organismo, a pesar de que se siguiese un impedimento, aun previsto, para la procreación, con tal de que ese impedimento no sea, por cualquier motivo, directamente querido.

7º Proclama la licitud del recurso a los períodos infecundos.

16. A estas enseñanzas de la iglesia sobre la moral conyugal se objeta hoy, como observábamos antes (n. 3), que es prerrogativa de la inteligencia humana dominar las energías de la naturaleza irracional y orientarlas hacia un fin en conformidad con el bien del hombre.  Algunos se preguntan: actualmente, ¿no es quizás racional recurrir en muchas circunstancias al control artificial de los nacimientos, si con ello se obtienen la armonía y la tranquilidad de la familia y mejores condiciones para la educación de los hijos ya nacidos?  A esta pregunta hay que responder con claridad: la Iglesia es la primera en elogiar y en recomendar la intervención de la inteligencia en una obra que tan de cerca asocia la creatura racional a su Creador, pero afirma que esto debe hacerse respetando el orden establecido por Dios.

Por consiguiente si para espaciar los nacimientos existen serios motivos, derivados de las condiciones físicas o psicológicas de los cónyuges, o de circunstancias exteriores, la Iglesia enseña que entonces es lícito tener en cuenta los ritmos naturales inmanentes a las funciones generadoras para usar del matrimonio sólo en los períodos infecundos y así regular la natalidad sin ofender los principios morales que acabamos de recordar.

La Iglesia es coherente consigo misma cuando juzga lícito el recurso a los períodos infecundos, mientras condena siempre como ilícito el uso de medios directamente contrarios a la fecundación, aunque se haga por razones aparentemente honestas y serias.  En realidad, entre ambos casos existe una diferencia esencial: en el primero los cónyuges se sirven legítimamente de una disposición natural; en el segundo impiden el desarrollo de los procesos naturales. Es verdad que tanto en uno como en otro caso, los cónyuges están de acuerdo en la voluntad positiva de evitar la prole por razones plausibles, buscando la seguridad de que no seguirá; pero es igualmente verdad que solamente en el primer caso renuncian conscientemente al uso del matrimonio en los períodos fecundos cuando por justos motivos la procreación no es deseable, y hacen uso después en los períodos agenésicos para manifestarse el afecto y para salvaguardar la mutua fidelidad. Obrando así ellos dan prueba de amor verdadero e integralmente honesto.”




Así me hice cura, del p. José Luis Martín Descalzo


Este relato, escrito por Martín Descalzo cuando era un sacerdote recién ordenado, muestra con viveza todo el proceso del nacimiento y la maduración de la llamada a una vida de entrega a Dios y a los demás. Todo un gran horizonte de sacrificio y al tiempo de satisfacción, de renuncia y al tiempo de conciencia de ser un afortunado, de dejar algunas cosas pero ganar muchas más.



La noche del 27 al 28 de diciembre de 1942 fue muy importante para un chico de doce años llamado José Luis Martín Descalzo. Transcurrían las vacaciones de Navidad en casa de don Cosme, hermano de su madre y párroco de San Cebrián de Arriba, un pueblecito de León. Aquella tarde había caído una gran nevada.

«En el viejo cuarto de estar —recordaría José Luis unos años después— golpeaba un reloj que marchaba más de prisa que los pasos de mi tío, que resonaban en el despacho. Mi tío era un hombre de esos a quienes hay que querer en cuanto se les conoce. Tenía el pelo gris y dos grandes arrugas surcaban la frente, sin que ninguna de estas dos cosas consiguieran hacer menos brillante su mirada ni apagar su sonrisa constante. En el cuarto de estar, mis hermanas hacían comiditas en un rincón. Yo jugaba con Laurel, un canelo de dos años a quien habíamos tenido que meter en casa porque la nieve casi taponaba la puerta de su caseta. De pronto, Laurel se puso rígido, estiró las orejas y lanzó un ladrido agudo, que hizo que mis hermanas levantaran a un tiempo la cabeza. Fue entonces cuando oímos que un caballo se acercaba calle abajo, se paraba a nuestra puerta. Llamaban. Mi madre tiró de la soga, y al tiempo se abrieron la puerta de la calle y la del despacho de mi tío, que apareció con el breviario en la mano. Abajo había un hombre mal afeitado y con la pelliza salpicada de nieve.»

Aquel hombre venía a avisar de que en Roblavieja se había puesto muy enferma una señora y quizá falleciera esa misma noche. Él seguía su camino a otro lugar en busca de unas medicinas. Don Cosme no dudó instante, se puso sus botas, acabó de prisa su cena y se dispuso a salir. No sirvieron de nada los consejos de su hermana, que le hacía ver el peligro de salir andando, de noche y con esa nevada, para hacer los cuatro kilómetros hasta aquel otro pueblo. Solo logró convencerle de que le acompañara su sobrino.

«Había dejado de nevar y el aire estaba tibio. Había salido la luna, que daba a la nieve una luz extrañamente blanca. Cuando salimos del pueblo, el reloj de la torre dio las diez de la noche. Mi tío iba embozado en su manteo, bajo el que ocultaba la caja de los sacramentos. Yo iba físicamente embutido en el abrigo y la bufanda y caminaba a saltos para no helarme los pies. La primera parte del camino fue fácil; pero cuando llevaríamos andados cerca de tres cuartos de hora se ocultó la luna y comenzó otra vez a nevar. Se levantó un frío que cortaba y que hacía llorar. La noche se había puesto muy oscura y no había más luz que la que despedía el brillo de la nieve. Fue entonces cuando yo comencé a tener miedo de veras, porque noté que mis pies se hundían más que antes, y tuve la sensación de que nos habíamos salido del camino. Miré a mi tío sin atreverme a hablar, y vi en sus ojos idéntico temor. Nos detuvimos. Se veían ya algunas luces de Roblavieja y el pueblecito se dejaba ver como una mancha más oscura. Pero ¿y el camino? No había posibilidad de adivinarlo, ya que la nieve estaba tendida como una capa, que no permitía adivinar dónde estaba el suelo firme y liso.

»Seguimos andando a la ventura, y ahora el pavor estaba ya en mi corazón. Y entonces fue cuando sucedió lo que tenía que suceder, lo que estaba señalado para esta fecha desde la eternidad. Y todo fue sencillo, como una lección bien aprendida. Mi tío perdió tierra y cayó, dando un grito. Yo corrí hacia él e intenté ayudarle a ponerse en pie. Pero fue inútil. No podía ponerse en pie y ya no volvería a caminar más.

»Lo demás todo fue muy rápido. Corrí como un loco hacia el pueblo, sin atender en absoluto al peligro que también yo corría. Aporreé la puerta de la primera casa hasta hacerme daño en los nudillos. La noticia corrió de casa en casa, y poco después unos veinte hombres y varios perros me acompañaban al lugar donde había dejado a mi tío. Mientras, seguía nevando, y los ladridos de los perros eran secos y parecía que hicieran daño en el silencio. Mi tío estaba sin sentido, pero vivo todavía. Cuando le levantaron quedó en medio de la nieve removida una mancha de sangre que chillaba entre la blancura. Envuelto en una manta le llevaron hacia el pueblo. Abrió los ojos y pidió que le llevaran a casa de la enferma.

»Le arrimaron al fuego y se fue reanimando, mientras el médico vendaba la pierna, toda roja. Cuando estuvo un poco más repuesto pidió que le acercaran a la cama de la enferma, que era una viejecita arrugada que hablaba con rápidos chillidos. Había mucha gente en el cuarto, y yo noté que todos apretaban los labios como queriendo contener el llanto. Yo me quedé junto al fogón, sin acabar de comprender lo que pasaba; era demasiado grande aquello para mi pequeña cabeza. Yo perdí la noción del tiempo, porque mi tío y la vieja parecían no cansarse de hablar. Yo oía desde lejos la respiración ahogada de mi tío —una respiración irregular, como una máquina estropeada—, y entonces, no sé cómo, le vi como uno de aquellos troncos que iban desfalleciendo en el fogón. Le veía doblarse lentamente hasta que al fin cayera. Pero veía su sonrisa clara, que tampoco ahora se apagó; su alegría de morir en un acto de servicio, morir calentando a los demás y agotarse para dar puesto a otro leño que vendría tras él, para morir también en el fogón. Fue entonces cuando se me ocurrió de repente —¿cómo?— que por qué no iba a ser yo el leño que le sustituyera. No sé, nunca se sabe cómo se ocurren las grandes ideas.

»Al día siguiente las campanas de los dos pueblos tocaron a muerto, ¡aunque parecía que tocaban a gloria! Yo estaba como abstraído, como fuera de mí. La gente pensaba que era tristeza por la muerte de mi tío; pero ¿cómo iba a entristecerme una muerte tan estupenda? Me parecía tan terriblemente hermosa aquella muerte, que empecé desde entonces a soñarla para mí. Y era este sueño lo que obsesionaba mi cerebro infantil.»

Al siguiente mes de octubre, José Luis entró en el Seminario. Las cosas no fueron fáciles, pero fueron resolviéndose. «Yo recordaba siempre a mi tío en cada sacerdote que veía, y recordaba aquella noche de nieve cada vez que nuestro patio aparecía blanqueado; recordaba sobre todo aquel fogón en que los leños iban consumiéndose. Y pensaba: dentro de cuatro años me tocará a mí arder y también calentar y alumbrar. ¿Qué sería de nosotros sin este fuego vivificador? En los pueblos sin sacerdote —pensaba— deben tener un invierno perpetuo.

»Y entonces venía a mi memoria toda mi vida. Recordaba, sobre todo, aquella noche de diciembre y me parecía que ahora yo estaba repitiéndola. Tanto, que cuando por fin subí al altar tuve la sensación de oír el reloj que aquella noche había dado las diez campanadas. Y cuando me acercaba a la Consagración me parecía como si me hundiese en tierra, igual que aquella noche en la nieve. Me temblaba el corazón como entonces, aunque esta vez no de miedo, sino de gozo.

»Cuando acabó la Misa me senté en un rincón de la iglesia y allí estuve largo rato, como intentando explicarme a mí mismo lo que había sucedido. Todo en mi vida era distinto, comenzaba a sentirme útil y mi existencia empezaba a servir para algo. Me veía entre los hombres con las manos llenas de amor y siendo como un canal entre ellos y Dios, un canal por el que bajarían las gracias del Cielo, por el que subirían las oraciones de la tierra. Me veía derramando el agua santa sobre la frente de los niños, y acompañando los últimos minutos de los moribundos; perdonando a los jóvenes sus pecados— ¡ah, y viéndoles marcharse contentos, con una nueva alegría!— y bendiciendo los nuevos hogares en que se perpetuaría la vida. Veía a los niños arrodillados, puros y angelicales, ante el altar, y yo bajaba hasta ellos y les ponía el Cuerpo del Señor sobre la lengua. Yo rezaba también sobre los muertos, y mi bendición era lo último que descendía sobre sus tumbas entre las paletadas de tierra. Yo bendecía las casas, y los animales, y los frutos, y hablaba a los hombres de Dios, y por ellos, por todos ellos, levantaba en las manos la Hostia blanca, en la que Cristo se nos mostraría y vendría a vivir entre nosotros. Sí —pensé—; mi vida comienza a servir para algo.

»Pienso que ya estoy ardiendo, que soy el leño en el fuego, el fuego que ilumina, que calienta; que ése es mi destino: consumirme en un acto de servicio, en un glorioso acto de servicio a los hombres. ¡Y estoy tan orgulloso con este destino!

»¿Cuánto durará? ¡Qué importa eso! Quizá sean muchos años, como mi tío; quizá solo unos meses, puede que unos días; quién sabe si esta misma noche no nevará y estará borrado el camino que lleva a Castales y llegará uno a caballo a llamar a mi puerta. Por eso tengo que darme prisa, tengo que buscar en seguida alguien que me sustituya, que siga en la brecha si yo muero. Este fuego no puede extinguirse, porque con él se apagaría el mundo.»