domingo, 22 de marzo de 2009

La Conspiración contra la Sotana Blanca


El Evangelio de este domingo, luego de hablarnos del misterio del Amor de Dios manifestado en la muerte de Cristo, y de la posibilidad de que el hombre pueda cerrarse ante ese Amor, nos advertía: "Todo el que obra mal odia la luz".

¿Por qué la Luz puede ser odiada? ¿Cómo es posible semejante cosa? Es que la Luz pone en evidencia las tinieblas, el mal, el error. Cuando hay luz, todo queda al descubierto. Por eso las tienieblas la odian, se la quiere destruir y hacer desaparecer.

Esta frase evangélica puede aplicarse a la polémica suscitada en días pasados en torno a las palabras de Benedicto XVI, durante el vuelo hacia Camerún y Angola. No voy a repetir estas declaraciones, que se pueden encontrar -completas, no recortadas como en casi todos los medios periodísticos más difundidos- en muchos sitios de internet.

Lo que me llamó la atención fue el ODIO con que muchos reaccionaron. Porque los ataques fueron frontales, personales, globales. Daba la impresión de que, de pronto, Benedicto XVI era responsable de millones de muertes, y por tanto uno de los grandes genocidas de la historia de la Humanidad, comparable solo a Hitler...

Descalificaron absolutamente su persona y -como ocurre normalmente- no mostraron ningún argumento convincente, ni científico ni antropológico. Hipócritamente, lo acusaron de “vivir fuera del siglo XXI” y hacer afirmaciones “contrarias a la ciencia”. Digo hipócritamente porque ellos saben muy bien que la misma ciencia, y los mismos organismos internacionales que luchan contra el SIDA, han reconocido reiteradas veces la fragilidad de la protección que el preservativo ofrece, con un riesgo de fallar de al menos un 15%...

Dijeron también que sus afirmaciones fueron "cínicas, ignorantes y de desprecio a la humanidad" Los tres adjetivos son falsos, totalmente. Cualquier persona de buena voluntad sabe que las palabras centrales del Papa : “no se puede solucionar este flagelo sólo distribuyendo profilácticos: al contrario, existe el riesgo de aumentar el problema” son verdaderas, totalmente verdaderas, irrefutablemente verdaderas. Son verdaderas a priori y verdaderas a posteriori, como lo demuestra la experiencia de países como Uganda, que gracias a la promoción de los valores de la familia lograron hacer disminuir espectacularmente el porcentaje de infectados en su país. Pero el odio impide pensar. El odio enceguece. El odio degrada.

La ceguera llega a su punto máximo, a mi modo de ver, cuando alguien sostiene que la Iglesia es responsable de las muertes de los infectados por el SIDA. Según la “lógica” de algunos, habría personas que, decidiendo vivir su sexualidad fuera del proyecto de Dios y de la enseñanza de la Iglesia, no usarían el profiláctico por “fidelidad a la Santa Sede”... Es realmente irrisorio. Si alguien rechaza la enseñanza de la Iglesia de que la sexualidad solo se vive humanamente y de manera éticamente aceptable en el matrimonio, ¿por qué habría de hacer caso al rechazo del preservativo de parte de la misma?

Ahora, yo me pregunto: ¿por qué molesta tanto la palabra del Santo Padre si, como muchos de sus detractores afirman, carece de todo fundamento, y él de toda autoridad? ¿Por qué no pueden soportar sus palabras, por qué están atentos a cada detalle de sus afirmaciones, intentando manipularlas para desprestigiarlo?

Creo que el alcance y la difusión de tales polémicas no hace más que demostrar su enorme autoridad moral. Nos hace ver claro que, a pesar de la “dictadura del relativismo” en que vivimos inmersos, la palabra de la Iglesia sigue siendo la conciencia de la humanidad entera. Esa voz, como la de nuestra propia conciencia, molesta, inquieta, intranquiliza, no nos permite obrar “como si nada”. Por eso intentamos suprimirla.

Parece que el resplandor de esa sotana blanca, y sobre todo de la palabra convicente de quien la porta, hiere los ojos de quienes, libremente, han decidido vivir en el error, en la oscuridad. Como hiere la luz del sol la mirada de aquellos seres que viven en las profundidades de la tierra, incapaces de disfrutar la luz y los colores.

Gracias, Santidad, por su valentía. Gracias por mostrarnos el camino, enseñando la verdad del Evangelio con lucidez, con claridad, con caridad. Gracias por darnos un ejemplo tan grande de misericordia, de comprensión. Por no reaccionar con odio, sino con el Amor de Jesús.

Que la Luz de la fe, en la que usted tiene la misión de “confirmar a sus hermanos”, continúe resplandeciendo en su persona y en su palabra, para gloria de Dios Padre y salvación de las almas.