EL
HOMBRE MODERNO Y LOS EJERCICIOS
ESPIRITUALES
El
20 de diciembre de 1979 se cumplirán cincuenta años de la
publicación de la Encíclica MENS NOSTRA, de Su Santidad Pío XI,
sobre los Ejercicios Espirituales. La materia allí tratada pertenece
al caudal de doctrina siempre perenne. Volver a ella es volver a
respirar el aire de la Biblia.
I.
EL AUTOR
Pío
XI pertenece a la línea de los grandes Pontífices de la historia.
Su pensamiento está profundamente acrisolado por el vigor de su
inteligencia, y su voluntad acrisolada también por la conciencia del
deber inherente a la misión apostólica a la que el Señor lo
destinara.
Pío
XI fue un meditativo que trabajó, oró y sufrió en silencio y
soledad. Vivió envuelto en el halo del silencio no para alejarse de
los hombres sino para pensar y meditar los grandes pensamientos,
convertidos en pan para alimentar a sus hijos.
Su
magisterio, quizás desprovisto de poesía, no lo está de belleza.
Supo amar con la cabeza y pensar con el corazón, aun cuando el
autocontrol emocional lo hacía aparecer hermético.
Todo
su Pontificado ocurrió en tiempos difíciles y árduos, pero logró
accionar con una intrepidez que aún hoy asombra. Valgan como
ejemplos su contracción a la vida de la Acción Católica, animada
por sus múltiples Documentos, la renovación de los Seminarios, los
Pactos de Letrán, las Misiones y la Jerarquía autóctona, las tres
grandes Encíclicas condenando al racismo, el fascismo y el
comunismo.
Su
Pontificado quedó revestido de una singular grandeza, incluyendo la
que es propia de los Santos.
En
los días del Vaticano II, en un viaje a Verona, escuché del
Cardenal Confalonieri —antiguo Secretario Particular de Pío XI—
esta afirmación enfática y firme: "Pío XI é un Santone"
(Pío XI es un santazo).
Y la
Doctora Capelli, co-fundadora con Pío XI de un Instituto dirigido al
mundo intelectual, me habló de las profecías de Pío XI. En estos
casos normalmente el Santo Padre se ponía de pie y le hablaba con un
lenguaje sentencioso: "Ascolti: questo me lo dice il Signore".
Y las profecías se cumplían.
Pero
al mismo tiempo no deja de maravillar su predilección y su trato
paternal y tierno para con Santai Teresita del Niño Jesús,
insistentemente exaltada, a quien llamó "la Estrella de su
Pontificado", y cuyo "huracán de gloria" lo tuvo
gozosamente estremecido.
Esta
introducción nos advierte que un Documento de Pío XI a toda la
Iglesia debe tener consistencia y contenido extraordinarios y debió
ser objeto de profundas meditaciones. Por eso la MENS NOSTRA no pasa,
aun cuando pasa el tiempo.
Diez
días después, el 31 de diciembre de 1929, publicaría el Papa la
DIVINI ILLIUS AAAGISTRI, cuyos puntos de coincidencia con la Mens
Nostra son evidentes.
Una
y otra Encíclica exponen, no sin divina inspiración, la formación
del hombre sobrenatural.
II.
A QUIÉN VA DIRIGIDA LA MENS NOSTRA
Esta
Encíclica se dirige a todo el mundo —Urbi et Orbi— pero de un
modo especial a los Obispos, guías y formadores del Pueblo de Dios y
de sus conciencias. Está dirigida a quienes son capaces de
profundizar y ascender en orden al espíritu y de proyectar o
promover esa ascensión espiritual en todos los niveles.
Pero
está dirigida con carácter especial al hombre de la sociedad
moderna, cuya modernidad consiste en la búsqueda del mayor goce con
el menor número de renuncias; para el hombre moderno superficial y
vacuo, que asume como filosofía de la vida la superficialidad de su
propia
existencia.
La
característica de este hombre moderno es la huida de Dios y luego de
sí mismo. Muy pronto apagará la luz de la conciencia, dominado por
el temor cobarde a una conciencia que llama y grita.
Este
hombre moderno no es el que plasmó Dios. Este hombre moderno es hijo
de la insensatez, dominado por constantes contradicciones, y cuya
razón de ser parece estar encubierta en la palabra "nada".
Por
desgracia el hombre de la mentira, de la vacuidad de la existencia es
el hombre universal. Su raza no se extingue.
El
Documento del Papa es un llamado a este hombre universal a quien
quiere despertar de su sopor enervante y hacerlo volver a la seriedad
de la vida, a la responsabilidad de la existencia; para quien vivir
sea cumplir un destino, asumir una misión, responder con grandeza al
don de la vida.
La
voz del Papa quiere restaurar en el fondo de cada corazón la
jerarquía de valores que han de ser vividos como una opción
absoluta.
III.
CÓMO REHACER AL HOMBRE
La
riqueza y la grandeza del ser humano parten de su vida racional. La
gracia lo inserta en Dios y en sus Misterios; hace del hombre
partícipe de Dios.
Esta
vida racional entra en juego mediante las potencias del alma:
inteligencia y voluntad. Facultades o potencias que crecen con su
actividad y hábitos propios, y se perfeccionan en la medida en que
se dan y entregan a la Verdad y al Bien. Verdad y Bien que
constituyen el absoluto de Dios.
Según
el lenguaje bíblico el hombre que asienta su vida sobre arena,
construye en vano. Construye sobre la mentira y sobre el mal. De este
modo degrada sus potencias y se hace un hombre infrahumano, que vive
en la pesada y lúbrica atmósfera de un submundo. Los hábitos malos
esclerosan la conciencia, invierten a todo el hombre. Es difícil
restaurar al hombre por cuanto al huir éste de sí mismo torna
imposible su cambio interior.
Pero
todo este proceso no acaba ni muere con el individuo. El área de la
mentira y del mal se extiende y afirma, cristalizada en una
civilización del confort, del placer, del hedonismo degradante, del
pecado sin escrúpulo, de la moral permisiva hasta llegar a esta
terrible transmutación de llamar mal al bien y bien al mal, a la
mentira verdad y a la verdad mentira.
IV.
EL DIAGNÓSTICO
Para
este hombre moderno Pío XI tiene un diagnóstico terminante y claro;
diagnóstico vertido en palabras objetivas y concretas, diagnóstico
ordenado a liberar al hombre de su fatal enervamiento. Y el
diagnóstico es el siguiente: el mundo, el hombre, está enfermo, muy
enfermo de gravísima enfermedad. El Papa desciende a la raíz de las
cosas y a su razón de ser. Enfatiza con vigor y rigor el mal
contemporáneo.
Estas
son sus palabras: "La gravísima enfermedad de la edad moderna,
y fuente principal de los males que todos lamentamos, es esa ligereza
e irreflexión que lleva extraviados a los hombres. De aquí la
disipación continua y vehemente en las cosas exteriores; de aquí la
insaciable codicia de riquezas y de placeres que poco a poco debilita
y extingue en las almas el deseo de bienes más elevados, y de tal
manera las enreda en las cosas temporales y transitorias, que no las
deja levantarse a la consideración de las verdades eternas, ni de
las leyes divinas, ni; aun del mismo Dios, único principio y fin de
todo el universo creado".
Este
solo párrafo de la Encíclica la contiene toda. Cada palabra ocupa
su justo lugar, lleva intacto su particular contenido y despeja toda
duda.
El
inmediato sucesor de Pío XI, Su Santidad Pío XII, ha expresado esto
mismo en síntesis genial: "Todo se ha perfeccionado menos el
hombre". Por otro camino llega a la misma enfermedad del hombre.
El
párrafo de Pío XI señala, a través de varios substantivos, la
autogénesis del mal y esa terrible degradación progresiva que lleva
a la autodestrucción.
He
aquí un elenco:
Ligereza,
irreflexión, disipación continua y vehemente, insaciable codicia de
riquezas y placeres, debilidad y extinción en las almas del deseo de
bienes más elevados, enredo,y servidumbre en las cosas temporales
que impide a las almas levantarse a las Verdades eternas.
Esta
gravísima enfermedad del espíritu es hija del pecado y de la
subversión de valores. Su enfermedad llega a la incapacidad de
resistir; los tóxicos son tan fuertes como la misma enfermedad.
Cuando
las facultades racionales del hombre no son puestas en acción, es
decir, cuando el ser humano no habla, ni piensa, ni ama, ni escruta
la invisible realidad de las cosas, ese modo de actuar del hombre es
infraracional. Las potencias del alma se oxidan, el universo sigue
rodando como rueda que rueda en el vacío, sin introducir ni aportar
nada, a excepción de su estéril movimiento.
Pensar
en sí mismo es fácil. Pensarse a sí mismo es difícil y duro. Para
pensarse a sí mismo el hombre debe descender y llegar a los senos
más profundos del alma y arrancarse a sí mismo su propio secreto:
"Soy esto que soy".
La
inmanencia rige el orden de la vida. Cuanto más elevada es una vida,
más es inmanente. Dios vive ad intrá de un modo eminente y
absoluto. Se conoce y se ama desde su interior y hacia su interior.
De manera semejante, invita al hombre —su creatura— a entrar en
las sendas interiores del espíritu, para que se conozca, sepa quién
es, descubra para qué vive, hacia dónde proyecta su personalidad,
hasta que finalmente se sienta copartícipe con Dios de una misma
vida.
V.
LA RUTA HACIA DIOS
El
ejercicio de las potencias tiene su cima y su cumbre en Dios, Verdad
sobre toda verdad y Bien sobre todo bien. Cada uno de nosotros tiene
que dar una respuesta a la invitación divina de subir más alto. O,
si se quiere, cada uno de nosotros debe renacer —nacer de nuevo—,
pero renacer llevando en sí mismo la imagen viva de Dios.
Para
este renacer no son suficientes las fuerzas humanas. Se necesita el
poder infinito de la gracia que por su propia naturaleza tiende a la
perfección del hombre.
La
expresión más acabada de este proceso es la SANTIDAD. Santo y
perfecto se identifican. Alcanzar la santidad es la meta, el fin al
que debe tender toda vida cristiana, cuyo ordenamiento debe responder
esencialmente el fin último del hombre.
Todos
los grandes procesos interiores necesitan una clara noción del fin y
una voluntad férrea para lograrlo. Pero, además, los procesos que
cambian el corazón de raíz, los que conducen a su vez al Corazón
de Dios, son hijos y brotes de la oración. Esta es la llave maestra
que abre el Corazón de Dios y el del hombre y establece entre ambos
una inagotable corriente de vida divina, de sangre transformadora y
nutriente.
En
el orden de las "gracias fuertes" —aquellas gracias que
renuevan o hacen renacer al hombre— la'gracia de la oración es
quizás la primera después del bautismo. La oración nos introduce
en el fecundo silencio de Dios, pero nos introduce también en un
abismo de luz, a cuyo resplandor es fácil discernir los grandes
valores o las efímeras apariencias que defraudan cualquier ansia de
ascensión espiritual.
Séanos
lícito repetir una vez más cuánto peso llevan las palabras
bíblicas: mentira y verdad, mal y bien. Para el hijo de la mentira,
mentir, corromper, le es esencial o al menos necesario. El hijo de la
verdad tiene el poder sagrado de participar de Dios, porque Dios es
Verdad y es Amor.
El
hijo de la verdad vive la verdadera escala de valores. Piensa, juzga,
ama, es hombre en la medida en que esa escala se convierta en el
principio y fin de toda su existencia. Desde esa escala de valores
aprende a pensar, a ordenar el interior, a discernir el valor de las
cosas, a jugarse entero por los grandes bienes.
VI.
LA RESPUESTA DEL BIEN Y DE LA VERDAD
A la
gravísima enfermedad y fuente de todos los males, opone Pío XI la
irrupción de bienes que bajan al corazón del hombre, cuando el
hombre "busca de veras a Dios". Es la antítesis del mal
que había señalado. He aquí sus palabras:
"Al
obligar al hombre al trabajo interior del espíritu, a la reflexión,
a la meditación, al examen de sí mismo, es maravilloso el
desarrollo que da a las facultades humanas; de tal manera que en esta
insigne palestra del espíritu la razón aprende a pensar con madurez
y ponderar equilibradamente las cosas, la voluntad se fortalece en
gran medida, las pasiones se sujetan al dominio de la razón, la
actividad, unida a la reflexión, se ajusta a normas fijas y
sensatas, y toda el alma resurge a su
nobleza
y excelsitud nativas".
Párrafo
tan denso debe ser meditado hasta arrancarle su más profundo
contenido, el misterio de las cosas en orden a sí mismo y en orden a
Dios.
VI.
LOS EJERCICIOS ESPIRITUALES
Aprender
a pensar, a guardar silencio interior, buscar la soledad de espíritu
y anclar en ella, amar con ese amor que es más fuerte que la muerte,
es obra de hombres que han tomado en serio el por qué de la
existencia.
El
hombre que ha restituido en sí mismo la imagen viva de Dios se ha
desposado con la Verdad y con el Bien. En él ha nacido el santo.
Siente la necesidad de penetrar en todos los abismos y planear sobre
todas las cumbres.
Ahora
se siente libre, feliz poseedor de sí mismo, ansioso de realizar
proezas por su Dios. El fin último de su vida, la razón de su
existencia se ha logrado. Está bebiendo la copa de la paz.
La
historia de las almas santas, empleando éste u otro lenguaje, nos
hace vislumbrar el vacío, la necedad, la superficialidad, la
vacuidad de un alma que vive de afuera para afuera. Los santos, por
su parte, son clara y terminante reacción a la superficialidad
humana. Obran desde adentro para adentro.
El
Señor nos ha dicho que vino al mundo para traer la guerra y no la
paz, la violencia y no la inercia. Nos ha querido decir con esto que
la vida espiritual, la que Él trajo al mundo, exige lucha. Al
esfuerzo por reordenar el interior se lo llama Ejercicios
Espirituales.
Ejercicios
Espirituales por cuanto se empeñan en la doble dimensión del alma:
hacia la profundidad de los abismos y hacia la altura de las cumbres,
obra de la oración y del silencio, pero también obra de una lucha a
sangre y fuego' contra las concupiscencias. Destacamos el poder
absoluto de la oración; esa nobleza espiritual que importa el trato
y la convivencia con Dios.
Todos
estos héroes disciplinaron sus vidas con la oración, azotes,
ayunos, trabajos apostólicos, cumplimiento del deber de estado. Y se
convirtieron en transfusores de santidad. De los Santos brotaron
santos. Floreció el desierto.
A
esta no fácil lucha, a este constante vigilar las operaciones y los
movimientos del alma llamamos Ejercicios Espirituales.
Estas
dos riquísimas palabras son capaces de elevar a toda una generación,
a todo un mundo. Pueden producir una revolución espiritual.
De
hecho la han producido. Y por esas ironías de la gracia, el
instrumento para esta revolución espiritual es un pequeño libro: el
libro de los Ejercicios según la mente de San Ignacio de Loyola o
Ejercicios Ignacianos.
Vienen
superando desde hace siglos las pruebas de fuego: pero doctrina y
método quedaron intactos.
Su
autor es Dios. Su intrumento San Ignacio de Loyola. Todo el libro
está impregnado de noble grandeza espiritual.
Lo
que fue y sigue siendo para la doctrina de la Iglesia la Suma
Teológica de Santo Tomás de Aquino, en orden a la ascética
cristiana lo son los Ejercicios de San Ignacio de Loyola.
De
entrada ubican al hombre frente a una ley metafísica: el Principio y
Fundamento. O sea, el fin del hombre. Acaban con la contemplación
para alcanzar amor, punto final y término del vivir humano.
Como
el mundo moderno no se entiende a sí mismo ni comprende al hombre,
menos entiende el supremo principio ordenador que son los Ejercicios.
En medio de tanta confusión no faltan quienes aseguran que ya pasó
el siglo de San Ignacio y que el libro de los Ejercicios Espirituales
es un pieza de museo.
Sin
embargo nos salvará la Suma Teológica y nos salvará el libro de
los Ejercicios.
ADOLFO
TORTOLO
Arzobispo
de Paraná
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