Es una especie de contemplación del Misterio de la Anunciación y la Encarnación, mirada desde el punto de vista del Arcángel Gabriel
“En
el sexto mes, el ángel Gabriel fue enviado por Dios a una ciudad de
Galilea...”
No
me resulta fácil contar esto, por muchos motivos. El principal es
que es muy diferente la vida del cielo que la de la tierra; nuestra
relación con la historia de los hombres es un misterio para nosotros
mismos.
No
obstante, desde la Creación, Dios ha confiado a algunos de nosotros
algunas misiones en el mundo de los hombres. De hecho, muchos estamos
vinculados a ellos porque debemos custodiarlos hasta llegar al Cielo.
En
mi caso, también antes de la plenitud de los tiempos tuve una
misión. Eran tiempos oscuros, tiempos de crisis para el Pueblo de
Israel, y yo tuve que animar su esperanza.
Pero
seguro que a ustedes les interesa saber otra cosa: cómo fue aquella
vez, en la casa de María. Sin embargo, quisiera hacer mención al
motivo por el cual fui enviado: la compasión y el amor de Dios por
la humanidad.
Una
humanidad que gemía bajo el yugo del sufrimiento, del pecado, de la
muerte. Una humanidad sumida en la tristeza y en la desesperación,
porque todo anhelo, todo esfuerzo parecía condenado al fracaso más
rotundo.
Y
-esto que les cuento es casi una infidencia- créanme que esta
situación hacía sufrir a Dios... A veces los hombres se imaginan
que Dios no se inmuta, que es tan perfecto y todopoderoso que nada le
afecta. Pero yo les puedo asegurar que el Padre se estremecía ante
la humanidad extraviada y hundida en la desesperanza.
Hasta
que en un momento -al menos así lo vivimos nosotros- el Hijo, que es
un eterno reflejo, perfectísimo, del Padre, decidió unirse a los
hombres. Esto lo digo así, porque así nos fue dicho, pero no lo
comprendo, y sé que jamás lograré comprenderlo. Porque esto estaba
ya en los planes del Padre desde antes de la Creación, y sin
embargo, se realizó de un modo concreto, en la historia marcada por
el pecado de Adán... Sin dejar el seno del Padre, el Hijo se
disponía a hacerse un hombre... Increíble, pero real, posible por
el infinito Amor, que es el Espíritu Santo.
La
decisión estaba tomada. Para rescatar al hombre perdido, para buscar
a la oveja que se había extraviado, y que yacía herida, en el
profundo foso de la muerte, el Hijo se ofrecía: “He aquí que
vengo, Padre, para hacer en la tierra tu voluntad...”. Un misterio
de Obediencia perfecta, que vendría a reparar la inaudita
desobediencia de Adán. Pero más inaudito era aún el camino por el
cual Él tomaría la naturaleza humana.
Y
ahí es donde fui llamado. Una gran misión se me confió. Porque
Dios siempre hace las cosas de un modo desconcertante, que nosotros
nos acabamos de comprender.
Me
presenté, y se me dijo: “tienes que ir a Jerusalén, a anunciar a
Zacarías que le nacerá un hijo...” Esta historia ya la conocen, y
la incredulidad de Zacarías, y la promesa que se cumplió.
Pero
el Padre prosiguió: “en el sexto mes debes ir a Nazaret... allí
vive una joven virgen, ella será la Madre de mi hijo... debes
anunciarle, y recibir, en mi nombre, su consentimiento... será el
Espíritu Santo...”
Imagínense:
¡Nazaret! Existían cientos de miles de lugares mejores donde el
Padre podía realizar su plan, pero, ¡Nazaret!
Y
una joven, una joven virgen... el Espíritu Santo.
Pero
lo más impresionante fue que el Padre, el Todopoderoso, quería
recibir el consentimiento de esta jovencita...
Cumplí
mi misión en Jerusalén, y, en el sexto mes, obedeciendo el mandato
del Padre, realicé la mayor de las misiones. Aquí me quiero detener
en los detalles del momento, un momento único, irrepetible
Galilea
es una región hermosa. A diferencia de Judea, más árida, tiene
suaves colinas que, en determinadas épocas del año, se cubren de
verde hierba.
Nazaret
era apenas una aldea: gente sencilla, algunos creyentes, otros poco
piadosos, algunos trabajadores, otros no tanto... muchos pacíficos,
pero también algunos rebeldes, casi revolucionarios.
La
casita era una de tantas, sin nada que la distinguiera. Una casita
pobre, de gente trabajadora a la que nunca le había sobrado nada.
Paredes austeras, muebles austeros, todo muy ordinario.
Pero
lo más importante era ella... creánme que se me hace difícil
describirla: ¿cómo podría yo?. Sería necesario ser poeta, y yo
soy sólo Ángel. Estaba como tantas veces, ocupada en sus labores de
niña casi joven. Su rostro expresa tanta discreción como majestad.
Sus manos laboriosas trabajaban con precisión y delicadeza.
Mi
saludo la sorprendió. Ella siempre se había imaginado ser la
última, la más pequeña: se sentía cómoda sintiéndose así. No
era amiga de ideas extravagantes, y nunca había pedido a Dios
ninguna señal... Todo lo que sucedería era inesperado para María,
y, sin embargo, hubo inmediatamente entre nosotros una sintonía
singular.
Al
percibir mi presencia, se puso en cuclillas, profundamente inclinada,
con la cabeza baja, de tal manera que al principio no pude ver sus
ojos. Por un momento un gesto de preocupación cruzó su frente,
desvaneciéndose casi al instante.
“¿Llena
de Gracia..., yo?... ¿qué quiere decir?” pensaba en su interior.
Su corazón estaba inundado de la Palabra de la promesa, escuchada y
meditada desde su infancia. Cada palabra mía activaba en su
interior, decenas de imágenes, antiguos oráculos, oraciones del
pueblo que ella había aprendido en su casa y en la Sinagoga.
Proseguí
con lo que el Padre me había enviado: “No temas, María... Dios te
ha favorecido... Concebirás y darás a luz un hijo, y le pondrás
por nombre Jesús... él será grande y será llamado Hijo del
Altísimo. El Señor Dios le dará el trono de David, su padre,
reinará sobre la casa de Jacob para siempre y su reino no tendrá
fin”.
Tuve
la inmediata sensación de que ella entendía todo. Poco a poco, fue
levantanto la cabeza, con una enorme dignidad, pero sin perder la
humildad. En verdad ella no temía, no temía a nada, desde el
momento en que supo que yo venía de parte de Dios.
Cuando
mencioné el hijo, vi como un destello en sus ojos, al igual que al
pronunciar su nombre. Ella conocía cada una de las profecías: sabía
muy bien que yo le anunciaba que sería la Madre del Mesías. La idea
a la vez le parecía imposible y enormemente lógica. Su alma se iba
inundando de luz. Se sabía agraciada de una manera singular, y a la
vez, cada vez más pequeña ante el misterio que se le anunciaba.
En
ese momento, vi en su mirada como un momento de vacilación. Ella era
tan transparente, que podía casi leer sus pensamientos. Después de
un instante de silencio, preguntó:
“¿Cómo
puede ser eso... yo no tengo relaciones con ningún hombre?”
Parecía extraña esta referencia, y sin embargo era lógica. Pude
comprender en ese momento que María, movida por el Señor, había
sentido desde pequeña un gran deseo de ser toda de Dios... de
permanecer virgen. Ella había hablado de esto con el varón justo a
quien sus padres la habían unido, y él la había comprendido, y
apoyado. ¿Cómo sucedería entonces ahora? ¿Debía abandonar aquel
propósito que había sido como el hilo conductor de su vida? Ella
estaba dispuesta a todo, sólo quería comprender mejor...
Ese
destello de preocupación desapareció del todo cuando comencé a
explicarle: “El Espíritu Santo descenderá sobre ti... el poder
del Altísimo te cubrirá con su sombra. El niño será Santo y será
llamado Hijo de Dios.”
Lo
que tuve que decirle era a la vez de una trascendencia infinita y de
una sencillez divina. María escuchaba, y con cada nueva Palabra, su
rostro se volvía más luminoso. “Hijo de Dios”. Esa Palabra la
conmovió, los ojos se le llenaron de lágrimas, pero siguió tan
atenta: todo su ser estaba allí, pendiente de mi anuncio.
El
Padre me había autorizado a revelarle el milagro ocurrido en su
prima: “también tu parienta Isabel concibió un hijo a pesar de su
vejez, y la que era considerada estéril, ya se encuentra en su sexto
mes...”
Y
concluí mi misión, ser portador de esta buena noticia, diciendo
“porque no hay nada imposible para Dios”.
Ese
momento fue impresionante. Tuve la sensación de que no estábamos
solos en esa humilde casita. Me pareció que, de alguna manera,
estaban allí Adán, Abel, Abraham... Moisés, Sansón, David...
Jeremías, Isaías... Esdras, Judit, Judas Macabeo... y tantos
otros... y hasta me animo a pensar que Miguel, Rafael, y todos los
coros angélicos, miríadas y miríadas de espíritus celestiales,
estaban ahí, con nosotros, pendientes de nosotros, o, mejor dicho,
de ella.
Todos
expectantes, todos pendientes de esta humilde joven, casi niña. La
historia del mundo, la salvación del género humano tal como el
Padre la había pensado, pendían en ese instante del sí de esta
niña. El eterno Pastor, deseoso de salvar a la humanidad
descarriada, esperó, paciente, la respuesta de su creatura, la única
libre del pecado que Él debía cargar sobre sí.
Fueron
sólo unos segundos, pero ese instante pareció largo, muy largo.
¿Qué ocurría en su interior? Esto ya no lo puedo saber. Sólo
imagino como un combate interior entre la humildad y la
disponibilidad. ¿Cómo ella, ella, podría ser madre del Rey? ¿Qué
podía significar ser madre del Hijo de Dios? ¿Era digna? ¿Sería
capaz? Sólo ansiaba ocultarse, vivir sólo para Dios, pero nunca
había imaginado que ese anhelo que abarcaba toda su vida se
realizaría de esta manera. Era consciente de que Dios tenía un
proyecto , pero que no la forzaba, que tenía que decidir libremente.
“Vivir
sólo para Dios”. Tal vez ese fue el pensamiento decisivo para que
diera su consentimiento. ¿Reina ella? No podía ser reina. Siempre
se había imaginado sirviendo, siempre absoluta disponibilidad. Por
eso la expresión de su Sí fue como les cuento. En ese momento, en
que casi ni me atrevía a mirarla, pude percibir una sonrisa, tenue,
pero luminosa. Una sonrisa que condensaba siglos de espera y el gozo
de la nueva libertad que se prometía y realizaba. Una sonrisa llena
de radiante belleza, y a la vez solemne, majestuosa, como su
consentimiento:
“Yo
soy la esclava del Señor, que se cumpla en mí lo que has dicho”.
Ese
instante ya no puede ser descrito. No nos alcanzará la eternidad
para escrutarlo.
Sólo
puedo decir que, en el mismo momento de su respuesta, una fuerza
irresistible me hizo postrarme, ante Ella y ante Él, que vivía en
Ella.
Supe
que el Evangelista Lucas, dichoso confidente de María, escribió: “y
el Ángel se alejó”. Claro, los ángeles no viven en la tierra,
sino en el Cielo.
Pero
¡qué dificil, desde ahora, distinguirlos! Porque el Señor del
Cielo vivía en la tierra. Las fronteras, de repente, se
desdibujaban. Mucho más imperceptibles aún en la casa y en el
corazón de María.
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