El domingo de Ramos escuchamos, en la segunda lectura, un himno en el cual San Pablo nos explicaba que Jesús, siendo “de condición divina”, había descendido al mundo, en un proceso de humillación cada vez más radical. No solo se “anonadó” haciéndose hombre, sino que aceptó la “forma de esclavo”, llegando incluso, por obediencia, a la “muerte, y muerte de cruz”. Y que por ese acto de obediencia y humildad infinito, el Padre lo exaltó por encima de todo.
Otra forma de comprender el mismo misterio de “humillación” del Hijo eterno, es recurriendo a la parábola de la oveja perdida. Jesús se describió a sí mismo como el Buen Pastor, al cual, habiéndosele escapado y perdido una oveja, dejó las 99 en el redil, para salir a buscarla. Y una vez que la encontró, la cargó sobre sus hombros, y la llevó de nuevo al rebaño, lleno de alegría.
Nosotros, como comunidad cristiana, solemos “saltar” desde la tarde del Viernes Santo a la mañana de la Resurrección, anticipada en la Vigilia Pascual. El Sábado Santo lo dedicamos, demasiadas veces, a una serie de actividades que postergamos en el feriado del Viernes, y a preparar la Vigilia.
Pero sólo acabamos de comprender el significado de la parábola, y del misterio pascual, si comprendemos que significa “resucitar de entre los muertos”
En el Sábado Santo sucede algo inaudito, inimaginable. El Buen Pastor, para encontrar a su oveja –es decir, al hombre, a Adán y a todos sus descendientes- debe ir a buscarla a aquél lugar donde ella estaba, malherida. Por eso el Credo nos enseña que Jesús, después de morir, “descendió a los infiernos”. ¿A qué se refiere la Iglesia con esta expresión? ¿qué eran, cómo eran los infiernos?
“Los infiernos”, también llamados Sheol o Hades, no era simplemente como una “sala de espera”. Es más: los salmos describen este como la ausencia de toda esperanza, como el lugar de la oscuridad, del absurdo, del sinsentido. El lugar de la suprema tristeza, de la soledad definitiva. Las almas permanecían en una total postración, en una absoluta pasividad. Incomunicados, incapaces de relacionarse entre sí.
Y sobre todo, estar en “los infiernos” significaba no ver a Dios, no poder pensar en él ni comunicarse con Él. El salmo 87 se refiere dramáticamente a quienes están en los infiernos como aquellos “de los cuales Dios ya no guarda memoria, porque fueron arrancados de su mano”. Lo llama "el país del olvido", donde no se alaba a Dios.
Ahí estaba la oveja. Ahí estaba Adán. Ahí estaban Abel, Abraham, Moisés, David, Sara, Judit.
Por eso el “viaje cósmico” de Jesús no termina en la tarde del Viernes. Su “salto mortal” en busca de la oveja lo lleva a ese lugar de sombras. Jesús ingresa en el Sheol, haciéndose solidario con la suerte de la humanidad, con la suerte del hombre pecador. Aquél que en la noche de Getsemaní había aceptado cargar con los “pecados del mundo”, aquél que se había “hecho pecado”, asume en sí mismo la consecuencia del pecado: la muerte y, con ella, la lejanía y la distancia con respecto al Padre.
En ese momento, cuando Jesús abraza la muerte en su sentido más hondo, cuando abraza toda nuestra historia de pecado, allí culmina el misterio de la Encarnación: realmente es verdadero hombre, igual a nosotros en todo, menos en el pecado. Misterio de solidaridad con el hombre que supera nuestra capacidad de entender, y que nos invita a la adoración.
Por eso tenemos que decirle a Jesús: ¡qué distancia has tenido que recorrer para encontrarnos, Señor! Para poder ir hasta la oveja perdida, para poder cargarla sobre los hombros, y abrazarla, tuviste que gustar la muerte, porque solo así podías ingresar en esa tierra de sombras.
Y por eso, Jesús, sabemos que nunca estamos solos. No existe lugar en el Universo donde no podamos encontrarte, ni donde podamos escapar de tu mirada. Y por eso sabemos que también estás con nosotros cuando estamos en el fondo de nuestras depresiones, cuando no tenemos ganas de vivir, ni esperanza ni confianza, cuando nos parece que la vida es absurda y no tiene sentido. Nosotros podemos repetir, con toda certeza, la afirmación del salmo 138 “Si me postro en el Abismo, allí estás tu”.
Pero la historia del Buen Pastor no termina allí. Si solo fuera eso, sería una historia triste, una gesta heroica, pero inútil.
En la mañana del día tercero, el "primer día de la semana", como en la semana de la Creación, comienza a brillar una nueva luz. El salmo también había anunciado “ni las tinieblas son oscuras para ti, la noche es clara como el día”. Eso quiere simbolizar la Iglesia al inicio de la celebración de la Vigilia, cuando en la oscuridad de la noche se encendió el fuego nuevo y el cirio, símbolo de Cristo Resucitado.
En la mañana del domingo, el Abismo, el Reino de los muertos, se llena de luz. El Padre eterno rescata a Jesús de la fosa, levanta su cuerpo del sepulcro y su alma del Abismo. Recompensa su entrega hasta el fin, su obediencia amorosa. Y sopla en sus narices, como a Nuevo Adán, el Espíritu Santificador, y su alma y su Cuerpo comienzan a brillar con un brillo que no tiene fin, que durará por toda la eternidad. “Es el lucero que no tiene ocaso, Jesucristo, que resurgiendo de los abismos, vive y reina por los siglos…”
El Padre rescata al Buen Pastor del fondo de la Muerte, y lo lleva junto a sí, y lo sienta a su derecha. Pero El Pastor no vuelve solo: se ha abrazado definitivamente al hombre, y lleva consigo, a la derecha del Padre, a todos aquellos que acepten ser cargados sobre sus hombros.
Así, agarrados a Jesús, unidos a Él, sobre sus hombros, nosotros podemos hacer la Pascua. Nosotros pasamos de la muerte a la vida, de la esclavitud a la libertad, de las tinieblas a la Luz.
Queridos hermanos: Jesucristo vive para siempre junto al Padre. Su luz no se ha extinguido. Su resurrección no es un hecho del pasado: Él está vivo. Él ha sido constituido por el Padre “Hijo de Dios con poder”.
En la mañana de la Pascua, “vida y muerte lucharon en un duelo admirable”, y Cristo derrotó la muerte, no solo para sí mismo, sino también para nosotros. Porque aunque nosotros tenemos que morir, porque aunque debamos todavía experimentar la separación del alma y el cuerpo, y las angustias que la acompañan, sabemos que Cristo siempre está con nosotros. Antes de la muerte o después de ella, su presencia, su luz, es la fuente de la vida Verdadera. Por eso no nos encaminamos hacia la muerte como quienes van a un túnel oscuro y misterioso, un abismo de sombras: sabemos que, si perseveramos en la fe y en el amor, nos espera la Luz eterna del Rostro del Resucitado. La luz y la vida de Cristo han comenzado a habitar en nosotros el día de nuestro Bautismo, en el cual ya pasamos de la muerte a la vida.
Hoy queremos renovar nuestro compromiso Bautismal, reconociendo que tantas veces hemos renegado de la Luz, y nos hemos vuelto a sumergir en las tinieblas del pecado. Hoy queremos decirle de nuevo al Señor: yo creo en ti. Digamosle con renovada confianza: “Aunque cruce por oscuras quebradas, ningún mal temeré… y habitaré en tu casa Señor, por muy largo tiempo”
Por último, queridos hermanos, no podemos olvidar que nuestro siglo XXI se parece, en muchos aspectos, a “los infiernos”. Oscuridad, incomunicación, tristeza, desesperanza, inseguridad, falta de comunión con Dios y entre los hombres. Tantas veces nuestras mismas familias parecen reproducir ese cuadro...
Hoy tenemos que renovar nuestra fe en el Buen Pastor resucitado, que puede hacer nuevas las cosas. Puede hacer nuevo tu corazón, nueva tu familia, nueva nuestra sociedad. Él puede levantar, puede resucitar todo lo que está muerto.
En esta noche, escuchemos, como dichas a nosotros, las palabras que Jesús dirigió a Madre Teresa de Calcuta, el día de su vocación: “Ven, sé mi Luz… ellos no me aman porque no me conocen… lleva mi luz a los agujeros donde todo es oscuridad”. Nuestro templo estaba a oscuras antes de la Vigilia, pero cuando ingresamos con los cirios encendidos, aunque eran chiquititos, comenzamos a ver nuestros rostros, caminamos con seguridad. Si nosotros nos animamos a mantener encendida la luz de la fe en la noche del siglo XXI, podremos iluminar a nuestros hermanos, alumbrar sus pasos, permitirles descubrirse y descubrir el amor de Dios.
Permítanme terminar con palabras de Benedicto XVI en forma de oración. Hoy digamos a Jesús: “Baja también en las noches y a los infiernos de nuestro tiempo moderno y toma de la mano a los que esperan. ¡Llévalos a la luz! ¡Estate también conmigo en mis noches oscuras y llévame fuera! ¡Ayúdame, ayúdanos a bajar contigo a la oscuridad de quienes esperan, que claman hacia ti desde el vientre del infierno! ¡Ayúdanos a llevarles tu luz! ¡Ayúdanos a llegar al "sí" del amor, que nos hace bajar y precisamente así subir contigo!” Reina del Cielo, alégrate, aleluya. Amén.
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