Una de las cuestiones clave para celebrar una Semana Santa es contar con expertos monaguillos. Que manejen las celebraciones y que sean “despiertos”. Y que sean piadosos y vivan los ritos con intensidad. Y que sean a la vez solemnes en su manera de moverse en el presbiterio, y dúctiles a los posibles imprevistos. Y que al verlos, la gente “entre” en la celebración.
Todos mis colegas coincidirán en que monaguillos así son casi una “especie en extinción”, en parte por nuestra falta de dedicación a formarlos, en parte también porque cuando van adquiriendo experiencia y soltura… suelen entrar en la edad donde “ayudar a Misa” les da vergüenza. Todo un desafío.
Así que: había que hacer lo que se podía. El viernes nos habíamos encontrado con algunos chicos de la escuela “Nuestra Señora de Lourdes”, para ensayar las celebraciones. Entre casi 30, 6 voluntarios se ofrecieron para ser monaguillos. “Si vienen 3, me doy por satisfecho”.
Pues bien, ¡llegaron 5!. 3 antes de la Misa, como habíamos quedado. Otro llegó en el preciso momento en que cantábamos “Con ramos en las manos cantamos al Señor…”. Y el último, cuando ya era demasiado tarde para incorporarse a la celebración, por lo cual se quedó en la puerta del templo, mirando con un poco de envidia a los demás.
Claro que mis improvisados monaguillos –algunos se estrenaban totalmente- distaban mucho de parecerse al ideal arriba enunciado, o a los concentrados y piadosos acólitos del Santo Padre en la Basílica de San Pedro. Cuando llegué y le hice señas al más cercano, pidiéndole que me ayude a sacarme la capa pluvial y la lleve a sacristía, me miraba como con cara de “¿y ahora que hice?”. La lectura de la Pasión se les hizo extremadamente larga, sin faltar los bostezos y gestos para “desperezarse”… Y los comentarios entre ellos. E incluso –esto lo supe al terminar, porque la mamá lo retó- uno que sacó su celular del bolsillo, y ¡se puso a responder o mandar un mensaje! Claro, había olvidado aclararles…
En mi interior –lo confieso- luchaban dos sentimientos: por un lado, la impaciencia, siempre a punto de desbordarse.
Pero a la vez –y esto lo seguí pensando y rezando después-, me acordaba que en el primer domingo de Ramos había muchos, muchos niños. Algunos concientes, otros no tanto, recibieron a Jesús como Rey. Ese Rey que en su mansedumbre y su humildad, nos invita a todos a “bajarnos” de nuestro pedestal. Él no nos mira desde arriba del hombro: al contrario, viene a ponerse a nuestros pies.
Imaginaba también a Jesús, entrando en Jerusalén, y sus discípulos totalmente en otra, distraídos de lo esencial: no entendían nada. Pensaban que tal vez, había llegado la hora –por fin- en que Jesús impondría su realeza… según sus criterios humanos. Y sin embargo, estaban allí, cerca del Señor, y Jesús quiso que prepararan su entrada, buscando el asna y su cría, y seguramente ellos iban abriendo el camino, cual encargados de dirigir el “transito” en aquél día.
Pensaba, y pienso ahora, que tantas veces, en mi servicio a Dios, soy como mis monaguillos del Domingo de Ramos. No siempre entiendo, muchas veces me canso, cientos de veces me distraigo de lo esencial… y sin embargo, el Señor me sigue eligiendo, me sigue llamando, como el primer día. Como mis monaguillos de ese día, mi imperfecto ministerio es una ayuda para que los demás, la Iglesia, pueda reconocer a Jesús como Rey, y celebrarlo, y recibirlo.
Obviamente, esto no implica un conformismo, o pensar que todo da igual, y quedarse “piolas” en la mediocridad. De hecho, al menos para las otras celebraciones, fuimos mejorando bastante. Logré que no mandaran mensajes… y varias cosas más.
Pero alabo y bendigo a este Señor tan paciente con nosotros, y le pido que cada día nos perfeccione en su servicio. Y que nos dé, todos los días, un poquito más de su paciencia.
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