Mañana me toca predicar en la primera Misa solemne de uno de los nuevos curas de Paraná. Mientras preparaba, me acordé que hace unos años había armado una, que finalmente no debí decir.
La comparto porque me hizo bien recordarla. Bendiciones!
Celebramos hoy el don del Espíritu Santo.
Además de darnos a su Hijo como Salvador, el Padre nos nos ha dado a la tercera
persona de la Trinidad. En realidad, el Espíritu ya estaba actuando desde hace
mucho tiempo en el mundo y en el ministerio de Jesús, desde su Encarnación a la
Cruz. Jesús resucitado lo da a los Doce, unido al poder de perdonar pecados.
Pero es en Pentecostés que Jesús nos envía
el Espíritu de modo pleno. Y entonces los apóstoles son arrebatados por el
Espíritu, y llenos de valentía, comienzan a cumplir la misión de Jesús. La de
ir por todo el mundo, predicando la palabra, santificando con los sacramentos y
guiando al pueblo de Dios.
Hoy tenemos la gracia de asistir a la
renovación de las maravillas de Dios. Porque el Padre sigue enviando su
Espíritu, sigue ungiendo a los hombres para que cumplan la misión de Jesús. Y
nosotros celebramos con alegría que ha elegido a otro hijo de nuestra
comunidad, de esta parroquia San Isidro Labrador. Y con el poder de su Espíritu
lo ha hecho sacerdote para siempre. Con el permiso de todos ustedes, a él
quiero dirigir hoy mis palabras
Querido Ariel: permitime que hoy, cuando
celebras tu primera Misa en tu pueblo, te dirija palabras que ya conocés.
Vos también podés decir hoy,
como Jesús al iniciar su misión: “el Espíritu del Señor está sobre mí, porque
me ha consagrado por la unción” Esa Unción te ha renovado interiormente. No sos
el mismo. Porque el Sacramento del Orden que has recibido te ha configurado con
Jesús.
Esta cuestión es esencial. Recordá una y otra
vez esa verdad. Porque muchos querrán confundirte con algo que no sos. El
sacerdote no es un líder gremial, un manager; ni es el gerente de una sucursal
de alguna multinacional. No sos un agente humanitario ni un asistente social.
No sos un psicólogo, ni un consejero, ni un tipo macanudo. Tendrás que cumplir
a veces esas funciones. Pero sos mucho más
Desde el jueves, con todo realismo, si
alguien te preguntara, al verte revestido con tus ornamentos, “ qué sos, Quién
sos” vos le podés responder: “yo soy sacerdote, yo soy Cristo”
¿Qué sos? Sos Cristo. Esa es tu identidad
profunda, ese es el milagro que se operó en tu corazón en la ordenación. Y por
eso se abre ahora para vos un camino de santidad nuevo: ser en tu vida concreta
lo que ya sos esencialmente por la gracia del sacramento. Te decimos como a los
antiguos: Sé lo que eres. Eres Cristo: Sé Cristo.
Tu ideal de santidad es obrar siempre in
persona Christi: pensar como Jesús, hablar como Jesús, sentir como
Jesús, entregarte como Jesús. Así serás realmente un instrumento, un sacramento
de su presencia en el mundo. Así Jesús seguirá enseñando, santificando y
pastoreando a su Iglesia por tu intermedio.
El jueves la Providencia quiso que pudiera
estar muy cerquita tuyo , y pude observar nuevamente, con lujo de detalles el
rito de ordenación. Me parece encontrar en varios de sus elementos como la
clave de tu camino de santidad.
Durante el rito, es llamativo que el
ordenando diga tan pocas palabras: Aquí estoy, sí quiero con la ayuda
de Dios, sí prometo, Amén. Pocas palabras y mucho silencio. Esto ya es muy
importante. Es cierto que como sacerdote tendrás que hablar, tendrás que
proclamar la palabra con ocasión y sin ella, aunque encuentre oposición y
levante la persecución. El mundo necesita más que nunca la Verdad del
Evangelio: nunca la calles por temor o cobardía.
Pero no te olvides que sólo proclamarás la
Palabra de Dios, sólo será Palabra que salva, si brota del silencio de la
contemplación. La primera y más importante palabra la decís con tu ejemplo, con
tu coherencia de vida. Tu sonrisa inalterable, tu mirada llena de serenidad,
cariño y misericordia, valen más que mil homilías sin testimonio, que llegan a
ser pura verborragia, derroche de sonidos vacíos.
Y no te olvides que una parte muy
importante de tu ministerio es escuchar: escuchar a Dios en
primer lugar, como el Siervo de Yahvé. Y estar a la escucha de los que te son
confiados. Estar siempre disponible para escucharlos sobre todo cuando quieren
confesar sus pecados. Escuchá con paciencia, con delicadeza. No caigas en esa
enfermedad de nuestro tiempo, en que tantas veces caemos, de andar siempre
acelerados, apurados. Detenete ante cada alma que necesite tu oído, dedicale
tiempo y atención: también allí te estará hablando el Señor.
Todas las palabras que dijiste el jueves
son de total disponibilidad para Dios y para la Iglesia. Son
palabras que antes dijo el mismo Jesús, al entrar en este mundo y en la noche
terrible de Getsemaní. “Aquí estoy. Amén”. Sin condiciones, sin cláusulas de
rescisión. No le dijiste a Dios “si quiero, a condición de que…”. No te olvides
de ellas. No le niegues nada a Dios, jamás. No dudes en ser generoso,
caballeresco con Él. Tus padres te enseñaron con su ejemplo la generosidad:
viví siempre así, sin “mirar para atrás”.
Y que ese “aquí estoy” sea también
para las almas que te van a ser confiadas. Nunca te acostumbres a usar
demasiado, salvo cuando sea inevitable, nuestra conocida excusa “no tengo
tiempo, tengo que ver si puedo, tengo muchas cosas”. Cuando las almas te
requieran realmente como sacerdote, tu actitud debe ser esa:“Aquí estoy”: las
veinticuatro horas del día, los trescientos sesenta y cinco días del año. Tu
sotana sólo será un signo sacerdotal si significa eso: disponibilidad para
todos, siempre.
Otro momento impresionante de tu
ordenación, fue cuando te postraste en tierra. El guionista nos aclaró “como
signo de humildad”. Postrarse en tierra es reconocer que somos nada, y que Dios
es todo. Que todo es gracia. Es aceptar nuestra pequeñez, nuestra miseria,
nuestra infecundidad. Es el gesto que más expresa el anonadamiento de Jesús, y
el tuyo propio. Es reconocer la grandeza, la omnipotencia y la majestad del
Dios infinito. En esa actitud debe permanecer siempre tu corazón. No te olvides
nunca de que recibiste el sacerdocio como un don que vino a llenar tu nada.
Muchas veces vas a tener la tentación de sobresalir, de creerte más que los
demás, de reclamar tus derechos y atribuciones, e incluso de dominar. No dejes
nunca de estar postrado en tierra, no permitas que la soberbia envenene tu
corazón. Porque sólo si sos humilde Dios va a obrar maravillas a través de tu
sacerdocio.
Tirarse al suelo puede significar también
la voluntad de hacerse camino. Como Jesús es Camino que lleva al Padre, vos
tenés que hacerte camino para las almas. No te olvide aquella frase que nos
repetía tanto monseñor Puiggari: “el sacerdote es un camino que se usa y se
olvida”. No busques ser el centro. No sos fin, sino medio. No esperes
reconocimientos, aplausos, no anheles ser importante: desea ser camino. Dejate
pisar, dejate usar, para que los hombres lleguen al único importante,
repitiendo con Juan el Bautista “es necesario que él crezca y yo disminuya”
Durante varios minutos durante la
ordenación estuviste de rodillas. Este gesto tiene un doble significado. Estar
de rodillas ante Dios significa estar en actitud de adoración. Para poder ser
Jesús, tenés que ser totalmente de Jesús. Tenés que vivir para Él, en
permanente actitud de ofrenda para la Gloria de Dios. Sólo Dios se merece tu
vida. Por eso tu día tiene que comenzar y terminar siempre de rodillas ante el
Sagrario. Ese es tu lugar. Esa es la mayor prioridad pastoral. Tu primer
servicio a la Iglesia es dedicar largo tiempo a la Oración, a la Adoración
Eucarística y a la celebración piadosa de la Liturgia de las horas. Sin este
tiempo precioso, caerás inevitablemente en la idolatría del éxito, o en la
tristeza del desaliento. Sin el Sagrario llegarás a ser un desconocido para vos
mismo: habrás perdido tu centro.
Y no te olvides que en la misma noche en
que Jesús instituyó el sacerdocio, se puso de rodillas y lavó los pies de los
apóstoles. Ese Jesús inclinado ante la suciedad y la miseria de los suyos debe
inspirar siempre tu servicio a la Iglesia. Las personas que tenés que servir no
son perfectas, no están limpias. Pero no dudes de inclinarte hacia ellas, para
purificarlas con la fuerza del amor. Ponete de rodillas sobre todo ante el que
no tiene nada con qué devolverte: el pobre, el solitario, el enfermo, el
extraviado. Así amarás gratuitamente, como Jesús.
Luego vinieron cuatro gestos de un gran
significado eclesial: pusiste tus manos entre las del Obispo; luego recibiste
la imposición de manos de parte de él, y luego de parte de los demás
sacerdotes. Y luego también el saludo de la paz.
Dios te ha regalado el sacerdocio a través
de la Iglesia. Una Iglesia con rostros y con manos concretas. Manos que te han
comunicado la gracia y que te han recibido en un nuevo orden en la Iglesia.
Acordate siempre que sos colaborador del Obispo, en cuyas manos pusiste las
tuyas, y a cuyas decisiones has sometido, para siempre, tu voluntad. El Obispo
es, según san Ignacio, ícono de Dios Padre. Al poner tus manos entre las suyas,
renovaste el acto de confianza del Hijo encarnado a su Padre, y su obediencia
hasta el fin. La obediencia de corazón es ardua, es difícil. Es quizá la mayor
de las entregas que has hecho. Implica ofrecer tu propia libertad en
sacrificio. Pero es fuente de fecundidad y de paz, cuando se vive como Jesús.
No te olvides que muchas manos sacerdotales
se posaron sobre tu cabeza, y luego te abrazaron llenos de alegría. En los
momentos de dificultad no te olvides de esas manos y esos brazos, que en cierto
modo son para vos los brazos de Dios. No dejes de vivir con alegría y
sinceridad la fraternidad sacramental.
Esas mismas manos que pusiste entre las
del Obispo, fueron luego ungidas, consagradas. El Crisma que inundó tu frente
en el Bautismo y la Confirmación, se derramó abundantemente, para que tus manos
fueran las manos de Jesús. En ellas recibiste “la ofrenda del Pueblo Santo de
Dios”, el Pan y el vino para la Eucaristía. Y recibiste como mandato “considera
lo que realizas, e imita lo que conmemoras, y conforma tu vida con el misterio
de la Cruz del Señor”.
Ariel: eres sacerdote sobre todo para celebrar
la Eucaristía. Para que la Pascua de Jesús pueda llegar a todos los hombres, y
renovar el mundo. En tus manos recibes los dones de la Creación y la
ofreces para que vuelva al Padre; En tus manos recibes del Padre la carne de
Jesús, que puede hacerse alimento de vida eterna para la Iglesia. “Considera
lo que realizas”. No te acostumbres nunca a celebrar. Que nunca te salgan
callos en esos dedos que tienen la gracia de tocar la carne del salvador. Como
le pediste a María, hazlo siempre como si fuera la primera, la única y la
última Misa. Celebra siempre la liturgia de la Iglesia, ama y respeta los ritos
sagrados, y celébralos con unción y con piedad intensa. Recuerda que eres
instrumento de Cristo, no protagonista. Solo de ese modo los hombres podrán darse
cuenta de que es el mismo Dios el que ofreces con tus manos.
“Imita lo que conmemoras, y conforma tu
vida con el misterio de la Cruz del Señor” La Eucaristía es tu proyecto
pastoral, la lógica de tus elecciones. Tu vida sacerdotal debe ser el
despliegue de lo que celebres en el altar. Imitá la generosidad y el amor
gratuito de Jesús, su amor hasta el fin. Y acordate que “amar es dar, amar es darse,
amar es inmolarse”. Ofrecete al Pueblo de Dios como alimento. Esa es tu gloria
y tu alegría.
Me falta solo el rito en el cual fuiste
revestido con tus ornamentos sacerdotales.: la estola y la casulla. Cada día,
cuando te coloques la estola sobre los hombros para confesar, ungir, bendecir o
celebrar la Misa, recuerda que como buen Pastor tienes que buscar a la Oveja
perdida, cargarla sobre tus hombros y llevarla de nuevo al rebaño. Que llevas
sobre tus hombros el rebaño de Jesús “no a la fuerza, sino de buena gana”. Y
cada vez que te coloques la casulla, pedile al Señor que te recubre así, todo
entero, del amor, de la caridad pastoral. Que el amor hasta el fin, el amor que
llega a dar la vida, sea siempre tu opción.
Sólo una cosa más: Jesús quiso que el día
de tu ordenación, inmediatamente antes del rito, escucharas aquella palabra que
nos llena de confianza: “hijo, aquí tienes a tu Madre” María está siempre junto
a tu Cruz, estará a tu lado cada vez que celebres el sacrificio del Señor en la
Eucaristía, y cada vez que tengas que conformar tu vida con el misterio de la
Cruz, tanto por la entrega como por el sufrimiento. Recibila como el discípulo
amado “entre tus cosas más preciadas”. Marianizá tu sacerdocio, hacé presente a
María en cada acto de tu nministerio. Ella asegura tu fidelidad al plan de Dios
y te hace dar fruto abundante, manteniéndote unida a la Vid.
Madre de los sacerdotes, Cuida al padre
Ariel, desde el jueves uno de tus hijos predilectos. Concedele que sea muy fiel
y feliz representando a tu Hijo. Amén.
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