Hemos comenzado esta Eucaristía
diciendo “en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo”. Así
comenzamos cada vez que nos disponemos a rezar. Así, en el nombre de la
Trinidad, estamos llamados a vivir y morir.
Todo nos viene desde el
Padre, por el Hijo, en el Espíritu Santo. Y también así, en el Espíritu Santo,
por el Hijo, estamos llamados a volver al Padre.
Y siguiendo ese
dinamismo, esta mañana nuestra Iglesia de Paraná ha recibido un inmenso regalo.
Esta mañana, el Padre
Dios, por la mediación de Cristo y gracias a la fuerza del Espíritu Santo, nos
ha regalado 5 nuevos sacerdotes.
¿Qué ocurrió hoy en
Catedral? ¿Fue simplemente un “acto de colación”? ¿Fue el momento en el cual
unos chicos, luego de terminar su carrera y rendir unas materias, recibieron su
“diploma”, y pueden comenzar a ejercer una profesión?
No. Lo que ocurrió fue
algo mucho más hondo, que sólo desde la fe podemos comprender.
La ordenación de esta
mañana, tu ordenación, querido Horacio, fue un misterio de Transformación,
análogo a la Eucaristía. Para comprender tu sacerdocio, creo que nos hará mucho
bien mirar el Sacramento de los sacramentos, al cual tu sacerdocio se ordena.
Porque así como la
primera parte de la Misa es la Liturgia de la Palabra, en el inicio del camino,
de tu camino, hay una Palabra. En el principio, fue el llamado, fue la dulce y
firme voz de Jesús, que aprendiste a escuchar aquí, en este templo, en tu
querida Acción Católica, en esta comunidad, como también en tu querida comunidad
del Santa María del Rosario.
Siguiendo esa Palabra,
respondiendo a la voz del Maestro, ingresaste al Seminario Mayor, luego de un
período de discernimiento –no exento de dificultades-, en el cual tu vocación
maduró y se hizo más clara.
Allí, en todos estos años
de formación, se fue preparando y presentando tu vida, como una ofrenda. Como
el trigo y la uva, tu naturaleza humana necesitó del trabajo del hombre, de tus
formadores, además de tu propia libertad, para llegar a ser pan y vino. Te
tocaron años difíciles, tanto para la vida de la Iglesia Católica como para
nuestra querida diócesis. Te tocó formarte en el Seminario, en tiempos donde
muchos pensaban y hablaban de él como en
un lugar oscuro y triste. Alguno llegó a decir que era como un campo de concentración.
Pero tu alegría, tu sonrisa y tu risa contagiosa, el brillo de tu mirada, nos
daba la certeza de que el Seminario seguía siendo seno materno, Cenáculo donde
María y el Espíritu seguían y siguen estando presentes y actuantes. Alegría que
pudiste compartir y contagiar a tus padres, cuyas lágrimas iniciales se fueron
trocando, poco a poco, en alegría. Hoy también lloran, seguramente, pero de gozo,
emoción y gratitud.
El Seminario te hizo pan
blanco y vino bueno, modelando en vos el carácter y permitiéndote extraer de tu
temperamento lo mejor, para bien de su Iglesia.
Pero solo esta mañana
ocurrió el evento decisivo. Sólo esta mañana ocurrió tu Consagración. Y así
como en la Eucaristía son esas Palabras las que producen una nueva realidad
–palabras que sólo en minutos vas a pronunciar, presidiendo por primera vez la
Misa- así también esta mañana vos, como pan, estuviste en las manos del Obispo
–que eran las de la Iglesia, y en el fondo, las de Dios- y mientras él
pronunciaba la fórmula de la ordenación, en el Cielo resonaba otra Palabra,
eficaz: “Horacio, tú eres sacerdote para siempre”.
De tal modo que, al igual
que en la Eucaristía, hay algo nuevo, aún cuando lo que vemos permanezca igual.
Hoy podríamos decir, al mirarte, lo que Tomás de Aquino afirma ante la hostia:
“se engaña en ti la vista, el tacto, el gusto… más la palabra engendra fe
rendida”
Hermanos, nosotros
seguimos viendo a Horacio, pero nuestra fe nos dice: Él es Cristo, es otro
Cristo, es el mismo Cristo. Por eso cuando le confesemos nuestros pecados, nos
podrá decir… “yo te absuelvo”. Y al presidir la Misa, dirá “esto es mi cuerpo”.
Este es un misterio de
fe, un misterio tan hondo, Horacio, que te llevará la vida entera y hasta la
misma eternidad profundizarlo. Un misterio que nos supera, que nos da vértigo,
que nos abruma y sorprende con su inmensidad, y a la vez nos enamora y nos
conquista.
Nos abruma y sorprende la audacia de Dios. Nos enamora y
conquista su tozudez para amarnos, para volver a insistir con quererenos, con
elegir a hombres débiles.
Querido Horacio: nunca te
olvides que sos consagrado. Pertenecés a Dios. Toda tu vida –cuerpo y alma, con
todas sus potencias- llevan la unción del Espíritu. Toda tu humanidad es a
partir de ahora un instrumento para que Cristo se manifieste a los hombres.
No tengas miedo de vivir
esa consagración y de testimoniarla. No dudes ni un instante que Dios no quita
nada, sino que lo da todo. Y que es sólo perdiéndote como podrás encontrarte.
Es desapareciendo para que surja Jesús como alcanzarás tu propia plenitud.
Tu ministerio sacerdotal,
entonces, no es principalmente un trabajo, ni siquiera es únicamente una
misión, un hacer. Lo primer es esta nueva realidad, esta identidad. De ella
fluye, vigorosa y eficiente, tu misión sacerdotal. Todo lo que harás como cura
no son tareas que se añaden desde afuera, como un oficio o un papel que se
aprendiera y se ejecutara. Sos ahora pan consagrado: dejá que el Padre Dios te
parta y te de al mundo.
Para que eso suceda,
querido Horacio, debés estar enamorado
de Cristo. Jesús te pregunta hoy, como lo hará cada mañana, “¿me amas?” De
la intensidad de ese amor surge la transparencia.
Horacio,
pedile al Espíritu vivir encendido. Alguien, hablando del
padre Hurtado, lo definió como “un fuego que enciende otros fuegos”. Santa
Catalina de Siena decía a los sacerdotes: “si son lo que deben ser, prenderéis
fuego al mundo”. No dejes que se apague ese fuego del amor. Tené cuidado de que
las innumerables actividades no te alejen de tu centro de gravedad, que debe
ser Cristo en el Altar y el Sagrario. Si te enfriás, harás muchas cosas, mucho
ruido, pero no podrás dar mucho fruto de vida eterna. Si permanecés ardiente en
la caridad, con sólo verte los hombres se sentirán más cerca de Dios.
Así, desde Cristo, te
será siempre más fácil y gozoso vivir tu triple misión.
Como Cristo Maestro: enseñando, no tus ideas, no una filosofía de moda,
no simplemente una ética: sino la Palabra eterna, revelada y transmitida por la
Escritura y la Tradición.
No pretendas agradar a
todos.
No calles por miedo
No te asustes.
No licúes la fe.
Hacé resonar esa Palabra
en todos los ámbitos: en la homilía, en la catequesis, en las misiones, en los
medios de comunicación, en las escuelas, en el campo y la ciudad.
Mantené unidas siempre la
fidelidad absoluta al depósito de la fe, y la creatividad en el modo de exponerla,
para poder “tocar” al hombre y a la mujer de este tiempo, tanto más hambriento
de la Verdad cuanto más encarcelado en el relativismo.
Como Cristo Sacerdote serás puente y mediador entre el Cielo y la
tierra. Nunca te acostumbres a celebrar, a confesar, a ungir… viví cada
sacramento como si fuera la primera vez. No te avergüences de ser piadoso, de
adorar. Tus fieles se darán cuenta si creés en lo que decís y en los gestos que
realizás, o si simplemente repetís una fórmula o seguís un ritual.
Hacé de tu Misa diaria el
momento culminante de tu vida y tu apostolado. Allí tendrás el privilegio de
hacer retornar al Padre, por Cristo, en el Espíritu Santo, la Creación salida
de sus manos. Allí, en tu cáliz, hay lugar para todos los dolores y esperanzas
de de tus ovejas. Celebrando con dignidad y belleza, estarás, como Juan el
Bautista, señalando al Cordero que quita el pecado del mundo.
Como Cristo Pastor, finalmente, sos invitado a reflejar en todo tu ser
la Bondad, la paciencia, la humildad, la sencillez de Jesús. Que la sonrisa
perenne sea uno de los puntos inamovibles de tu plan pastoral.
No te olvides que tu
autoridad tiene razón de ser únicamente para el servicio de las ovejas. Hacé
todo lo posible para que cada una se sienta querida, valorada y llamada a la
santidad. Todos: los ricos y los pobres, los santos y los pecadores, los intelectuales
y los rudos, los niños y los ancianos. Todos te son confiados.
Cuidá mucho la unidad de
las que ya están cerca… pero no te dejes encerrar por ellas. Las perdidas, las
alejadas, las que están fuera del rebaño, te necesitan. Hacete próximo a tantas
ovejas que están heridas y medio muertas: los enfermos, los adictos, los que
tienen su hogar roto, los ignorantes.
Pastor misericordioso, no
dejes de curar heridas, no te olvides de consolar al triste. Pero no olvides
también de enseñar al que no sabe y corregir al que se equivoca.
Que el amor por las almas
te consuma, como a Don Bosco, cuyo lema sacerdotal rezaba: “dame almas, y
quítame todo lo demás”. Junto a tu consagración a Dios, ese es el sentido más
profundo de tu celibato.
No te olvides que sos
colaborador e hijo de tu obispo, y hermano de los otros presbíteros. Tu acción
apostólica perdería fuerza y se desvirtuaría si te aislás, si te encerrás en tu
propia comunidad y olvidás a tu Iglesia local y universal. Recuerda que si bien
eres pastor, nunca dejas de ser oveja, y necesitas también de los otros
pastores para no perder el rumbo.
Querido Horacio:
La misión es tan grande
como apasionante. Los desafíos de nuestro tiempo, inmensos. Las tentaciones,
múltiples. Pero no tengas miedo. No te olvides que cada día, cuando subas al
altar, y en cada momento de tu sacerdocio, Jesús te dice: “Horacio, ahí tienes
a tu Madre”. En las manos de María tu sacerdocio –ese tesoro en vasijas de
barro- está seguro y protegido. En Ella, como estrella del Mar, podrás
reencontrar el rumbo cuando las tormentas agiten la navecilla de tu alma. Santa
María del Rosario, nuestra Señora del Evangelio, de la Redención y de la
Gracia, sea también para vos nuestra Señora de la fecundidad y fidelidad
sacerdotal. Amén.
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