En el otoño -según aprendimos en la Escuela, simplificando un complejo proceso biológico- los árboles se "desprenden" de las hojas secas, las cuales caen al suelo, suavemente.
El árbol queda medio "desnudo". Es un proceso difícil, como una "muerte", pero es necesario para asegurar su ciclo vital.
Las hojas secas, además, abonan la tierra y permiten al árbol crecer más fuerte, en la próxima primavera.
Cuando la maestra de cuarto grado nos preguntó: "¿por qué Dios hizo que en otoño los árboles queden sin hojas?", un compañero respondió: "para que no tape el sol y éste pueda calentar a los hombres en el tiempo de más frío"
La Cuaresma es algo así como el otoño. Un tiempo en el cual Dios nos invita a "dejar caer las hojas secas", desprendernos de lo que sobra en nuestra vida, pero que permaneciendo nos afea, y nos impide seguir el ciclo de crecimiento que el Padre nos fija, amorosamente.
De las renuncias que la Providencia nos impone y las que voluntariamente elegimos, el Señor se vale para "abonar la tierra" de nuestro corazón.
Que el viento del Espíritu Santo en la oración y el "frío" de la penitencia hagan caer las hojas secas de nuestra alma, para que dejemos pasar el calor del amor de Dios a través de las obras de caridad.
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