Del Padre José Luis Martín Descalzo
Cuentan de un
famoso sabio alemán que, al tener que -ampliar su gabinete de investigaciones,
fue a alquilar una casa que colindaba son un convento de carmelitas. Y pensó:
¡Qué maravilla, aquí tendré un permanente silencio! Y con el paso de los días
comprobó que, efectivamente, el silencio rodeaba su casa ... salvo en las horas
de recreo. Entonces en el patio vecino estallaban surtidores de risa, limpias
carcajadas, un brotar inextinguible de alegría. Y era un gozo que se colaba por
puertas y ventanas. Un júbilo que perseguía al investigador por mucho que
cerrase sus postigos. ¿Por qué se reían aquellas monjas? ¿De qué se reían?
Estas preguntas intrigaban al investigador. Tanto que la curiosidad le empujó a
conocer las vidas de aquellas religiosas. ¿De qué se reían si eran pobres? ¿Por
qué eran felices si nada de lo que alegra a este mundo era suyo? ¿Cómo podía
llenarles la oración, el silencio? ¿Tanto valía la sola amistad? ¿Qué había en
el fondo de sus ojos que les hacía brillar de tal manera?
Aquel sabio alemán
no tenia fe. No podía entender que aquello, que para él eran puras ficciones,
puros sueños sin sentido, llenara un alma. Menos aún que pudiera alegrarla
hasta tal extremo.
Y comenzó a
obsesionarse. Empezó a sentirse rodeado de olea- das de risas que ahora
escuchaba a todas horas. Y en su alma nació una envidia que no se decidía a
confesarse a sí mismo. Tenía que haber "algo" que él no entendía, un
misterio que le desbordaba. Aquellas mujeres, pensaba, no conocían el amor, ni
el lujo, ni el placer, ni la diversión. ¿Qué tenían, si no podía ser otra cosa
que una acumulación de soledades?
Un día se
decidió a hablar con la priora y ésta le dio una sola razón.
-Es que somos
esposas de Cristo.
-Pero -arguyó
el científico- Cristo murió hace dos mil años.
Ahora creció la sonrisa de la religiosa y el sabio volvió a ver en sus ojos aquel brillo que tanto le intrigaba. -Se equivoca -dijo la religiosa-; lo que pasó hace tres años fue que, venciendo a la muerte, resucitó.
-¿Y por eso son felices?
Ahora creció la sonrisa de la religiosa y el sabio volvió a ver en sus ojos aquel brillo que tanto le intrigaba. -Se equivoca -dijo la religiosa-; lo que pasó hace tres años fue que, venciendo a la muerte, resucitó.
-¿Y por eso son felices?
-Sí. Nosotras
somos los testigos de su resurrección.
Me pregunto
ahora cuántos cristianos se dan cuenta de que ése es su "oficio", que
ésa es la tarea que les encomendaron el día de su bautismo. Me pregunto por qué
los creyentes no "perseguimos" al mundo con la única arma de nuestras
risas, de nuestro gozo interior. Me pregunto por qué a los cristianos no se les
distingue por las calles a través del brillo de sus ojos. Por qué nuestras
eucaristías no consiguen que salgan de las iglesias oleadas de alegría. Cómo
puede haber cristianos que se aburren de serio. Que dicen que el Evangelio no
les "sabe" a nada. Que orar se les hace pesado. Que hablan de Dios
como de un viejo exigente cuyos caprichos les abruman. Me pregunto, sobre todo,
qué le diremos a Cristo el día del juicio, cuando nos haga la más importante de
todas sus preguntas:
-Cristianos,
¿qué habéis hecho de vuestro gozo?
Porque lo mismo que los apóstoles convivieron con Cristo tres años sin acabar de enterarse de quién era aquel que estaba entre ellos y necesitaron su resurrección y, sobre todo, la venida del Espíritu Santo para descubrirle, nosotros, veinte siglos después aún no nos hemos enterado del estallido de entusiasmo que significó su nacimiento y fue su vida.
Cuando Dios se
muestra hay siempre una revelación de alegría. Su llegada al mundo estuvo
rodeada de un viento de locura con el que todos los que lo conocieron quedaron
trastornados -como comentó Evely-: Isabel, la estéril, da a luz; Zacarías, el
incrédulo, profetiza; Juan, el no nacido, salta en el seno de su madre; José,
que era sólo un hombre bueno, entiende los misterios de Dios; Ma- ría, la Virgen , se hace madre sin
dejar de ser virgen; los pastores, los despreciados, cuya palabra no tenía
siquiera valor en los juicios, se convierten en conversadores con los ángeles;
los magos abandonan sus reinos, dejan su tierra y dan todo lo que tienen;
Simeón, el viejo, deja de temer a la muerte. Es la alegría. Ninguno sabe
explicarla. Todos la viven y se sienten inundados por ella.
Y en la vida
pública de Jesús hay un viento de esperanza que crece a su paso- los apóstoles,
torpes y egoístas, lo dejan todo y le siguen; Zaqueo, el rico, da su dinero a
los pobres; la gente más in- culta se siente embelesada oyendo la palabra de
Dios y hasta se olvida de comer por seguirle; a la gente se le multiplica el
pan entre las manos; el agua se vuelve vino; los enfermos bendicen a Dios; los
paralíticos se levantan bailando; los leprosos sienten reverdecer su carne; la
samaritano encuentra, por fin, un agua que le quita para siempre la sed; María
Magdalena abandona sus demonios y descubre la ternura de Dios; Jesús anuncia a
los pobres que son felices y que podrán serio sin dejar de ser pobres y que lo
serán precisa- mente porque son pobres... y los pobres le entienden; hasta las
aguas se calman y las tempestades cesan.
Y Jesús no se
canso de predicar el gozo: "Os dejo mi paz, es mi paz la que yo os doy, no
la que da el mundo" (Jn 14,27). "Os doy mi gozo. Quiero que tengáis
en vosotros mi propio gozo y que vuestro gozo sea completo" (Jn 15,11).
"Vuestra tristeza se convertirá en gozo" (Jn 16,20).
"Si me
amáis, tendréis que alegraros" (Jn 14,27). "No, yo no os dejaré
huérfanos, yo volveré a vosotros" (Jn 14-18). "Volveré a vosotros y
vuestro corazón se regocijará y el gozo que entonces experimentaréis nadie os
lo podrá arrebatar. Pedid y recibiréis y vuestro gozo será completo" (In
16,22-24)."Esto os lo digo para que yo me goce en vosotros y vuestro gozo
sea cumplido" (In 15,1 l ).
Y es el temor
lo que más le disgusta en los suyos. Por eso se pasa la vida calmándoles y
tranquilizándoles. "No temas recibir a María", dice el ángel a José
cuando vacila en recibir a su esposa (Mt 1,20). "No temas, cree
solamente", dice Jesús al ciego que le pide ayuda (Le 8,50). "No
temáis, pequeño rebaño", repite a los suyos (Le 12,32). "¿Por qué
teméis, hombres de poca fe?", reprende a los apóstoles momentos antes de
calmar la tempestad. "No temáis, vosotros valéis más que muchos
pájaros", explica a quienes temen por sus vidas (Le 12,7). "Confiad,
yo he vencido al mundo" (In 16,33), recuerda en la última cena.
Incluso
después de la resurrección tendrá que dar una tremenda batalla contra el miedo
de sus apóstoles. Las piadosas mujeres van hacia la tumba con el alma aplastada
por la muerte del Maestro amado con la única angustia de quién levantará la
piedra del sepulcro y de sus almas. Los de Emaús han perdido ya todas sus
esperanzas. Comentan que "nosotros esperábamos" que fuera el salvador
de Israel, pero ya no esperan. "No temáis, soy yo", tendrá que explicar
a los doce al aparecérseles, porque aún no les cabe en la cabeza la alegría,
porque han podido digerir la muerte de Cristo, pero no su resurrección. Tiene
forzosamente que ser, piensan, un fantasma.
¿Y hoy? Han
pasado veinte siglos y aún no hemos perdido el miedo. Aún no estamos
convencidos de que las cosas puedan terminar bien. Y nos hemos fabricado un
Dios triste, un Cristo triste, una Iglesia triste, unos cristianos aburridos.
Cuando en una
corrida de toros el público bosteza los cronistas comentan: "La gente
estaba como en misa" porque, al parecer, a la misa le van las caras largas
y los rostros sin alma.
Julien Green,
cuando la idea de la conversión comenzaba a ron- darle la cabeza, solía
apostarse a la puerta de las iglesias para ver los rostros de los que de ella
salían. Pensaba: Si ahí se encuentran con Dios, si ahí asisten verdaderamente a
la muerte y resurrección de alguien querido, saldrán con rostros trémulos o
ardientes, luminosos o encendidos. Y terminaba comentando: "Bajan del Calvario
y hablan del tiempo entre bostezos."
¿Dónde se
quedó nuestra vocación de testigos de la resurrección? ¡Si hasta a los santos
los hemos vuelto tristes! De ellos sólo sabemos sus mortificaciones, sus
dolores. Ignoramos todo el gozo interior de encontrarse con Dios en su alma.
Hemos perdido lo que Lilí Alvarez llama el "aspecto fruitivo" de la
religión. Dios se nos ha vuelto insípido porque no hemos sabido descubrir su
"sabor". Hemos olvidado ese "rasgo de la experiencia de Dios que
es la dulzura y la bondad que rezuma mansamente de la vida cristianas.
Es bastante
asombroso: la Iglesia
colocó cuarenta días -la cuaresma- para prepararnos para la pasión del Señor. Y
lo vivimos con relativa intensidad, hacemos ejercicios, mortificaciones,
pensamos que es nuestro deber acompañar a Cristo en sus dolores. Pero la Iglesia colocó una segunda
cuarentena -que va desde la
Pascua hasta la
Ascensión- para que acompañemos a Cristo en su gozo y aún no
hemos encontrado la manera de celebrarla.
Rezamos -y
está muy bien, es una bellísima devoción- el Vía Crucis. ¿Por qué aún no hemos
encontrado el Vía Lucis, para acompañar a Cristo en las catorce estaciones de
su gozo? Tal vez cuando llega la
Pascua pensamos que ya hicimos bastante´, que ya hemos rezado
mucho, que Cristo no necesita compañía en sus gozos. " jubilamos, como
dice Evely, y le mandamos al cielo con una pensión por los servicios prestados.
Tal vez porque es más fácil acompañar en el dolor que en la alegría. Tal vez
porque, lo mismo que buscamos compañía en nuestras penas y gozamos a solas
nuestros éxitos, pensamos que la
Pascua no es también "nuestro" triunfo.
Nos parece,
además, que Dios tuviera "la culpa" de nuestras desgracias y que no
tuviese nada que ver con nuestros motivos de alegría. Sin descubrir que él es la
última raíz, la última causa de toda auténtica alegría cristiana.
-Somos
dichosos porque fuimos llamados a la vida, porque entre la infinita multitud de
seres posibles fuimos elegidos nosotros, amados antes de nacer, escogidos para
este milagro de vivir.
-Somos
dichosos porque fuimos llamados a la fe, recibimos esta gracia, sin mérito
alguno. Pudimos nacer en una familia de paganos o de increyentes, y ya desde el
bautismo nos pusieron una señal en la frente que nos reconocía como elegidos y
llamados al Evangelio.
-Somos
dichosos porque Dios nos amó primero, porque él no esperó a saber si
mereceríamos su amor y quiso empezar a amarnos antes de nuestro nacimiento.
-Somos
dichosos porque también nosotros le amamos, bien o mal, mediocre o
aburridamente, le amamos y es eso lo que engrandece y da sentido a nuestras
almas.
-Somos felices
porque tenemos un Dios mucho mejor del que nos imaginábamos. Como nosotros
somos tacaños en amar, creíamos que también él era tacaño. Como nosotros amamos
siempre con condiciones, pensábamos que también él regatería.
-Somos felices
porque Cristo quiso seguir siendo hombre después de su resurrección. El pudo,
efectivamente, vivir transitoria- mente su condición de hombre, llevar la
humanidad como un vestido y regresar a su exclusiva gloria de Dios cumplida su
redención, pero quiso resucitar y permanecer siendo hombre además de Dios.
-Somos felices
porque, al resucitar, venció a la muerte. Gracias a eso sabemos que la muerte
ya no es definitiva, que está derrotada para siempre y que nadie ya nunca
morirá del todo. Sabemos que, si resucitó él, también nosotros resucitaremos. Sabemos
que nuestra historia, pase los avatares que pase, es siempre una historia que
termina bien.
-Somos
dichosos porque sabemos que incluso el dolor es camino de resurrección. Porque
desde que él murió entendemos que todo dolor sirve para algo; que en sus manos
ningún dolor se pierde.
-Somos
dichosos porque él sigue estando con nosotros. Lo prometió y la suya es la
única palabra que no miente jamás.
-Somos
dichosos porque él se fue delante para prepararnos un sitio. No se fue a los
cielos de vacaciones, olvidándose de los suyos; no se escapó de la lucha
dejándonos a nosotros en la estacada.
-Somos
dichosos porque nos encargó la tarea de evangelizar. Pudo hacerlo él,
directamente, con su gracia. Pero quiso hacerlo a través de nuestras manos y
nuestra palabra. Nos encargó también de mejorar este mundo, de acercarlo con
nuestro trabajo a su reino.
-Somos
dichosos porque, al ser él nuestro hermano, nos des- cubrió cuán hermanos
éramos nosotros. Poco sabríamos de nuestra fraternidad, encerrados como estamos
en el egoísmo. Pero él nos .descubrió esa misteriosa unidad, que ni siquiera
sospechábamos, de hijos comunes de un único Padre.
-Somos
dichosos porque él perdonará nuestros pecados como perdonó el de Pedro. Era su
preferido y le traicionó públicamente por tres veces. ¿Por qué no habría de
perdonar también nuestras traiciones tan sólo con decirle. tú sabes que te
a-Somos dichosos porque él curará nuestra ceguera como la de Tomás. Todos
estamos ciegos. Todos seguimos sin creer en su resurrección. El cogerá nuestras
manos y nos las meterá, sonriendo, en sus llagas.
-Somos
dichosos porque él avivará nuestras esperanzas muertas como las de los de
Emaús. Un día saldrá al paso de nuestro camino -no sabemos dónde, no
sospechamos cuándo-- y hablará y sentiremos que nuestro corazón arderá al oír
su palabra.
-Somos
dichosos porque él enderezará nuestro amor como el de Magdalena. Todos estamos
llenos de amores torcidos. Pero él es experto en el arte de expulsarnos del
alma nuestros siete demonios.
-Somos
dichosos porque nuestros nombres están escritos en el reina de los cielos. El
lo aseguró. En "el libro de la vida" están ya escritos los nombres de
todos los que, bien o mal, intentamos amarlo.
-Somos
dichosos porque el reino de los cielos está ya dentro de nosotros. No tenemos
que pasarnos la vida esperando: crece ya en cada hombre que ama, en cada mano
que se tiende, en cada lágrima que se enjuga.
-Somos
dichosos porque nos ha nombrado testigos de su gozo, la más hermosa de las
tareas, el más bendito de los oficios, la misión que debería llenarnos a todas
horas los ojos de alegría.
Todo esto se
hizo público la mañana de Pascua. Cuando 61 rompió la piedra de su sepulcro y
nos mostró quién era verdaderamente- el Viviente Vivo, el Dios-Hombre que es la
alegría de nuestra juventud.
Gracias padre... era lo que necesitaba escuchar.
ResponderEliminarAye fui a misa, y me inundó una profunda tristeza, parecía que nadie se percataba de que Dios mismo estaba ahí, de que Jesús nos esperaba en el sagrario, todos llegaban tarde, algunos simplemente a comulgar, quienes tocaban a cristo con sus manos lo hacían como un mero trámite, ni tiempo a decir ¡Amén! antes de recibirlo...
Veía en cada momento la impaciencia de las personas, mirando su reloj, contando los minutos para que la misa acabara.
No paraba de pedirle perdón al Señor, ¿Qué sentiría nuestro Dios ante semejante indiferencia?
Lo que vi me ayudó a entender que la gracia que Dios me entregaba era inmensa, la felicidad intensa que siento luego de salir de misa, de recibir a Cristo,de escuchar sus palabras... no se compara con absolutamente nada.
Gracias Padre.