Este domingo confluyeron en mi mente pensamientos y sentimientos encontrados. Por un lado, la celebración del día el niño, que más allá de su actual contenido comercial, no deja de ser una fiesta humana importante. Creo que a todos los que ya hemos dejado de serlo –al menos en cuanto a lo que indica nuestro DNI y nuestro cuerpo- esta celebración no deja de traernos un poquito de nostalgia. ¿O acaso cuando la vida nos presenta alguna situación difícil –puede ser en lo familiar, en lo económico, en lo afectivo, lo vocacional, la vida de relaciones- no añoramos un tanto aquellas épocas en las que nuestra vida transcurría sin mayores sobresaltos, como una seguidilla de alegrías, con el juego como gran protagonista? Al menos así lo vivimos –creo yo- quienes tuvimos la dicha de tener una infancia feliz.
Junto con este pensamiento, el Evangelio y la liturgia de este Domingo nos invitaban a poner nuestra mirada en el misterio de la muerte. Jesús nos advertía, con toda la fuerza de las imágenes que él sabe usar, que tenemos “la vida prestada” –como sabiamente recuerda la chacarera-, y que en cualquier momento el Señor puede llamar a nuestra puerta.
El tema de la muerte y del más allá siempre han ocupado un lugar importante en la predicación de la Iglesia. E incluso la insistencia de los católicos en este tema le ha valido de parte de algunos sectores una crítica. Según algunos, pensar demasiado en el “último día” nos aleja del hoy, nos “aliena” -para usar el lenguaje marxista, desde cuyo pensamiento procede mayormente este cuestionamiento- y nos impide trabajar para cambiar la historia.
Sin duda que esta idea del "más allá" puede haber engendrado en algunos cristianos una actitud pasiva ante la realidad. Para qué negar el pecado, si realmente ocurrió…
Pero si ese pensamiento hizo que algunos se desentendieran del hoy, no fue porque fueran buenos cristianos, sino porque no leyeron el Evangelio en su integridad. El mismo Señor nos advierte que cuando regrese espera vernos cumpliendo su voluntad, trabajando en lo que él nos encomendó. Y que esa es la condición para que podamos entrar en el Reino.
Por eso es que pensar en la muerte nos ayuda a pensar también en la vida. No es un pensamiento que nos paraliza, sino que activa nuestros sentimientos y pensamientos, y los miembros de nuestro cuerpo, nos anima a trabajar por Dios. Porque esta es la única chance, la única posibilidad que tenemos de alcanzar la salvación eterna.
Y esta verdad de nuestra fe nos invita a vivir cada etapa de nuestra existencia con la máxima intensidad posible, sin querer adelantarnos ni vivir nostálgicamente atados al pasado. Es una tentación muy frecuente que nos cueste vivir plenamente la etapa y las circunstancias que atravesamos en cada momento. En las conversaciones diarias percibimos que muchos solteros anhelan poder tener una pareja o una familia; y muchos casados añoran la “libertad” que tenían cuando eran solteros. Los empleados sueñan con algún día ser patrones; los patrones recuerdan y desearían volver a un estado en el que no tenían tantas responsabilidades…
Volviendo al principio de mi reflexión, pensaba que lamentablemente en nuestra sociedad muchos niños no tienen una infancia real. A veces porque son obligados por la necesidad a trabajar, o porque son privados del amor de una familia. O porque no han tenido a nadie que ejerza bien la autoridad, y así se han desviado en el descontrol. A veces también porque desde los medios de comunicación se presenta una imagen deformada del niño: niños que hablan temas de adultos, que asumen poses de adultos, que hacen cosas de adultos, sobre todo en el campo de lo sexual. O porque se los invita a rebelarse contra toda autoridad, se los arroja a una libertad aparente, sin límites, que acabará por destruirlos. ¡Qué triste es ver tantos niños y jóvenes “quemar etapas”, querer devorarse la vida, vivir aceleradamente! ¡Cómo lamentarán este apuro! Como aquél que por querer llegar antes a destino tuvo un accidente que lo daño para siempre.
Y a la inversa, conozco personas, y los medios de comunicación nos las presentan hasta el hartazgo, que parecen no querer asumir el paso del tiempo. Personas de cuarenta, de cincuenta y hasta de casi sesenta que asumen poses adolescentes, que se visten o actúan como adolescentes, y encima como adolescentes inmorales, corrompidos. A veces es hasta un poco grotesco ver a todos los “famosos” que con el paso del tiempo parecen físicamente cada vez más jóvenes, pero que son cada vez más parecidos, porque las cirugía plásticas los han hecho a todos casi iguales –candidatos presidenciales incluidos...- Esto refleja algo más profundo: el no querer asumir nuestra edad nos hace perder nuestra identidad, nos hace esclavos de modelos culturales impuestos desde fuera, hace que perdamos nuestra originalidad.
Por eso es tan importante asumir la etapa que estamos viviendo. Es una condición esencial para ser felices. Por que cada edad es irrepetible. Porque si pretendemos adelantarnos estaremos como “forzando la máquina”, con el riesgo de que el “motor” se funda... Y porque pretender detener el tiempo es absurdo, y el deseo de ser siempre jóvenes conduce inevitablemente a la angustia, además de ser poco cristiano.
El Beato Juan XXIII tiene un pensamiento magnífico titulado
“Sólo por hoy”. Los santos son los que han podido sintetizar lo aspectos que en nuestra vida estàn muchas veces en tensión. Allí dice, entre otras cosas, "
Sólo por hoy trataré de vivir exclusivamente el día, sin querer resolver el problema de mi vida todo de una vez".
Le pedimos a nuestra Madre que ruegue por nosotros pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte. Ahora, para que vivamos con pasión nuestra infancia, adolescencia, juventud, madurez o ancianidad. En nuestra muerte, para que merezcamos ser recibidos en sus brazos en el Cielo.