martes, 20 de enero de 2015

Un texto hermosísimo sobre los Ejercicios Espirituales

Comparto un texto de gran profundidad, escrito por Monseñor Tortolo, Arzobispo de Paraná, cuando se cumplieron los 50 años de la encíclica de Pío XI sobre los Ejercicios Espirituales.




EL HOMBRE MODERNO Y LOS EJERCICIOS ESPIRITUALES

El 20 de diciembre de 1979 se cumplirán cincuenta años de la publicación de la Encíclica MENS NOSTRA, de Su Santidad Pío XI, sobre los Ejercicios Espirituales. La materia allí tratada pertenece al caudal de doctrina siempre perenne. Volver a ella es volver a respirar el aire de la Biblia.


I. EL AUTOR
Pío XI pertenece a la línea de los grandes Pontífices de la historia. Su pensamiento está profundamente acrisolado por el vigor de su inteligencia, y su voluntad acrisolada también por la conciencia del deber inherente a la misión apostólica a la que el Señor lo destinara.
Pío XI fue un meditativo que trabajó, oró y sufrió en silencio y soledad. Vivió envuelto en el halo del silencio no para alejarse de los hombres sino para pensar y meditar los grandes pensamientos, convertidos en pan para alimentar a sus hijos.
Su magisterio, quizás desprovisto de poesía, no lo está de belleza. Supo amar con la cabeza y pensar con el corazón, aun cuando el autocontrol emocional lo hacía aparecer hermético.
Todo su Pontificado ocurrió en tiempos difíciles y árduos, pero logró accionar con una intrepidez que aún hoy asombra. Valgan como ejemplos su contracción a la vida de la Acción Católica, animada por sus múltiples Documentos, la renovación de los Seminarios, los Pactos de Letrán, las Misiones y la Jerarquía autóctona, las tres grandes Encíclicas condenando al racismo, el fascismo y el comunismo.
Su Pontificado quedó revestido de una singular grandeza, incluyendo la que es propia de los Santos.
En los días del Vaticano II, en un viaje a Verona, escuché del Cardenal Confalonieri —antiguo Secretario Particular de Pío XI— esta afirmación enfática y firme: "Pío XI é un Santone" (Pío XI es un santazo).
Y la Doctora Capelli, co-fundadora con Pío XI de un Instituto dirigido al mundo intelectual, me habló de las profecías de Pío XI. En estos casos normalmente el Santo Padre se ponía de pie y le hablaba con un lenguaje sentencioso: "Ascolti: questo me lo dice il Signore". Y las profecías se cumplían.
Pero al mismo tiempo no deja de maravillar su predilección y su trato paternal y tierno para con Santai Teresita del Niño Jesús, insistentemente exaltada, a quien llamó "la Estrella de su Pontificado", y cuyo "huracán de gloria" lo tuvo gozosamente estremecido.
Esta introducción nos advierte que un Documento de Pío XI a toda la Iglesia debe tener consistencia y contenido extraordinarios y debió ser objeto de profundas meditaciones. Por eso la MENS NOSTRA no pasa, aun cuando pasa el tiempo.
Diez días después, el 31 de diciembre de 1929, publicaría el Papa la DIVINI ILLIUS AAAGISTRI, cuyos puntos de coincidencia con la Mens Nostra son evidentes.
Una y otra Encíclica exponen, no sin divina inspiración, la formación del hombre sobrenatural.


II. A QUIÉN VA DIRIGIDA LA MENS NOSTRA
Esta Encíclica se dirige a todo el mundo —Urbi et Orbi— pero de un modo especial a los Obispos, guías y formadores del Pueblo de Dios y de sus conciencias. Está dirigida a quienes son capaces de profundizar y ascender en orden al espíritu y de proyectar o promover esa ascensión espiritual en todos los niveles.
Pero está dirigida con carácter especial al hombre de la sociedad moderna, cuya modernidad consiste en la búsqueda del mayor goce con el menor número de renuncias; para el hombre moderno superficial y vacuo, que asume como filosofía de la vida la superficialidad de su propia
existencia.
La característica de este hombre moderno es la huida de Dios y luego de sí mismo. Muy pronto apagará la luz de la conciencia, dominado por el temor cobarde a una conciencia que llama y grita.
Este hombre moderno no es el que plasmó Dios. Este hombre moderno es hijo de la insensatez, dominado por constantes contradicciones, y cuya razón de ser parece estar encubierta en la palabra "nada".
Por desgracia el hombre de la mentira, de la vacuidad de la existencia es el hombre universal. Su raza no se extingue.
El Documento del Papa es un llamado a este hombre universal a quien quiere despertar de su sopor enervante y hacerlo volver a la seriedad de la vida, a la responsabilidad de la existencia; para quien vivir sea cumplir un destino, asumir una misión, responder con grandeza al don de la vida.
La voz del Papa quiere restaurar en el fondo de cada corazón la jerarquía de valores que han de ser vividos como una opción absoluta.


III. CÓMO REHACER AL HOMBRE
La riqueza y la grandeza del ser humano parten de su vida racional. La gracia lo inserta en Dios y en sus Misterios; hace del hombre partícipe de Dios.
Esta vida racional entra en juego mediante las potencias del alma: inteligencia y voluntad. Facultades o potencias que crecen con su actividad y hábitos propios, y se perfeccionan en la medida en que se dan y entregan a la Verdad y al Bien. Verdad y Bien que constituyen el absoluto de Dios.
Según el lenguaje bíblico el hombre que asienta su vida sobre arena, construye en vano. Construye sobre la mentira y sobre el mal. De este modo degrada sus potencias y se hace un hombre infrahumano, que vive en la pesada y lúbrica atmósfera de un submundo. Los hábitos malos esclerosan la conciencia, invierten a todo el hombre. Es difícil restaurar al hombre por cuanto al huir éste de sí mismo torna imposible su cambio interior.
Pero todo este proceso no acaba ni muere con el individuo. El área de la mentira y del mal se extiende y afirma, cristalizada en una civilización del confort, del placer, del hedonismo degradante, del pecado sin escrúpulo, de la moral permisiva hasta llegar a esta terrible transmutación de llamar mal al bien y bien al mal, a la mentira verdad y a la verdad mentira.


IV. EL DIAGNÓSTICO
Para este hombre moderno Pío XI tiene un diagnóstico terminante y claro; diagnóstico vertido en palabras objetivas y concretas, diagnóstico ordenado a liberar al hombre de su fatal enervamiento. Y el diagnóstico es el siguiente: el mundo, el hombre, está enfermo, muy enfermo de gravísima enfermedad. El Papa desciende a la raíz de las cosas y a su razón de ser. Enfatiza con vigor y rigor el mal contemporáneo.
Estas son sus palabras: "La gravísima enfermedad de la edad moderna, y fuente principal de los males que todos lamentamos, es esa ligereza e irreflexión que lleva extraviados a los hombres. De aquí la disipación continua y vehemente en las cosas exteriores; de aquí la insaciable codicia de riquezas y de placeres que poco a poco debilita y extingue en las almas el deseo de bienes más elevados, y de tal manera las enreda en las cosas temporales y transitorias, que no las deja levantarse a la consideración de las verdades eternas, ni de las leyes divinas, ni; aun del mismo Dios, único principio y fin de todo el universo creado".
Este solo párrafo de la Encíclica la contiene toda. Cada palabra ocupa su justo lugar, lleva intacto su particular contenido y despeja toda duda.
El inmediato sucesor de Pío XI, Su Santidad Pío XII, ha expresado esto mismo en síntesis genial: "Todo se ha perfeccionado menos el hombre". Por otro camino llega a la misma enfermedad del hombre.
El párrafo de Pío XI señala, a través de varios substantivos, la autogénesis del mal y esa terrible degradación progresiva que lleva a la autodestrucción.
He aquí un elenco:
Ligereza, irreflexión, disipación continua y vehemente, insaciable codicia de riquezas y placeres, debilidad y extinción en las almas del deseo de bienes más elevados, enredo,y servidumbre en las cosas temporales que impide a las almas levantarse a las Verdades eternas.
Esta gravísima enfermedad del espíritu es hija del pecado y de la subversión de valores. Su enfermedad llega a la incapacidad de resistir; los tóxicos son tan fuertes como la misma enfermedad.
Cuando las facultades racionales del hombre no son puestas en acción, es decir, cuando el ser humano no habla, ni piensa, ni ama, ni escruta la invisible realidad de las cosas, ese modo de actuar del hombre es infraracional. Las potencias del alma se oxidan, el universo sigue rodando como rueda que rueda en el vacío, sin introducir ni aportar nada, a excepción de su estéril movimiento.
Pensar en sí mismo es fácil. Pensarse a sí mismo es difícil y duro. Para pensarse a sí mismo el hombre debe descender y llegar a los senos más profundos del alma y arrancarse a sí mismo su propio secreto: "Soy esto que soy".
La inmanencia rige el orden de la vida. Cuanto más elevada es una vida, más es inmanente. Dios vive ad intrá de un modo eminente y absoluto. Se conoce y se ama desde su interior y hacia su interior. De manera semejante, invita al hombre —su creatura— a entrar en las sendas interiores del espíritu, para que se conozca, sepa quién es, descubra para qué vive, hacia dónde proyecta su personalidad, hasta que finalmente se sienta copartícipe con Dios de una misma vida.


V. LA RUTA HACIA DIOS
El ejercicio de las potencias tiene su cima y su cumbre en Dios, Verdad sobre toda verdad y Bien sobre todo bien. Cada uno de nosotros tiene que dar una respuesta a la invitación divina de subir más alto. O, si se quiere, cada uno de nosotros debe renacer —nacer de nuevo—, pero renacer llevando en sí mismo la imagen viva de Dios.
Para este renacer no son suficientes las fuerzas humanas. Se necesita el poder infinito de la gracia que por su propia naturaleza tiende a la perfección del hombre.
La expresión más acabada de este proceso es la SANTIDAD. Santo y perfecto se identifican. Alcanzar la santidad es la meta, el fin al que debe tender toda vida cristiana, cuyo ordenamiento debe responder esencialmente el fin último del hombre.
Todos los grandes procesos interiores necesitan una clara noción del fin y una voluntad férrea para lograrlo. Pero, además, los procesos que cambian el corazón de raíz, los que conducen a su vez al Corazón de Dios, son hijos y brotes de la oración. Esta es la llave maestra que abre el Corazón de Dios y el del hombre y establece entre ambos una inagotable corriente de vida divina, de sangre transformadora y nutriente.
En el orden de las "gracias fuertes" —aquellas gracias que renuevan o hacen renacer al hombre— la'gracia de la oración es quizás la primera después del bautismo. La oración nos introduce en el fecundo silencio de Dios, pero nos introduce también en un abismo de luz, a cuyo resplandor es fácil discernir los grandes valores o las efímeras apariencias que defraudan cualquier ansia de ascensión espiritual.
Séanos lícito repetir una vez más cuánto peso llevan las palabras bíblicas: mentira y verdad, mal y bien. Para el hijo de la mentira, mentir, corromper, le es esencial o al menos necesario. El hijo de la verdad tiene el poder sagrado de participar de Dios, porque Dios es Verdad y es Amor.
El hijo de la verdad vive la verdadera escala de valores. Piensa, juzga, ama, es hombre en la medida en que esa escala se convierta en el principio y fin de toda su existencia. Desde esa escala de valores aprende a pensar, a ordenar el interior, a discernir el valor de las cosas, a jugarse entero por los grandes bienes.


VI. LA RESPUESTA DEL BIEN Y DE LA VERDAD
A la gravísima enfermedad y fuente de todos los males, opone Pío XI la irrupción de bienes que bajan al corazón del hombre, cuando el hombre "busca de veras a Dios". Es la antítesis del mal que había señalado. He aquí sus palabras:
"Al obligar al hombre al trabajo interior del espíritu, a la reflexión, a la meditación, al examen de sí mismo, es maravilloso el desarrollo que da a las facultades humanas; de tal manera que en esta insigne palestra del espíritu la razón aprende a pensar con madurez y ponderar equilibradamente las cosas, la voluntad se fortalece en gran medida, las pasiones se sujetan al dominio de la razón, la actividad, unida a la reflexión, se ajusta a normas fijas y sensatas, y toda el alma resurge a su
nobleza y excelsitud nativas".
Párrafo tan denso debe ser meditado hasta arrancarle su más profundo contenido, el misterio de las cosas en orden a sí mismo y en orden a Dios.


VI. LOS EJERCICIOS ESPIRITUALES
Aprender a pensar, a guardar silencio interior, buscar la soledad de espíritu y anclar en ella, amar con ese amor que es más fuerte que la muerte, es obra de hombres que han tomado en serio el por qué de la existencia.
El hombre que ha restituido en sí mismo la imagen viva de Dios se ha desposado con la Verdad y con el Bien. En él ha nacido el santo. Siente la necesidad de penetrar en todos los abismos y planear sobre todas las cumbres.
Ahora se siente libre, feliz poseedor de sí mismo, ansioso de realizar proezas por su Dios. El fin último de su vida, la razón de su existencia se ha logrado. Está bebiendo la copa de la paz.
La historia de las almas santas, empleando éste u otro lenguaje, nos hace vislumbrar el vacío, la necedad, la superficialidad, la vacuidad de un alma que vive de afuera para afuera. Los santos, por su parte, son clara y terminante reacción a la superficialidad humana. Obran desde adentro para adentro.
El Señor nos ha dicho que vino al mundo para traer la guerra y no la paz, la violencia y no la inercia. Nos ha querido decir con esto que la vida espiritual, la que Él trajo al mundo, exige lucha. Al esfuerzo por reordenar el interior se lo llama Ejercicios Espirituales.
Ejercicios Espirituales por cuanto se empeñan en la doble dimensión del alma: hacia la profundidad de los abismos y hacia la altura de las cumbres, obra de la oración y del silencio, pero también obra de una lucha a sangre y fuego' contra las concupiscencias. Destacamos el poder absoluto de la oración; esa nobleza espiritual que importa el trato y la convivencia con Dios.
Todos estos héroes disciplinaron sus vidas con la oración, azotes, ayunos, trabajos apostólicos, cumplimiento del deber de estado. Y se convirtieron en transfusores de santidad. De los Santos brotaron santos. Floreció el desierto.
A esta no fácil lucha, a este constante vigilar las operaciones y los movimientos del alma llamamos Ejercicios Espirituales.
Estas dos riquísimas palabras son capaces de elevar a toda una generación, a todo un mundo. Pueden producir una revolución espiritual.
De hecho la han producido. Y por esas ironías de la gracia, el instrumento para esta revolución espiritual es un pequeño libro: el libro de los Ejercicios según la mente de San Ignacio de Loyola o Ejercicios Ignacianos.
Vienen superando desde hace siglos las pruebas de fuego: pero doctrina y método quedaron intactos.
Su autor es Dios. Su intrumento San Ignacio de Loyola. Todo el libro está impregnado de noble grandeza espiritual.
Lo que fue y sigue siendo para la doctrina de la Iglesia la Suma Teológica de Santo Tomás de Aquino, en orden a la ascética cristiana lo son los Ejercicios de San Ignacio de Loyola.
De entrada ubican al hombre frente a una ley metafísica: el Principio y Fundamento. O sea, el fin del hombre. Acaban con la contemplación para alcanzar amor, punto final y término del vivir humano.
Como el mundo moderno no se entiende a sí mismo ni comprende al hombre, menos entiende el supremo principio ordenador que son los Ejercicios. En medio de tanta confusión no faltan quienes aseguran que ya pasó el siglo de San Ignacio y que el libro de los Ejercicios Espirituales es un pieza de museo.
Sin embargo nos salvará la Suma Teológica y nos salvará el libro de los Ejercicios.

ADOLFO TORTOLO

Arzobispo de Paraná