sábado, 29 de marzo de 2014

El Otoño y la Cuaresma


En el otoño -según aprendimos en la Escuela, simplificando un complejo proceso biológico- los árboles se "desprenden" de las hojas secas, las cuales caen al suelo, suavemente.
El árbol queda medio "desnudo". Es un proceso difícil, como una "muerte", pero es necesario para asegurar su ciclo vital.
Las hojas secas, además, abonan la tierra y permiten al árbol crecer más fuerte, en la próxima primavera.
Cuando la maestra de cuarto grado nos preguntó: "¿por qué Dios hizo que en otoño los árboles queden sin hojas?", un compañero respondió: "para que no tape el sol y éste pueda calentar a los hombres en el tiempo de más frío"

La Cuaresma es algo así como el otoño. Un tiempo en el cual Dios nos invita a "dejar caer las hojas secas", desprendernos de lo que sobra en nuestra vida, pero que permaneciendo nos afea, y nos impide seguir el ciclo de crecimiento que el Padre nos fija, amorosamente.
De las renuncias que la Providencia nos impone y las que voluntariamente elegimos, el Señor se vale para "abonar la tierra" de nuestro corazón.
Que el viento del Espíritu Santo en la oración y el "frío" de la penitencia hagan caer las hojas secas de nuestra alma, para que dejemos pasar el calor del amor de Dios a través de las obras de caridad.

viernes, 14 de marzo de 2014

Divorcio y segundas nupcias en la Iglesia antigua: ¿antes se podía?

Por su interés, reproduzco íntegro el artículo del padre Javier Olivera Ravasi.

Divorcio y segundas nupcias en la Iglesia primitiva: ¿Antes se podía?
Por momentos uno lee los diarios y pareciera que todo está por cambiar en la “era Francisco”. No sólo se lo pinta como un superman a contrapelo suyo sino que se le endosan doctrinas no corroboradas por él[1], como señala en su reciente entrevista.
Sin entrar a profundizar en sus declaraciones, queremos hacer mención a un error histórico que a fuerza de repetición, puede quedar como una “verdad” moderna y es ésta: que “la Iglesia al inicio de la historia, permitía las segundas nupcias a los que se habían equivocado en su primer matrimonio”, de allí que ahora podría volverse a la misma praxis pastoral.
¿Es así? ¿Acaso durante más de 17 siglos la Iglesia ha venido olvidando esta práctica y hablando en nombre de Dios acerca de algo que Jesús había permitido?
Alguno dirá: “¡Pero a nadie le interesa esto!¡Hoy nadie se casa!”. Puede ser, pero aún hay personas que desean vivir como Dios lo quiere; y si no, déjenme contarles una anécdota que me ocurrió hace unos días, luego de la Misa parroquial.
Había terminado de confesar cuando una pareja de 40 años cada uno, más o menos, me dijo:

-          Padre, querríamos que nos bendijera en una ceremonia.
-          Ahaá… ¡Encantado! –les dije– y cuéntenme… ¿Cómo es la cosa? ¿cumplen aniversario de matrimonio o algo así?
-          No, no…, nosotros no estamos casados; somos sólo pareja…
-          Ahhhhh –dije– y… ¿entonces?
-          Es que ambos éramos casados pero luego la cosa no anduvo con nuestras anteriores parejas y ambos nos separamos. Luego nos conocimos y ahora nos queremos y vivimos juntos, por eso queremos que “Dios bendiga nuestra unión”.
-          Ahhhh –dije yo– mientras pensaba por dentro: “¿y a estos qué les digo?”.
-          Sí, padre –insistía ella– hemos  ido por otras parroquias, pero nos dijeron que no se podía hacer eso, pero como ahora dicen que la Iglesia está cambiando con Francisco nosotros veníamos a ver si se podía…
-          Bien –dije con cara simpática  tranquila– yo encantando les bendigo la pareja en una ceremonia, pero para eso van a tener que permitirme que antes arranque un par de páginas del Evangelio –ellos se quedaron pensativos y dijeron:
-          ¿Cómo dice, padre? ¿cómo va a arrancar una página de la Biblia? –me preguntaron sin entender mucho a lo que iba.
-          Sí; miren, la cosa es así. El problema es que hay un par de páginas que dicen lo contrario de esto, pero si las arrancamos, ninguno tendrá problemas de conciencia; ni Uds. ni yo… Por ejemplo, podríamos sacar esa donde dice Cristo: “Desde el comienzo Dios los hizo varón y mujer… De manera que ya no son dos, sino una sola carne. Pues bien, lo que Dios unió no lo separe el hombre” (Mt 19,5-6) y también dice esa otra donde dice que “se acercaron unos fariseos que, para ponerle a prueba, preguntaban: «¿Puede el marido repudiar a la mujer?»… Jesús les dijo: lo que Dios unió, no lo separe el hombre.» Y ya en casa, los discípulos le volvían a preguntar sobre esto. El les dijo: «Quien repudie a su mujer y se case con otra, comete adulterio contra aquélla; y si ella repudia a su marido y se casa con otro, comete adulterio” (Mc 10,2-12).
La pareja iba entendiendo a dónde iba. Les dije que el problema era que Dios había hecho así las cosas y que el matrimonio era para toda la vida, no sólo en virtud del sacramento que así lo exigía, sino por los múltiples beneficios que trae incluso en el orden natural para la familia, los hijos, etc., y todas esas cosas que los curas decimos…
Los exhorté a saber comprender las cruces y sobrellevarlas con sobrenaturalidad; la cruz de la castidad, la cruz de la soledad, etc., pero veía que aún no estaban preparados para dar ese paso que es difícil. Aún no tenían fuerzas espirituales para afrontar un cambio, por lo que les pedí que no dejaran de cumplir el resto de los mandamientos, de educar a los hijos en la Fe, de ir a Misa aunque ahora no pudieran comulgar, de rezar, etc., porque Dios siempre premia con la gracia a quien se esfuerza.
Era gente de Fe pero confundida por lo que está sucediendo ahora con este tema, de allí que ellos mismos recordaran que no podían comulgar aún por no estar viviendo como Dios mandaba, es decir, en gracia de Dios, de allí que también recordamos el texto de San Pablo que dice “quien coma el pan o beba la copa del Señor indignamente, será reo del Cuerpo y de la Sangre del Señor” (1 Cor 11,27).
Entendieron y no se enojaron, porque se dieron cuenta de cómo era la cosa. Pero yo quedé preguntándome; ¿tanta gente confundida? ¿qué pasa? ¿si estas eran cosas que se aprendían en el Catecismo?
 Propaganda mundial contra la Iglesia y la  cuestión de la Iglesia Primitiva
 Como muchos habrán leído, para el mes de octubre se está preparando un Sínodo en Roma que tocará el tema del matrimonio cristiano (un sínodo es una reunión de obispos para analizar un tema puntual). Para ello, meses antes, se comienzan a hacer reuniones entre obispos, cardenales y el mismo Papa, con el fin de preparar lo que se debatirá; y aquí comienza a jugar la propaganda de los medios de comunicación y de los sectores más progresistas de la Iglesia.
Son ellos, los enemigos de la Iglesia, los que sin estar casados, ni divorciados, ni importarles tres cuernos el Evangelio, los que comienzan a “instalar”: “la Iglesia está cambiando”, “Francisco no es Benedicto”, “Se acabó la inquisición”, “Prohibido prohibir, etc., etc., etc”. Vean nomás los diarios de los últimos meses sobre el tema y tendrán para rato.
El método no es nuevo; es la propaganda puesta al servicio del método “machaque” hasta que las ideas vayan entrando y haciéndose “naturales”. ¿Qué idea se está imponiendo ahora? Ésta: que la Iglesia permitirá, a pesar del Evangelio y a pesar de la enseñanza de 2000 años sobre el tema, la comunión a los que, habiéndose casado antes por Iglesia, “rehicieron” su vida con una nueva pareja.
La excusa de fondo siempre es la misma: la Iglesia no puede quedarse en la época de las cavernas sino que tiene que acomodarse a los tiempos modernos, donde hoy nadie se casa o donde el casamiento es sólo un rito social más.
Pero como decimos, no son sólo los medios de comunicación los que, de un día para otro, largan la noticia sin decir “agua va”. Tienen sus motivos: ¿cómo?
Ni más ni menos que un príncipe de la Iglesia, el cardenal Kasper, uno de los referentes del progresismoalemán, ha dado motivos para que esta propaganda se diseminara con bombos y platillos.
En efecto, en su discurso introductorio para la preparación del Sínodo, el día 20 de febrero pasado, se pasó casi dos horas explicando cómo esto podría ser posible, es decir, cómo podríamos gambetear el Evangelio…
Allí, para salir de este embrollo moderno de los divorciados, proponía dos soluciones:
1)   Agilizar al máximo los trámites de nulidad matrimonial por medio de sacerdotes idóneos dentro de las diócesis y sin intervención de la Santa Sede (algo así como una “nulidad express”). No me detendré en este tema.
2)   Apelando al cristianismo de “los primeros siglos”, es decir, apelando a que, teóricamente, la “Iglesia primitiva”, permitía la comunión de los divorciados vueltos a casar…
Vamos a sus palabras; allí el cardenal Kasper decía que los primeros siglos del cristianismo:
“Nos dan una indicación que puede servir como una forma de salida (…) No puede haber, sin embargo, alguna duda sobre el hecho de que en la Iglesia de los orígenes, en muchas Iglesias locales, por derecho consuetudinario había, después de un tiempo de arrepentimiento, la práctica de la tolerancia pastoral, de la clemencia y de la indulgencia. En el contexto de dicha práctica se entiende también, quizás, el canon 8 del Concilio de Nicea (325), dirigido contra el rigorismo de Novaciano. Este derecho consuetudinario está expresamente testimoniado por Orígenes, que lo considera no irrazonable. También Basilio el Grande, Gregorio Nacianceno y algunos otros hacen referencia a él. Explican el “no irrazonable” con la intención pastoral de “evitar lo peor”. En la Iglesia latina, por medio de la autoridad de Agustín, esta práctica fue abandonada en favor de una práctica más severa. También Agustín, sin embargo, en un pasaje habla de pecado venial. No parece, por tanto, haber excluido de partida toda solución pastoral”[2].
Al leer el texto, lo confieso, me sorprendí; ¿cómo un Concilio había permitido todo esto y no lo conocía? Me agarró cierto remordimiento por un momento, porque si esto era así, tal vez habría sido yo duro en exceso con algunas personas.
¡Qué duro había sido al intentar explicarles a este matrimonio lo que dice el Catecismo en el nº 2384 cuando expresa que “el divorcio atenta contra la Alianza de la salvación de la cual el matrimonio sacramental es un signo. El hecho de contraer una nueva unión, aunque reconocida por la ley civil, aumenta la gravedad de la ruptura: el cónyuge casado de nuevo se halla entonces en situación de adulterio público y permanente”.
¡Qué mal que había estado al recordar desde joven las palabras que escuché de boca del mismo Juan Pablo II cuando en Córdoba, en 1987, decía: “El verdadero amor no existe si no es fiel, y no puede existir si no es honesto. Tampoco existe pacto conyugal verdadero si no hay de por medio un compromiso que dura hasta la muerte”.
¡Qué mal que había estado incluso cuando estudié que Pío XII le había dicho a los párrocos de Roma, el 16 de marzo 1946, que “el matrimonio entre bautizados válidamente contraído y consumado no puede ser disuelto por ningún poder en la tierra, ni siquiera por la Suprema Autoridad Eclesiástica”!
Pero luego me puse a pensar si no podía haber alguna confusión y me encontré con una sorpresa.
En primer lugar, fue realmente una lástima para mí que el cardenal no hubiese dado las referencias bibliográficas, pero a su vez me obligó a ir a las fuentes; a desempolvar libros y me di cuenta de una cosa: en Alemania tienen malas ediciones, o están erradas, o no traen números de página. Porque lo que encontraba en las fuentes, era muy diverso… Veamos[3]:
1)        Durante los primeros cinco siglos de la era cristiana no se puede encontrar ningún decreto de un Concilio, ni ninguna declaración de un Padre de la Iglesia que sostenga la posibilidad de disolución del vínculo matrimonial. Cuando, en el siglo II, Justino, Atenágoras, Teófilo de Antioquía, hacen mención a la evangélica prohibición del divorcio, no dan ninguna indicación de una excepción. Tertuliano y San Clemente de Alejandría son aún más explícitos. Y Orígenes, en la búsqueda de alguna justificación para la práctica adoptada por algunos obispos, afirma que está en contradicción con la Escritura y la Tradición de la Iglesia (Comment. in Mat., XIV, c. 23, en: Patrología Griega, vol. 13, col. 1245).
2)        Dos de los primeros concilios de la Iglesia, el de Elvira (306) y el de Arles (314), lo reiteran claramente. En todas partes del mundo, la Iglesia sostenía que la disolución del vínculo era contraria a la ley de Dios y el divorcio con el derecho a casarse de nuevo era completamente desconocido.
3)        Entre los Padres de la Iglesia que tratan más ampliamente la cuestión de la indisolubilidad matrimonial, justamente, está San Agustín y su De Coniugiis adulterinis; y en muchas otras obras refuta a los que se lamentaban de la severidad de la Iglesia en materia matrimonial, demostrando que, una vez que se ha hecho el contrato ya no se puede romper por cualquier motivo o circunstancia.
4)        En cuanto a San Basilio baste con leer sus cartas, y a encontrar en ellas un pasaje que autorice explícitamente el segundo matrimonio. Su pensamiento se resume en lo que escribe en la Ethica: “No es lícito a un hombre repudiar a su esposa y casarse con otra. Tampoco está permitido que un hombre se case con una mujer que está divorciada de su marido” (Ethica, Regula 73, c. 2 en: Patrística griega, vol. 31, col. 852).
5)        Lo mismo se puede decir del otro autor citado por el cardenal Kasper, San Gregorio Nacianceno, quien escribe: “el divorcio es absolutamente contrario a nuestras leyes, aunque sean distintas de las leyes del juez Romano” (Epístola 144, en: Patrística griega, vol 37, col. 248).
Es decir, las citas contradicen lo que planteaba el cardenal en su discurso y quizás justamente por ello la Iglesia estuvo dispuesta incluso a perder un país entero como Inglaterra en vez de concederle el divorcio a Enrique VIII, apasionado por su Ana Bolena.
El “famoso” canon 8 del Concilio de Nicea
 Habría mucho más para decir; pero, en segundo lugar, creo que es necesarísimo desenmascarar el punto que nos parece más grave. En el texto se cita un “canon”, es decir, un artículo de uno de los Concilios más grandes de la Iglesia, el Concilio de Nicea (325). Este canon dice, refiriéndose a aquellos que se habían separado de la Iglesia y querían volver a su seno:
“En cuanto a aquellos que se dicen puros (está hablando de la secta de los novacianos), si desearan entrar en la Iglesia Católica, este sagrado y gran concilio establece (…) antes que nada que ellos deben declarar abiertamente por escrito, que aceptan y siguen las enseñanzas de la Iglesia Católica que consisten en queentrarán en comunión con aquellos que han realizado segundos matrimonios (en griego se dice “dígamoi”).
Ahora bien, esta palabrita, “dígamoi”, ha sido interpretada por el cardenal Kasper y por la corriente de cambio como aquellos que “se casan dos veces”. Es decir, el razonamiento es: si ya desde antiguo la Iglesia aceptaba a los “que se casaban dos veces”, ¿no habría que volver a esa práctica y listo?
Pero las ideas no vienen solas y siempre hay algún librito que apoya detrás. Como lo declara el vaticanista Sandro Magister (aceptando incluso inocentemente algunas premisas) un sacerdote italiano llamado Giovanni Cereti, escribió en 1970 su tesis en teología patrística bajo el título de “Divorcio, nuevas bodas y penitencia en la Iglesia Primitiva[4], hoy reeditado y en venta en Amazon. Se trataba de la vorágine pos-conciliar que veía en el Concilio Vaticano II un acordeón a estirar y encoger à piacere.
El libro tiene su contexto: fue escrito en Italia, el mismo año en que se decretaba el divorcio civil, es decir, intentando ser una justificación en el tiempo de que la Iglesia no era tan anticuada… ¿Y en qué se basaba? En que ese texto del Concilio de Nicea, que tenía por finalidad acercar a los novacianos (una secta herética y puritana) daba la clave de bóveda para entender el trato con los divorciados en el siglo IV.
Sin embargo, nadie se encargó de ver quién era este tal Cereti ni porqué un texto tan importante había pasado sin pena ni gloria incluso en los medios de aquella época. La verdad, como narra en un artículo el profesor John Lamont, Cereti fue ampliamente refutado inmediatamente después de que su libro salió a luz ni más ni menos por uno de los grandes patrólogos (estudiosos de los Padres de la Iglesia) del siglo XX. En efecto, el jesuita Henri Crouzel, publicó un año después una terrible crítica al libro del italiano, titulada “La Iglesia primitiva frente al divorcio” (“L’Eglise primitive face au divorce”, Paris, Beauchesne 1971”)[5].
¿Qué decía Crouzel y por qué sepultó en el arcón de los recuerdos a Cereti? El gran estudioso jesuita no negaba que algunos prelados hubiesen hecho oídos sordos a segundas nupcias (malos pastores hubo siempre), pero sí afirma rotundamente con Orígenes que “los obispos que permitieron a una mujer casarse nuevamente mientras vivía su marido, ‘actuaron contrariamente a la ley primera traída en las Escrituras’”[6]. Pero esto no es lo que se lee en la historia de la Iglesia ni en la de los sacramentos, como se lee en serios y doctos libros juntos[7].
Cereti, traicionando el texto griego y su interpretación, traducía maliciosamente la palabra “digamoi” (técnicamente, “dos veces casado”) diciendo que se trataba de aquellos que se habían casado dos veces, estando aún en vida su esposa o esposo, mientras que en realidad, de lo único que se trataba era del matrimonio de los viudos vueltos a casar…
En efecto, el Concilio de Nicea, intentando acercar a los novacianos que negaban incluso el perdón a los que habían caído en pecado mortal, proponía como condición que primero ellos aceptaran que no cometían pecado quienes, habiendo enviudado, se casaban de nuevo.
Fueron tales los errores que Crouzel y un grupo de estudiosos le enrostraron a Cereti, que su obra ni siquiera fue reeditada una vez hasta el año pasado.
Ahora, envalentonado por haberse reflotado su tesis refutada, no sólo no confiesa nuevamente la verdad, sino que llega a decir en un reportaje que ese fue “el mayor servicio que hecho a la comunidad cristiano-católica. La experiencia me dice, en efecto, que ‘lo que Dios ha unido, el hombre no debe separar’, por eso si una unión termina, muy probablemente es porque nunca había sido unida por Dios, al contrario, la segunda unión es la que Dios une” (http://www.adistaonline.it/?op=articolo&id=53413; traducción propia). Y uno podría preguntarse: ¿por qué sólo la segunda unión y no la tercera, la cuarta, la décima? ¡Qué retrógrado!
*                        *          *
 El gran humorista inglés, Groucho Marx, decía: “estos son mis principios, pero si no les gusta, tengo estos otros…”.
Ojo; hay confusión y tormenta sobre el tema, pero hay que recordar las palabras de Cristo cuando le preguntaron: “‘¿Puede uno repudiar a su mujer por un  motivo cualquiera?’… A lo que respondió: ‘Moisés, teniendo en cuenta la dureza de vuestro corazón, os permitió repudiar a vuestras mujeres; pero al principio no fue así”.
Y en la Iglesia primitiva tampoco…
 Que no te la cuenten…
 P. Javier Olivera Ravasi







[1] Véase la entrevista del 5 de Marzo de 2014 al Corriere della Sera y el diario La Nación: http://www.lanacion.com.ar/1669312-francisco-pintar-al-papa-comosi-fuera-una-especie-de-superman-me-resulta-ofensivo
[2] http://www.infobae.com/2014/03/03/1547495-se-conocio-el-texto-vaticano-los-divorciados-vueltos-casar
[3] El gran escritor católico de Roma, hoy proscripto, Roberto De Mattei, tiene un artículo reciente en italiano donde analiza el tema de los Padres de la Iglesia, aunque sin analizar el canon 8 del Concilio de Nicea que veremos más adelante (véase http://www.corrispondenzaromana.it/cio-che-dio-ha-unito/).
[4] Obviamente, hoy reeditado con bombos y platillos por una editorial laica e ingnota, gracias a Dios: Giovanni Cereti, Divorzio, nuove nozze e penitenza nella Chiesa primitiva, Aracne Editrice, Roma, 2013, pp. 440.
[5] Véase también de Henri Crouzel, Divorce et remariage dans l’Eglise primitive: quelques reflexions de methodologie historique, Nouvelle Revue Theologique, Dec. 1976 ; Un nouvel essai pour prouver l’acceptation des secondes noces après divorce dans l’Eglise primitive, Augustinianum, Dec. 1977 ; ‘Les “digamoi” visés par le concile de Nicee dans son canon 8′, Augustinianum, Dec. 1978, p. 566. Para ver uno de los iluminadores textos de Crouzel, haga click AQUI
[6] Cfr. Commentaire sur Matthieu XIV, 23 ; GCS X, p. 341, ligne 7 (Henri Crouzel, Divorce et remariage dans l’Eglise primitive: quelques reflexions de methodologie historique, Nouvelle Revue Theologique, Dec. 1976, 897).
[7] Cfr. Carlos Chardon, Historia de los sacramentos, Imprenta Real, Madrid 1801, 80. Chardon trae varias citas más de otros Padres de la Iglesia. El libro puede consultarse on-line aquí: http://books.google.com.ar/books?id=jdRGaX0usVEC&pg=PA80&lpg=PA80&dq=novacianos+y+bigamia&source=bl&ots=rCbdB6UNpw&sig=GO5sYdLmJqKeK5OXH7hao-HOcek&hl=es&sa=X&ei=jQcXU6PkJoegkAfr5IGgCg&ved=0CD8Q6AEwBQ#v=onepage&q=novacianos%20y%20bigamia&f=false

martes, 11 de marzo de 2014

Lo que Dios ha unido. La revolución cultural del Card. Kasper

Comparto otro texto que para mí es de enorme valor en el tiempo actual. Un análisis bastante detallado de la propuesta del Card. Kasper, sus fundamentos y sus consecuencias, del prof Roberto De Mattei.


Lo que Dios ha unido. La revolución cultural del Card. Kasper

La doctrina no cambia, la novedad concierne sólo la praxis pastoral”. El eslogan, repetido desde hace un año, por un lado tranquiliza a aquellos conservadores que miden todo en términos de enunciaciones doctrinales, y por el otro alienta a los progresistas que atribuyen a la doctrina escaso valor y confían totalmente en el primado de la praxis. Un clamoroso ejemplo de revolución cultural propuesta en nombre de la praxis nos viene de la relación dedicada a El Evangelio de la familia con la que el cardenal Walter Kasper abrió el pasado 20 de febrero las sesiones del Consistorio extraordinario sobre la familia. El texto, que el padre Federico Lombardi define como “en gran sintonía” con el pensamiento de Papa Francisco, se merece también por esto ser valorado en toda su envergadura.
El punto de partida del cardenal Kasper es la contestación de que “entre la doctrina de la Iglesia sobre el matrimonio y sobre la familia, y las convicciones vividas por muchos cristianos se ha abierto un abismo”. Pero, el cardenal evita formular un juicio negativo sobre estas “convicciones”, antitéticas a la fe cristiana, eludiendo la pregunta fundamental: ¿Por qué existe este abismo entre la doctrina de la Iglesia y la filosofía de vida de los cristianos contemporáneos? ¿Cuál es la naturaleza, cuáles son las causas del proceso de disolución de la familia? En ninguna parte de su relación se dice que la crisis de la familia es la consecuencia de un ataque programado a la familia, fruto de una concepción del mundo laicista que se opone a ella. Y este silencio a pesar del reciente documento sobre losEstándares para la educación sexual de la “Organización Mundial de la Salud (OMS)”, la aprobación por parte del Parlamento Europeo del “informe Lunacek”, la legalización de los matrimonios homosexuales y el delito de homofobia hecha por tantos gobiernos occidentales. Además, no podemos no preguntarnos: ¿Es posible, en 2014, dedicar 25 páginas al tema de la familia, ignorando la objetiva agresión que la familia, no sólo la cristiana sino la natural, padece en todo el mundo? ¿Cuáles pueden ser las razones de este silencio, sino una subordinación psicológica y cultural a esos poderes mundanos que promueven el ataque a la familia?
En la parte fundamental de su relación, dedicada al problema de los divorciados vueltos a casar, el cardenal Kasper no expresa ni una palabra de condena sobre el divorcio y sus desastrosas consecuencias en la sociedad occidental. Pero ¿no ha llegado el momento de decir que gran parte de la crisis de la familia se remonta precisamente a la introducción del divorcio, y que los hechos demuestran cómo la Iglesia tenía razón en combatirlo? ¿Quién tendría que decirlo, sino un cardenal de la Santa Romana Iglesia? Sin embargo, el cardenal parece interesarse sólo en el “cambio de paradigma” que exige la situación de los divorciados vueltos a casar.
Casi para prevenir posibles objeciones, el cardenal se anticipa afirmando: la Iglesia “no puede proponer una solución diversa o contraria a las palabras de Jesús”. La indisolubilidad de un matrimonio sacramental y la imposibilidad de contraer un nuevo matrimonio mientras viva el otro cónyuge “pertenece a la tradición de la fe vinculante de la Iglesia que no puede ser abandonada o disuelta apelando a una comprensión superficial de una misericordia barata”. Pero, inmediatamente después de haber proclamado la necesidad de mantenernos fieles a la Tradición, el cardenal Kasper avanza dos propuestas demoledoras para escamotear el Magisterio perenne de la Iglesia en materia de familia y de matrimonio.
Según Kasper, el método que hay que adoptar es el mismo aplicado por el Concilio Vaticano II en relación con la cuestión del ecumenismo o de la libertad religiosa: cambiar la doctrina, sin evidenciar que se modifica. “El Concilio –afirma–, sin violar la tradición dogmática vinculante, ha abierto las puertas”. ¿Abierto las puertas a qué cosa? A la violación sistemática, en el plano de la praxis, de aquella tradición dogmática de la que, en palabras, se afirma la obligatoriedad.
La primera vía para vaciar la Tradición arranca de la exhortación apostólica Familiaris consortio de Juan Pablo II, allí donde se dice que algunos divorciados vueltos a casar “están subjetivamente seguros en conciencia de que su precedente matrimonio, irreparablemente destruido, no había sido nunca válido” (n. 84). Pero la Familiaris consortio puntualiza que la validez del matrimonio nunca puede ser dejada a la valoración subjetiva de la persona, sino a los tribunales eclesiásticos, instituidos por la Iglesia para defender el sacramento del matrimonio. Precisamente refiriéndose a tales tribunales, el cardenal asesta el golpe definitivo: “Dado que ellos no son iure divino, sino que se han desarrollado históricamente, nos preguntamos a veces si la vía judicial tenga que ser la única vía para resolver el problema o si no serían posibles otros procedimientos, más pastorales y espirituales. Como alternativa, se podría pensar que el obispo pueda encargar este cometido a un sacerdote con experiencia espiritual y pastoral como penitenciario o vicario episcopal”.
La propuesta es explosiva. Los tribunales eclesiásticos son los órganos a los que normalmente es confiado el ejercicio de la potestad jurídica de la Iglesia. Los tres principales tribunales son la Penitencia Apostólica, que juzga los casos del foro interno, La Rota Romana, que recibe en apelación las sentencias de cualquier otro tribunal eclesiástico y la Signatura Apostólica, que es el supremo órgano jurisdiccional, algo parecido al Tribunal Superior de Justicia en relaciones con los tribunales españoles. Benedicto XIV, con su célebre constitución Dei Miseratione, introdujo en la legislación matrimonial el principio de la dúplice decisión judicial conforme. Esta praxis tutela la búsqueda de la verdad, garantiza un resultado procesal justo, y demuestra la importancia que la Iglesia atribuye al sacramento del matrimonio y a su indisolubilidad. La propuesta de Kasper pone en entredicho el juicio objetivo del tribunal eclesiástico, que sería sustituido por un simple sacerdote, llamado ya no a salvaguardar el bien del matrimonio, sino a satisfacer las exigencias de la conciencia de los individuos.
Refiriéndose al discurso del 24 de enero de 2014 a los oficiales del Tribunal de la Rota Romana en el que el Papa Francisco afirma que la actividad judicial eclesial tiene una connotación profundamente pastoral, Kasper absorbe la dimensión judicial en la pastoral, aseverando la necesidad de una nueva“hermenéutica jurídica y pastoral”, que vea detrás de toda causa a la “persona humana”“¿De verdad es posible –se pregunta– que se decida sobre el bien o el mal de las personas en segunda o tercera instancia sólo sobre la base de actas, es decir de papeles, pero sin conocer a la persona y su situación?”Estas palabras son ofensivas hacia los tribunales eclesiásticos y para la misma Iglesia, cuyos actos de gobierno y de magisterio están fundamentados sobra papeles, declaraciones, actas jurídicas y doctrinales, todo ello encaminado a la “salus animarum”. Se puede fácilmente imaginar cómo las nulidades matrimoniales se extenderían, introduciendo el divorcio católico de hecho, si no de derecho, con un daño devastador precisamente en relación con el bien de las personas humanas.
El cardenal Kasper parece ser consciente de este peligro, pues añade: “ Sería equivocado buscar la solución del problema sólo a través de una generosa dilatación del procedimiento de la nulidad matrimonial”. Es necesario “tomar en consideración también la aún más difícil cuestión de la situación del matrimonio confirmado y consumado entre bautizados, en el que la comunión de la vida matrimonial se ha irremediablemente roto y uno o ambos de los cónyuges han contraído un segundo matrimonio civil”. Llegado a este punto, Kasper cita una declaración de la Doctrina de la Fe de 1994 según la cual los divorciados vueltos a casar no pueden recibir la comunión sacramental, mientras que pueden recibir la espiritual. Se trata de una declaración en línea con la Tradición de la Iglesia. Pero el cardenal da un brinco en adelante poniendo esta pregunta: “Quien recibe la comunión espiritual es una sola cosa con Jesucristo; entonces ¿cómo puede estar en contradicción con el mandamiento de Cristo? ¿Por lo tanto, por qué no puede recibir también la comunión sacramental? Si excluimos de los sacramentos a los cristianos divorciados vueltos a casar (…) ¿no estamos quizá poniendo en discusión la fundamental estructura sacramental de la Iglesia?”
En realidad no existe ninguna contradicción en la praxis por dos veces milenaria de la Iglesia. Los divorciados vueltos a casar no están exonerados de sus deberes religiosos. Como cristianos bautizados tienen siempre la obligación de observar los mandamientos de Dios y de la Iglesia. Por lo tanto, tienen no sólo el derecho, sino el deber de asistir a Misa, de observar los preceptos de la Iglesia y de educar cristianamente a sus hijos. No pueden recibir la comunión sacramental porque se encuentran en pecado mortal, pero pueden hacer la comunión espiritual, porque incluso quién se encuentra en condición de pecado grave debe rezar, para obtener la gracia de salir del pecado. Pero la palabra pecado no cabe en el vocabulario del cardenal Kasper y nunca aflora en su relación para el Consistorio. Entonces ¿cómo maravillarse si, como el mismo Papa Francisco declaró el pasado 31 de enero, hoy “se ha perdido el sentido del pecado”?
Según el cardenal Kasper, la Iglesia de los orígenes “nos da una indicación que puede servir como salida” a lo que él define “el dilema”. El cardenal afirma que en los primeros siglos existía la praxis por la que algunos cristianos, a pesar de que el primer cónyuge aún viviese, tras un tiempo de penitencia, vivían una segunda relación. “Orígenes –afirma– habla de esta costumbre, definiéndola ‘no irracional’. También Basilio el Grande y Gregorio Nacianceno –¡dos padres de la Iglesia aún unida!– se refieren a esta práctica. Agustín mismo, bastante mas severo sobre la cuestión, al menos en un punto parece no excluir toda solución pastoral. Estos Padres querían, por razone pastorales, con el fin de evitar lo peor, tolerar lo que de por sí es imposible aceptar”.
Es una lástima que el cardenal no aclare cuáles son sus referencias patrísticas, porque la realidad histórica es bien distinta de como él la pinta. El padre George H. Joyce, en su estudio histórico-doctrinal sobre el Matrimonio cristiano (1948) demostró que durante los primeros siglos de la era cristiana no se puede encontrar ningún decreto de un Concilio ni ninguna declaración de un Padre de la Iglesia que sostenga la posibilidad de disolución del vínculo matrimonial. Cuando, en el siglo segundo, Justino, Atenágoras y Teófilo de Antioquía aluden a la prohibición evangélica del divorcio, no dan alguna indicación de excepciones. Clemente de Alejandría y Tertuliano son aún más explícitos. Y Orígenes, aunque buscando alguna justificación a la praxis adoptada por unos obispos, puntualiza que esta praxis contradice la Escritura y la Tradición de la Iglesia (Comment. In Matt., XIV, c. 23, en Patrología Greca, vol. 13, col. 1245). Dos de los primeros concilios de la Iglesia, el de Elvira (306) y el de Arles (314), lo confirman claramente. En todas las partes del mundo, la Iglesia considera imposible la disolución del vínculo y el divorcio con derecho a segundas nupcias era del todo desconocido. Entre los Padres, quien trató más ampliamente la cuestión de la indisolubilidad fue San Agustín, en muchas de sus obras, desde el De diversis Quaestionibus (390) hasta el De Coniugijs adulterinis (419). Él refuta a quien se quejaba de la severidad de la Iglesia en materia matrimonial y siempre se mantuvo inamoviblemente firme sobre la indisolubilidad del matrimonio, demostrando que ése, una vez contraído, no se puede romper por cualquier razón o circunstancia. Es a San Agustín a quién se debe la célebre distinción entre los tres bienes del matrimonio: prolesfides ysacramentum.
Igualmente falsa es la tesis de una dúplice posición, latina y oriental, frente al divorcio, en los primeros siglos de la Iglesia. Solamente después de Justiniano, la Iglesia de Oriente empezó a ceder al cesaropapismo, adecuándose a las leyes bizantinas que toleraban el divorcio, mientras que la Iglesia de Roma afirmaba la verdad y la independencia de su doctrina frente al poder civil. Por lo que concierne a San Basilio, retamos al cardenal Kasper a que lea sus cartas y encuentre en ellas un pasaje que autorice explícitamente el segundo matrimonio. Su pensamiento está resumido en lo que escribe en la Ethica“No es lícito a un hombre repudiar a su mujer y casarse con otra. Ni está permitido que un hombre se case con una mujer que se haya divorciado de su marido” (Ethica, Regula73, c. 2, en Patrología Greca, vol. 31, col. 852). Lo mismo puede decirse en relación con el otro autor citado por el cardenal, San Gregorio Nacianceno, el cual con claridad escribe: “el divorcio es absolutamente contrario a nuestras leyes, aunque las leyes de los Romanos juzguen diversamente”(Epístola 144, en Patrología Greca, vol. 37, col. 248).
La “práctica penitencial canónica” que el cardenal Kasper propone como salida del “dilema”, tenía en los primeros siglos un significado exactamente opuesto al que él parece querer atribuirle. Tal práctica no se cumplía para expiar el primer matrimonio, sino para reparar el pecado del segundo, y obviamente exigía el arrepentimiento de este pecado. El undécimo concilio de Cartago (407), por ejemplo, emanó un canon así concebido: “Decretamos que, según la disciplina evangélica y apostólica, la ley no permite ni a un hombre divorciado de su mujer ni a una mujer repudiada por su marido volverse a casar; sino que tales personas deben quedarse solas, o que se reconcilien recíprocamente, y que si violan esta ley, tienen que hacer penitencia” (Hefele-Leclercq, Histoire des Conciles, vol. II (I), p. 158).
La posición del cardenal se hace aquí paradójica. En vez de arrepentirse de la situación de pecado en el que se encuentra, el cristiano vuelto a casar debería arrepentirse de su primer matrimonio, o al menos de su fracaso, del que a lo mejor él es totalmente inocente. Además, una vez admitida la legitimidad de las convivencias postmatrimoniales, no se entiende por qué no deberían permitirse también las convivencias prematrimoniales, si son estables y sinceras. Caen los “absolutos morales”, que la encíclica de Juan Pablo II Veritatis splendor había ratificado con tanta fuerza. Sin embargo, el cardenal Kasper prosigue tranquilo en su razonamiento.
Si un divorciado vuelto a casar -1. Se arrepiente del fracaso del primer matrimonio, 2. Si ha aclarado las obligaciones del primer matrimonio, si es definitivamente excluido que vuelva atrás, 3. Si no puede abandonar sin otras culpas los compromisos asumidos con el nuevo matrimonio civil, 4. Pero si se esfuerza en vivir al máximo de sus posibilidad el segundo matrimonio a partir de la fe y educar a sus hijos en la fe, 5. Si desea los sacramentos en cuanto fuente de fuerza en su situación, ¿debemos o podemos negarle, después de un tiempo de nueva orientación (metanoia) el sacramento de la penitencia y luego el de la comunión?”
A estas preguntas ya contestó el cardenal Müller, prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe (La forza della grazia, “L’Osservatore Romano”, 23 de octubre de 2013) citando la Familiaris consortio, que en el n. 84 facilita unas indicaciones muy precisas de carácter pastoral coherentes con la enseñanza dogmática de la Iglesia sobre el matrimonio: “En unión con el Sínodo exhorto vivamente a los pastores y a toda la comunidad de los fieles para que ayuden a los divorciados, procurando con solícita caridad que no se consideren separados de la Iglesia, pudiendo y aun debiendo, en cuanto bautizados, participar en su vida. Se les exhorte a escuchar la Palabra de Dios, a frecuentar el sacrificio de la Misa, a perseverar en la oración, a incrementar las obras de caridad y las iniciativas de la comunidad en favor de la justicia, a educar a los hijos en la fe cristiana, a cultivar el espíritu y las obras de penitencia para implorar de este modo, día a día, la gracia de Dios. La Iglesia rece por ellos, los anime, se presente como madre misericordiosa y así los sostenga en la fe y en la esperanza. La Iglesia, no obstante, fundándose en la Sagrada Escritura, reafirma su praxis de no admitir a la comunión eucarística a los divorciados que se casan otra vez. Son ellos los que no pueden ser admitidos, dado que su estado y situación de vida contradicen objetivamente la unión de amor entre Cristo y la Iglesia, significada y actualizada en la Eucaristía”.
La posición de la Iglesia es inequívoca. Se niega la comunión a los divorciados vueltos a casar porque el matrimonio es indisoluble y ninguna de las razones aducidas por el cardenal Kasper permite la celebración de un nuevo matrimonio o la bendición de una unión pseudo-matrimonial. La Iglesia no lo permitió a Enrique VIII, perdiendo el Reino de Inglaterra, y no lo permitirá jamás porque, como recordó Pío XII a los párrocos de Roma el 16 de marzo de 1946: “El matrimonio entre bautizados válidamente contraído y consumado no puede ser disuelto por ninguna potestad sobre la tierra, ni por la Suprema Autoridad eclesiástica”. Es decir, tampoco por el Papa y ni mucho menos por el cardenal Kasper.
Roberto de Mattei

domingo, 9 de marzo de 2014

Sobre la propuesta del Card. Kasper al Consistorio de los Cardenales.

Amigos:
Publico un texto muy valioso que encontré recientemente en internet.
Al mismo le he hecho algunas pequeñas matizaciones. Quien quiera saber qué es lo que modifiqué y por qué, sólo tiene que "googlear" el texto.
Espero que les sirva. A mí me sirvió mucho para ampliar la mirada.

Nuestro Papa Francisco está hablando reiteradamente sobre la misericordia. Y recibe por ello grandes elogios. 
Lo curioso es que esos elogios proceden, principalmente, de dos colectivos: los enemigos de la Iglesia y los que se consideran sus mejores amigos y evangelizadores, los que se esfuerzan en parecerse en todo lo posible al mundo, para así poner el Evangelio a su alcance. Es la que llaman ala “progresista” de la Iglesia (lo digo con todo el respeto por esta forma de entender la evangelización y por los que creen en ella y la llevan a la práctica: sólo un ciego puede negar lo mucho que ha traído de bueno; aunque no todo ha sido bueno. De ahí la opción contraria). 
Y en contraste con estos encendidos elogios a la misericordia del Papa, están las críticas que le llueven del bando de los llamados “conservadores” o “integristas”. 
Un choque de posicionamientos que se ha escenificado ostentosamente a raíz del informe presentado por el cardenal Kasper al Papa en relación con la comunión de los divorciados
El problema de fondo, a mi entender, es que en ese informe viene a asimilarse el matrimonio cristiano, indisoluble, con el matrimonio civil, disoluble: con todas las implicaciones doctrinales que eso conlleva.

Me gustaría dejar bien clara la idea en que se sustenta la moral sexual y matrimonial de la Iglesia (tan iusnaturalista, que coincide con muchas otras doctrinas y civilizaciones): como en las operaciones de salvamento, los niños primero, luego las mujeres, y los últimos los hombres. Es una norma antropológica, o si me apuran zoológica y hasta biológica. Es el orden obligado de salvación, si además de atender a la salvación individual, atendemos también a la del grupo.

Si una colectividad se deja arrastrar por el individualismo de los más fuertes, y cuando es preciso optar por las prioridades de salvamento, salva primero a los hombres, dejando perecer a los niños y a las mujeres; esa colectividad tiene los días contados: perecerá a causa de esa conducta tan antinatural, se extinguirá por falta de reproducción. Y me temo muy mucho que nuestra sociedad va de cabeza en esa dirección: a los primeros que elimina y desatiende es a los niños más pequeños (siempre en función de su “valor”, es decir de su utilidad: me refiero al aborto); y la siguiente víctima es la mujer, a la que le hace los dos grandes regalos envenenados: la anticoncepción (totalmente a su cargo en economía y en salud) y el aborto, alejándola así de la maternidad. ¿Y eso para qué? Pues para que el hombre pueda gozar sexualmente de ella sin trabas ni responsabilidades que le agrien el placer. ¡Valiente modelo de sociedad nos hemos construido!

Las sociedades en su conjunto han tenido la idea muy clara: los primeros en recibir la misericordia de la sociedad han de ser los niños. Por eso todas las sociedades sanas han hecho lo posible por que los niños nacieran y crecieran en una zona social lo más protegida posible (esto me recuerda el bello anuncio pro vida en que aparece un vientre gestante con una inscripción:Zona libre de pena de muerte). Por eso han puesto todo su empeño en construir una familia lo más sólida posible. Por eso la civilización judeocristiana a la que pertenecemos, nos ha dejado en herencia una familia sumamente estable: para que no se tambaleen las paredes que la forman y para que a los niños en cuyo beneficio se formó, no se les caiga la casa encima. Porque para ellos es la primera y más abundante porción de misericordia que emplea con todos sus miembros una sociedad sana.

El judaísmo y el cristianismo han sido muy severos con la conducta sexual: no porque sí, sino para evitar que nacieran niños en la intemperie social, sin una familia que fuera su hogar. Por ellos, por la misericordia que les merecían los niños, tuvieron mucha menos misericordia con sus padres. La prioridad en la misericordia fue para los niños. Por eso, la Iglesia que heredó lo mejor del judaísmo y que enderezó hasta donde pudo la herencia de los romanos (que dejaron tres clases de unión sexual: la prostitución y el contubernio para los esclavos, y el matrimonio con el respectivo ius familiae para los ciudadanos); la Iglesia, digo, instituyó el que conocemos como matrimonio católico canónico, elevado a la dignidad de sacramento, con la inherente prohibición de las relaciones prematrimoniales y extramatrimoniales (lo que la modernidad y el progreso  llaman represión sexual), con el deber del respeto mutuo entre los esposos y con el compromiso de fidelidad de por vida. Y todo ello no sólo por el confort y bienestar de los esposos, sino sobre todo por el de los hijos. Hoy una cosa así está tremendamente mal vista.
  
Ciertamente es bastante escasa la ración de misericordia empleada por la Iglesia para los adultos, si la comparamos con la abundancia de la misericordia derramada para proteger a los niños. Y más si la comparamos con la moral sexual y de familia que han impuesto la modernidad y el progreso. Eliminando a los niños que vienen a la vida sin que se les  haya llamado explícitamente (me refiero al aborto), y no cargándose demasiado la conciencia por lo que pueda ser de los hijos si se desmantela la familia (es el divorcio), no hay el menor problema para ser totalmente generosos y misericordiosos con los padres. A partir de esas premisas, hacemos una nueva redistribución de la misericordia; bueno, eso de redistribución es un eufemismo, porque dejamos a los hijos sin pizca de misericordia (como que hasta nos permitimos liquidarlos limpiamente antes de nacer y sin el menor remordimiento de conciencia) y volcamos la abundancia de la misericordia de nuestro corazón íntegramente en los padres, puesto que los hijos pasan muy bien sin ella. Es que la salud sexual(¡y reproductiva!) de los padres se ha convertido en el eje de la nueva moral. Los hijos, obviamente, quedan al margen de esta salud, porque son para ella el mayor estorbo.

En fin, que la Iglesia -movida por el Espíritu Santo- había diseñado el matrimonio canónico indisoluble a partir de las palabras de Jesucristo (cf. Mc 10 1-12), poniendo el interés de los hijos por delante del interés circunstancial de la pareja. Porque entendía que si se altera este orden de prioridades, los hijos acaban siendo los grandes perdedores (y a partir de ellos, toda la sociedad). Es el mundo en que estamos.


¿Que el matrimonio indisoluble evita muchos problemas pero crea algunos? Es evidente puesto que no hay ningún ser humano que sea perfecto. ¿Y que la indisolubilidad del matrimonio es capaz por sí misma de crear unos dramas inenarrables, que incluso pueden acabar en tragedia? Bien cierto; pero hay una jerarquía de bienes a tutelar, y la familia como la instituyó la Iglesia y como ha funcionado (con todos sus problemas) durante más de mil años ha respetado esa jerarquía. 

Por otra parte, la validez del sacramento del matrimonio la da el consentimiento mutuo, libre, incondicional y sin engaño el día de la boda: El matrimonio lo produce el consentimiento de las partes legítimamente manifestado entre personas jurídicamente hábiles, consentimiento que ningún poder humano puede suplir” (Código de Derecho Canónico 1057,1). “El consentimiento matrimonial es el acto de la voluntad, por el cual el varón y la mujer se entregan y aceptan mutuamente en alianza irrevocable para constituir el matrimonio” (íd. 1057,2). Por tanto, “lo que Dios ha unido que no lo separe el hombre” (Mc 10, 9).  Todo lo que suceda a partir de ahí (mentiras, adicciones, adulterios, maltratos…) no anula el sacramento, por mucho que la presunta víctima sea “inocente”. Igual al final va al Cielo; pero si su primer matrimonio es válido, no puede comulgar: porque vive en concubinato. Así lo afirma Jesucristo: “Quien repudie a su mujer y se case con otra, comete adulterio contra aquélla; y si ella repudia a su marido y se casa con otro, comete adulterio” (Mc 10, 11). ¿Alguien cree que tiene autoridad para enmendar a su Señor?

Y todos sabemos que si la norma abre el más pequeño resquicio a las excepciones, la ley del plano inclinado hará que ese resquicio se abra cada vez más hasta convertirse en un enorme boquete y dar al traste con toda la barrera. Ahí tenemos para demostrarlo la ley del aborto: era para unas mínimas excepciones y se convirtió en aborto no sólo libre, sino además promocionado y financiado con cargo a los impuestos de todos. Y otro tanto ocurrirá con la eutanasia, tanto la de adultos como la infantil: será un sistema de liquidación de enfermos e inválidos.


Y puesto que estamos en un mundo en que se busca por encima de todo evitar cualquier represión sexual y exonerar a la pareja de responsabilidades y de escrúpulos morales con respecto a los hijos, he aquí que la indisolubilidad del matrimonio queda como un anacronismo. Y la Iglesia, que está en el mundo, le da vueltas a la evidente relajación de esa indisolubilidad, que se ha resuelto de hecho, en la mayoría de los casos, mediante el divorcio (evidentemente civil) y un segundo matrimonio civil. Algunos están buscando cómo asumir esta situación de hecho vistiéndola con algún argumento de derecho.

El concubinato y el adulterio son pecados públicos que impiden comulgar hasta que uno se confiese y abandone esa situación. Sólo si se violenta el sacramento del matrimonio o se descerraja la Eucaristía, puede admitirse a comulgar a los divorciados vueltos a casar. Viendo adónde nos han conducido los tremendos alardes de ingeniería litúrgica, de ingeniería teológica y de ingeniería moral que caracterizan a un sector de la Iglesia, derribando los grandes pilares y debilitando las paredes maestras de toda su edificación, nos podemos hacer una idea de lo que puede dar de sí la nueva doctrina que se vislumbra sobre el matrimonio y la comunión. Porque eso sería el progreso del cangrejo.

El cardenal Kasper propone extender el inmenso manto de la misericordia de la Iglesia sobre estas numerosas parejas y bendecir de alguna manera este segundo matrimonio civil. Y si esto no es posible, igual intenta redefinir el sacramento de la Eucaristía, a ver si lo puede presentar como medicina del alma enferma. Pero el plano inclinado nos puede llevar a extender el sacramento más allá de la infidelidad momentánea de los fieles, a la infidelidad de los infieles. Si la Eucaristía es medicina, ellos también la necesitan: y quizá más que nadie.

Custodio Ballester Bielsa, pbro.