domingo, 30 de junio de 2013

La identidad de la escuela católica

La identidad de la escuela católica

Conferencia inaugural del Congreso Provincial de Educación Católica de Entre Ríos. Concepción del Uruguay, 25 de abril de 2013.



          Agradezco de corazón a los hermanos obispos de las diócesis  de Entre Ríos la invitación a participar en el Congreso Provincial de Educación Católica. Les manifiesto mi satisfacción y alegría por la iniciativa y los acompaño con gusto en esta sesión inaugural. Las jornadas de hoy y mañana son el momento culminante de un itinerario desarrollado en las instituciones escolares y en las respectivas iglesias particulares; seguramente el Congreso tendrá que proyectarse más allá de estas sesiones para iluminar y potenciar la misión educativa y evangelizadora en la provincia en estos tiempos del bicentenario. En ustedes, queridos amigos, saludo con reconocimiento y afecto a todos los educadores entrerrianos.

          Me han pedido que les hable sobre la identidad de la escuela católica; sólo puedo ofrecerles unos módicos apuntes. El lema que encabeza el Documento Base para orientar la reflexión define a la escuela católica como comunidad educativa, discípula y misionera, y los dos ejes del argumento propuesto hablan explícitamente de la identidad de la escuela y del educador. La identidad de una cosa, de un ser, significa y expresa la afirmación de su esencia, de su naturaleza, de aquello que lo determina y lo constituye con propiedad; en una persona podríamos decir que la identidad es su personalidad, el conjunto de cualidades originales que la caracterizan y distinguen de otra, y análogamente esta descripción vale para una comunidad.

Identidad escolar

          Si se trata de definir la identidad de la escuela católica hay que pensar en dos dimensiones: en lo que es propio de ella en cuanto escuela y en lo que la identifica como católica. En la escuela se instruye en los saberes elementales; a este propósito solía decirse que los saberes elementales son leer, escribir y calcular. Pero estos saberes reflejan una cultura, son factores de un saber más amplio y profundo; por eso se afirma actualmente que en la escuela se efectúa la transmisión crítica de la cultura. La cultura es el estilo de vida común que caracteriza a un pueblo, el modo particular como en él los hombres cultivan su relación con la naturaleza, entre sí mismos y con Dios, que se transmite a través del proceso de tradición generacional y se va formando y transformando en base a la continua experiencia histórica y vital del pueblo mismo. En esta descripción, en la que recojo expresiones consagradas por el magisterio de la Iglesia, se puede advertir lo que implica la transmisión cultural que ha de verificarse en la escuela. ¿Qué es lo que niños y adolescentes aprenden en ella? Para desarrollar su ser personal y llevarlo a su plenitud necesitan adquirir una visión, una comprensión del mundo y de la compleja realidad social en la que viven, a través de conocimientos, competencias y hábitos. La tarea propia de la escuela según su identidad no es sólo instruir, cumpliendo los programas de enseñanza obligatoria, sino educar, transmitir y ayudar a cultivar el arte de vivir en el mundo junto con los otros, descubriendo las reglas del mismo y haciendo propios los instrumentos necesarios para participar de modo consciente y responsable de la vida social. El aspecto crítico de la transmisión cultural que debe protagonizar la escuela se refiere al discernimiento, al juicio sobre la verdad, la bondad y la belleza de las cosas, a la renovación de la tradición en la continuidad de las generaciones, y también a la actualidad en la que se cumple el proceso educativo que ha de verse como un tiempo oportuno que corresponde atender o aprovechar.

Identidad católica de la escuela

La escuela católica realiza plenamente la identidad de toda institución escolar; si no es en verdad escuela no puede ser escuela católica; pero la dimensión católica no se yuxtapone, no se añade como un pegote o una decoración superficial a la dimensión escolar. Dicho con otras palabras: no basta para transformar en católica una escuela el suplemento de la enseñanza religiosa o de la catequesis sumado como accidente a los diseños curriculares que impone el Estado. La finalidad de la escuela católica –y el fin es la esencia, la identidad– es la evangelización, es decir la transmisión de la fe y de la visión cristiana del mundo; la misión de la escuela católica es la misión de la Iglesia, porque la escuela católica es la Iglesia en función de educar. Digamos de paso que la inclusión del subsistema educativo eclesial en el único sistema nacional de educación pública no debe llamar a confusión y mucho menos introducir ambigüedad alguna en la definición de nuestra identidad. La transmisión de la fe incluye los contenidos de conocimiento, las verdades en que se espeja y articula la Verdad que es Cristo, Pensamiento y Palabra de Dios, y la experiencia del encuentro con él, experiencia de gracia, de amor y de gozo. La inteligencia, la voluntad y los sentimientos del hombre quedan transformados por la luz y la fuerza de la fe. Cito al respecto un pasaje sencillo y bello del Documento de Aparecida: la meta que la escuela católica se propone, respecto de los niños y jóvenes, es la de conducir al encuentro con Jesucristo vivo, Hijo del Padre, hermano y amigo, Maestro y Pastor misericordioso, esperanza, camino, verdad y vida, y así, a la vivencia de la alianza con Dios y con los hombres. Lo hace, colaborando en la construcción de la personalidad de los alumnos, teniendo a Cristo como referencia en el plano de la mentalidad y de la vida. Tal referencia, al hacerse progresivamente explícita e interiorizada, le ayudará a ver la historia como Cristo la ve, a juzgar la vida como Él lo hace, a elegir y amar como Él, a cultivar la esperanza como Él nos enseña (336).

          Como es fácil advertir, la transmisión de la fe así entendida no se realiza sólo mediante la enseñanza religiosa escolar y la catequesis, con los momentos sacramentales correspondientes. La síntesis buscada entre la fe y la vida se realiza de hecho en una matriz cultural, y por lo tanto es inseparable de otra aspiración: la síntesis entre la fe y la cultura, entre el conocimiento de la revelación de Dios en Cristo, tal como nos la propone la Iglesia, y todos los saberes humanos, todas y cada una de las disciplinas del currículo. Podemos entonces afirmar que la transmisión de la fe implica la evangelización de la cultura y que la transmisión crítica de la cultura que se realiza en la escuela católica supone el momento dialéctico de su evangelización. ¿Qué significa este planteamiento? Las verdades y valores del Evangelio interpelan la cultura de un pueblo, la purifican de sus errores y antivalores, asumen todo lo bueno que hay en ella, lo potencia, completa y transfigura, lo cristianiza desde su raíz. De este modo, las disciplinas que se cultivan en la escuela y la constelación de valores que se intenta vivir e inculcar en ella se ordenan a Cristo, a recapitular todo en Cristo. Éste es el punto clave de la identidad de la escuela católica. La claridad del ideal, que debe reflejarse en los proyectos institucionales, curriculares y pastorales, lo mismo que la rectitud de intención continuamente renovada, son imprescindibles, pero sostener de hecho una identidad vivida reclama un esfuerzo generoso de perseverancia, paciencia y amor.

Dos aspectos complementarios

          Señalo dos aspectos complementarios en los que se manifiesta la identidad católica de la escuela. El primero ha sido aludido ya al mencionar la transmisión de la fe y la evangelización de la cultura: me refiero al propósito de brindar una educación integral. Este concepto de educación integral aparece –aunque sin la explicación necesaria que incluye la dimensión religiosa– en la Ley de Educación Nacional actualmente vigente. Por educación integral entendemos el desarrollo de todo el hombre en sus dimensiones física, intelectual, volitiva, en sus sentimientos, en el conocimiento y vivencia de la fe. La formación cristiana tendría que ayudar al alumno a fijarse como objetivo llegar a ser la persona que Dios quiere; subrayamos entonces la importancia del cultivo de ciertas actitudes humanas fundamentales que permiten asumir subjetivamente los valores del Evangelio y forjarse una personalidad cristiana. No hay que olvidar que la gracia supone la naturaleza y a la vez la eleva y la sana. Nunca será suficiente insistir en el ejercicio recto de la razón, orientado desde la infancia a la búsqueda de la verdad en apertura a la realidad total, así como a la formación de la voluntad en la recta aspiración al bien y al amor a la justicia. La educación de los sentimientos otorga calor y vida al proceso formativo y adquiere un relieve especial en los años de la adolescencia, cada vez más anticipada, y en las situaciones tan frecuentes de vulnerabilidad y carencias familiares. Vale decir una palabra sobre el desarrollo físico, muchas veces descuidado, que es un valor en sí mismo y también un medio de armonía personal y de crecimiento espiritual. Así como en algunas épocas se olvidaba o valoraba menos la dimensión corpórea, hoy en día las tendencias materialistas y hedonistas de la cultura vigente fomentan el narcisismo juvenil y el abandono al dominio de los instintos y promueven formas enfermizas de relación con el propio cuerpo. La educación física merece una atención especial y una mejor integración en el conjunto del proyecto que evite cualquier posible desequilibrio, por defecto o por exceso. Todas estas son realidades humanas fundamentales a las que puede aportar una justa y actualizada orientación la pedagogía cristiana.

          El segundo aspecto complementario es la relación estrecha entre educación y autoeducación, entre formación y autoformación. Quiero decir que el proceso educativo no puede realizarse sino con la plena participación activa del mismo sujeto: nadie de niño se hace hombre perfecto si no se forma él mismo; se requiere, por tanto, un estado de continua actividad frente al educador, de interacción con él. El educador, por su parte, no sólo debe esmerarse en el arte de suscitar la atención, el interés y la responsabilidad del alumno, sino que también debe recordar que siempre actúa en concurrencia con otros en la tarea de educar. Éste es un principio básico de una sana filosofía de la educación, que con mayor razón vale para la educación cristiana, que es una educación en la libertad y para vivir en la libertad de los hijos de Dios.

La escuela católica como comunidad

Ahora deseo abordar la identidad de la escuela católica desde su definición como comunidad educativa. Este nombre o título se ha hecho común para designar a nuestras instituciones de enseñanza; encierra un ideal precioso que invita a una continua y laboriosa edificación y verificación en la realidad. Toda escuela es una comunidad, o debe serlo; se pone en juego aquí una dimensión humana fundamental que, en ese sentido, no puede faltar para el pleno desarrollo de los procesos educativos. Pero en el caso de la escuela católica el valor comunitario se refiere a su personalidad eclesial; ella es una comunidad cristiana, una comunidad de la Iglesia. Éste es su ideal y su vocación. Como decíamos antes, la escuela católica es la Iglesia en función de educar, al servicio de las familias y de toda la comunidad nacional. La comunidad educativa la integran todos: representantes legales, directivos, maestros y profesores, el personal auxiliar y los alumnos, en quienes los vínculos afectivos tienen que alimentar una progresiva conciencia de pertenencia. La comunicación que es propia del trato asiduo, del lugar y la tarea compartidos, resulta instrumental respecto de la comunión de fe y caridad que constituye la comunidad cristiana. Lo común en ella son los bienes espirituales dispensados en la Iglesia, que nos unen a Cristo y en él nos constituyen al modo de un cuerpo, como miembros los unos de los otros. La identidad de la escuela católica en cuanto comunidad educativa eclesial queda afianzada cuando se ha creado en ella un ambiente tal que en la cotidianidad de la tarea propia de cada uno de sus miembros ellos crecen en su adhesión a los valores del Evangelio, en su condición de discípulos de Cristo y en su conciencia misionera en el mismo espacio escolar y en su proyección más allá de esos límites. Ambiente –decimos– que etimológicamente significa “lo que rodea”, el conjunto de condiciones, el clima, la atmósfera que va rodeando a sus integrantes, que incorpora de un modo a la vez suave y poderoso a los nuevos que llegan y que tiende a expandirse y a atraer. La identidad católica de la escuela es su eclesialidad, la conciencia compartida de ser Iglesia, la alegría de pertenecer a ella y el compromiso consiguiente de participar en su misión con el propio testimonio de vida. El círculo de la comunidad educativa se abre para abarcar a las familias, a través de la pertenencia de sus hijos, y se proyecta hacia el entorno social. La eclesialidad de las comunidades educativas se hace efectiva según diversas tipologías: colegios parroquiales, colegios congregacionales, colegios privados reconocidos como católicos, pueden realizar diversamente las características de la comunidad cristiana, pero en todos los casos debe tenerse muy en cuenta que la Iglesia mora en un lugar y que en ese lugar ella convoca a sus hijos en la asamblea eucarística. Estoy aludiendo discretamente a la misa dominical y a los problemas que plantea, según las tipologías mencionadas, el desarrollo del itinerario sacramental. La cuestión acerca de la eucaristía me parece fundamental; ¿cómo puede hablarse sin ella de comunidad eclesial, de comunidad cristiana? En todo caso el centro de referencia será siempre el obispo y la diócesis.

Identidad del educador

          Me llamó la atención, en el Documento Base preparado para este Congreso Provincial, que se habla en primer lugar, y ampliamente, de la identidad del educador cristiano, de su vocación, y luego se trata acerca de la identidad de la escuela. Este orden, correctamente elegido, sugiere que la identidad católica de la escuela como comunidad educativa –una identidad real, podríamos decir, no meramente nominal– depende de la identidad de los educadores, de todos los miembros de esa comunidad, que en diverso grado están implicados en la común misión de educar. Todos coadyuvan a plasmar y sostener un ambiente educativo cristiano. El documento de la Santa Sede sobre El laico católico testigo de la fe en la escuela se refiere a la condición y la tarea del educador católico en términos de testimonio y ministerio; la profesionalidad necesaria, que debe ser objeto de una autoexigencia, está asumida en la vocación sobrenatural propia de un cristiano. Como laico, es decir, miembro del pueblo de Dios, y en cuanto educador, participa en la misión santificadora y educadora de la Iglesia. Estas características valen proporcionalmente para cuantos trabajan en la escuela, pero el analogado principal es el docente, maestro o profesor, que está en contacto directo y personal con los alumnos. La tradición pedagógica de la Iglesia valora singularmente al educador; y reconoce que la calidad de su enseñanza no depende sólo y principalmente de su pericia didáctica, sino de la cultura de la cual su tarea concreta se nutre y sobre todo de su compromiso con la Verdad.

          Esta expresión compromiso con la Verdad debe entenderse en sentido plenario: se refiere a la adhesión personal de fe, al conocimiento y aceptación de la doctrina católica y de una visión del mundo a la luz de la fe, al sentido y la vivencia de la comunión eclesial, al testimonio de vida en la escuela y fuera de ella, a la generosa dedicación a comunicar una paideia, una cultura cristiana. Este conjunto de notas constituye el sostén de la autoridad del educador católico; esas características, unidas a las demás condiciones personales, otorgan prestigio moral a la tarea desarrollada en la escuela. No hará falta entonces imponer a los gritos la propia autoridad, aun en las circunstancias difíciles en que se ejerce muchas veces la actividad educativa. La camaradería entre los educadores –digamos mejor la amistad cristiana, la caridad efectiva vivida en la escuela– las instancias institucionales de coordinación, la presencia y el servicio pastoral del sacerdote, deben ayudar a cada uno a crecer espiritualmente y a fortalecer la vocación educativa.

          A la escuela católica la hacen, fundamentalmente, los educadores católicos. Pensando en el futuro, se hace urgente poner una atención principal en nuestros institutos de formación docente en los que debe forjarse la identidad del educador católico. En este campo la Iglesia reivindica la libertad que le corresponde, amparada por nuestra Constitución, que en la actualidad corre el riesgo de verse limitada por una presencia invasiva de los organismos estatales. En efecto, los sucesivos documentos producidos por el Instituto Nacional de Formación Docente, convertidos en resoluciones por el Consejo Federal de Educación, concretan un movimiento de concentración unitaria, una propensión a restringir la legítima diversidad curricular y con ella nuestra posibilidad de formar docentes católicos en todas las disciplinas. Debemos permanecer alertas, dispuestos a mantener siempre un diálogo respetuoso y sincero con las autoridades, acompañado de un ejercicio confiado de la libertad, a la que no podemos renunciar. El futuro de la escuela católica en la Argentina depende de esta libertad. Pensando en ese futuro deslizo una sugerencia: promover entre nuestros jóvenes, alumnos de nuestros colegios, la vocación del maestro cristiano; es decir, la profesión docente presentada no como una “salida laboral” –que puede no resultar atractiva– sino como una misión eclesial, una dedicación eximia del laico católico para el servicio de la sociedad argentina en la educación de las nuevas generaciones.

La familia educadora

          La primera de las tres áreas temáticas elegidas para este Congreso se refiere al papel de la familia en la educación. Me detengo ahora en algunas consideraciones sobre el tema.

          Los niños que llegan a nuestras escuelas proceden de un mundo previo al escolar; es el de la familia, que ya ha marcado, para bien o para mal, su vida personal, la relación con ellos mismos y con los otros, y ha forjado su mirada sobre la realidad. Se entra en el mundo a través de una familia, y este principio tiene vigencia tanto respecto de los valores cuanto de las carencias. Como es sabido, la subjetividad se forma inicialmente en la relación con los padres, con el cuidado y la ternura que ofrece la madre y con la autoridad del padre que hace crecer en un proceso de identificación que orienta hacia el ideal. No es preciso insistir acerca de las sombras que recaen hoy en día sobre la realidad de la familia, especialmente en lo que hace al cumplimiento de su misión educativa, como efecto de múltiples causas. La cuestión que se plantea a la escuela católica es ayudar a las familias de sus alumnos a desarrollar una cultura educativa. Los padres necesitan frecuentemente ilustración y apoyo respecto de principios y decisiones elementales para la formación de sus hijos, sobre cómo proceder con ellos en las distintas edades y en determinadas circunstancias. Existe mucha confusión y reina un considerable desconcierto, no sólo aquí, sino también en países que podrían exhibir siglos de experiencia cultural y educativa. Menciono un caso curioso, casi extravagante: una periodista norteamericana, Suzanne Evans, acaba de publicar un libro titulado Maquiavelo para madres. Máximas sobre un eficaz gobierno de los hijos. Desesperada por no poder controlar a cuatro niños pequeños, dio por casualidad con un ejemplar de El Príncipe y descubrió en la obra del célebre florentino que con una combinación de astucia, coerción y autoridad sus problemas quedarían resueltos. Su consejo es que no hay que darles a los hijos todo lo que quieren, sino dejar que conquisten con esfuerzo las cosas que desean y así comprendan lo que éstas valen; que disciplina, límites y respeto de las normas no son malas palabras, sino que designan instrumentos que sirven para crecer bien. Consejos que los padres anteriores al mayo francés del 68 ponían en práctica sin estudiar pedagogía. Nuestros educadores saben seguramente de alguna mamá que no sabe qué hacer con su hijita de seis años.

Familia y escuela

          Al recibir a un alumno, la escuela recibe a una familia, una realidad social que tiene ya su historia y que se encuentra sometida a cambios y posibles alteraciones. Los estudios e investigaciones más recientes destacan que es imposible ofrecer a los chicos un buen itinerario formativo escolar sin contar con la participación de los padres, en diálogo de colaboración con ellos. Para implementar una corresponsabilidad educativa entre la escuela y la familia hay que superar diversos escollos, por ejemplo el desentendimiento por parte de los padres de la marcha del proceso educativo y la acentuada delegación a la escuela de la tarea de educar; la neutralidad o indiferencia respecto de los valores de los que la escuela es portadora y transmisora; en el otro extremo de las actitudes posibles, hay que registrar la excesiva intromisión de los padres, la incomprensión e incluso la violencia con que interpelan a los docentes y,  lo que es peor, la mezcla de desidia y prejuicio para complacer siempre a los hijos. Hay que reconocer asimismo las fallas de las instituciones escolares que no perciben a los padres como sujetos idóneos que contribuyen a que ellas perfilen mejor su papel educativo, la desconfianza mutua entre padres y docentes, la culpabilización recíproca por el fracaso de los alumnos; en suma, la ausencia de la debida coordinación entre los dos mundos, teniendo en cuenta que, como suele decirse, la escuela educa mientras instruye y la familia instruye mientras educa. No es fácil encontrar y asumir instrumentos aptos para poner en ejercicio la necesaria corresponsabilidad, pero los directivos y los docentes deben reconocer que esa relación es una dimensión crucial de su propia profesión, que implica una tarea fatigosa pero imprescindible. Con cercanía afectuosa y mucha paciencia hay que ayudar a las familias a superar su posible marginalidad educativa; si ella no se aprecia a sí misma como educadora, la escuela sí debe considerarla como un factor fundamental y puede aspirar a enriquecer a la comunidad educativa con el aporte familiar.  La misión evangelizadora que le cabe a la escuela en favor de la familia no puede verificarse si no se produce un acercamiento cordial y si éste no perdura a través de los años, desde el nivel inicial hasta el fin del ciclo secundario cuando se presenta esta oportunidad, como ocurre en nuestras instituciones en la mayoría de los casos.

Contenidos, tiempos, proyecciones

          Para concluir, unas breves consideraciones sobre tres puntos que merecerían un amplio desarrollo.

La identidad de la escuela católica depende de la catolicidad de la enseñanza impartida en ella. Me refiero en primer término a la enseñanza religiosa escolar y a su complemento catequístico, que deben ocupar un lugar principal en el currículo. Sería bueno recordar que la primera ley entrerriana de educación, reglamentaria de la Constitución Nacional, establecía en su primer artículo: Será obligatoria en toda la Provincia la instrucción primaria de lectura, rudimentos de aritmética y de religión, para todos los niños varones de 7 a 14 años, y mujeres de 6 a 12. Se refería, obviamente, a las escuelas estatales. Aún después de la imposición del laicismo en el orden nacional, en las escuelas podía enseñarse religión fuera del horario curricular, como todavía se hace en muchos lugares. Pero la pretensión de que la enseñanza religiosa o la catequesis escolar sean desplazadas fuera del currículo en las escuelas católicas es absolutamente inaceptable y puede ser calificada como un verdadero atropello a la libertad. Por otra parte, la catolicidad de la enseñanza en nuestras escuelas no se reduce a la transmisión de los contenidos de la fe en una materia específica curricular, sino que requiere que en todas las asignaturas del currículo se refleje la visión cristiana del mundo y del hombre. Para asegurarlo es necesario practicar una relectura católica de los programas oficiales en orden a evitar las posibles contradicciones entre los contenidos que se presentan como obligatorios y la doctrina de la Iglesia, especialmente en áreas tan sensibles como Ciencias Naturales, Biología, Historia y en aquellos temas transversales en los que se expone el sentido de la sexualidad, la familia y la vida. El mismo cuidado ha de ponerse en la elección de los textos; como subsidio en este campo, el Consejo Superior de Educación Católica ha auspiciado la edición de textos adecuados para las áreas de Lengua, Ciencias Naturales, Biología y Ciencias Sociales, además de la serie completa de Enseñanza Religiosa Escolar.

En los últimos años se ha intentado alcanzar la meta de 180 días de clase. Indudablemente, la duración del año escolar no es indiferente para el logro de objetivos propuestos y de los frutos del itinerario educativo. Pero en la escuela católica habría que valorar mejor el tiempo y los tiempos de la educación; quiero decir las oportunidades, ocasiones o coyunturas que se ofrecen, o pueden ser halladas por la creatividad de los educadores para la formación integral de los niños y adolescentes. En mi opinión, la tarea de la escuela católica no puede quedar encerrada en el horario curricular, tiene que abrirse a otras actividades complementarias que hagan de ella un verdadero hogar para los alumnos. Existen experiencias valiosas que ocupan, por ejemplo, los sábados, e intentos exitosos de superar el equívoco y a veces el funesto ritual de los viajes de egresados para proponer programas que aúnen el esparcimiento y la sana diversión  al deporte, el conocimiento del país y las obras de solidaridad. Nos corresponde también desempeñar un papel en la educación de los jóvenes en el auténtico sentido de las fiestas.

          Por último, una palabra acerca de la presencia de la comunidad educativa en su entorno social. También este aspecto responde a la identidad de la escuela católica: el bien espiritual y cultural que se cultiva en ella es difusivo de sí, tiende a la expansión. En el ámbito de la educación superior se requiere actualmente el desarrollo de un área de extensión en cada universidad que complete las tareas de investigación y de docencia. La escuela se proyecta espontáneamente en el pueblo, en el barrio de la ciudad, si vive en plenitud su condición de comunidad eclesial; puede hacerlo en interacción con otras instituciones de la sociedad civil. Una mediación en cierto modo connatural pueden ofrecerla las familias, sobre todo integradas en las uniones de padres, que hasta no hace mucho fueron florecientes y estuvieron organizadas en el nivel diocesano y nacional. La participación de los alumnos en muchas de esas actividades, como el cultivo de la música, del teatro y otras artes, las iniciativas misionales y solidarias, son parte importante de su formación para la vida cristiana y el servicio a la sociedad; constituyen una base para su posterior participación como ciudadanos en la búsqueda del bien común.

          Vale para la escuela católica lo que el Documento de Aparecida dice de la Iglesia, a saber: que está llamada a reflejar la gloria del amor de Dios, que es comunión y así atraer a las personas y a los pueblos hacia Cristo (151)


            + Héctor Aguer

Arzobispo de La Plata