sábado, 20 de noviembre de 2010

5 años de Misas...

Hoy se cumplieron 5 años del día en que presidí mi Primera Misa Solemne. El otro día estuve en casa y, mirando fotos, encontré las de ese día. Fue el Domingo 20 de Noviembre de 2005, Solemnidad de Cristo Rey. Me había olvidado de afeitarme - o creía no necesitarlo, pero en la foto se nota, je-, y estaba religiosamente peinado a la gomina, casi igual que el día de la Primera Comunión y de la Confirmación, que recibí en el mismo lugar.
Recuerdo todos los preparativos, los días previos. Parece que no es necesario "prepararla", máxime teniendo en cuenta que desde enero del 1994 había tenido Misa practicamente todos los días. En Primero de Mayo, antes de entrar al Seminario, hasta me había aprendido algunas plegarias eucarísticas de memoria...
Y sin embargo, no era lo mismo. Ahora se trataba de realizar el máximo misterio que alguien puede realizar en la tierra. Se trataba de prestarle a Jesús las manos, la voz, toda mi miserable humanidad, para que él pudiera realizar el Milagro. Habíamos elegido como lema el texto que narra las cuatro acciones de Jesús en la Eucaristía: "Lo tomó, lo bendijo, lo partió y lo dio". Y ahora me tocaba renovar sacramentalmente el misterio que había acontecido en la Última Cena, como anticipo de la Cruz.
Tengo algunas imágenes sueltas: los nervios de la previa, el calor casi insoportable, la Iilesia preparada, el órgano que realizaba alguna que otra variación rítmica o melódica. Y los curas que fueron llegando, algunos puntuales, otros bastante más tarde de lo previsto. De todos modos, estaba prohibido enojarse en un día de fiesta...
Recuerdo la homilía de Gustavo, a mis sobrinitos llevando las ofrendas, a mis compañeros acolitando o concelebrando, el magnífico prefacio de Cristo Rey. Y la Consagración, donde no hay palabras para describir lo que acontece en el interior del sacerdote cuando intuye, al menos en parte, la grandeza del Acontecimiento. 
Recuerdo que se me había grabado una frase de Monseñor Tortolo: "todo lo ofrecido será transustanciado", y quería que todo: mi presente, mi pasado, mi futuro, mis defectos y límites, los dones que el Señor me había dado, las personas que me confiaría, las cruces que me esperaban; todo debía ser transustanciado.
La Misa continuó, haciéndose un poco larga quizá, entre agradecimientos, la Consagración a María y el besamanos. Por la tarde vino la Misa en la capilla del Colegio Sagrado Corazón,  donde Jesús fue sembrando su Palabra en mí, donde aprendí el "Venid y vamos todos", el Ave María de Fátima  y tantos cantos más que marcaron mi piedad infantil.

¡Cuantas Misas, desde entonces! En pequeñas capillas o en la Catedral, presidiendo con algún  o ningún monaguillo o concelebrando con cientos de sacerdotes más, en una sala velatoria, a la orilla de algún arroyo, bajo una tenue llovizna o al "rayo del sol". Con ornamentos de fiesta o con la fiel casulla de campaña -la que me hicieron en Feliciano-, con vasos sagrados relucientes o con los más sencillos que se puedan imaginar. Siempre la maravilla inmensa, indescriptible, que nunca acabaremos de comprender, valorar y agradecer. "Todo el bien espiritual de la Iglesia, Cristo mismo, Nuestra Pascua"
¡Que locura de amor la de Dios! Que confianza casi "imprudente" la de este Padre, que pone en manos pecadoras lo más valioso que tiene. Cada día, antes de mostrar el Cuerpo de Jesús, rezo la oración que propone la Iglesia y que dice ""líbrame, por la recepción de tu Cuerpo y de tu Sangre, de toda culpa, y de todo mal. Concédeme cumplir siempre tus mandamientos, y jamás permitas que me separe de tí". 
Y pido al Señor que me conceda y nos conceda a todos los sacerdotes del mundo una renovada conciencia del Misterio Eucarístico. ¡Que nunca nos acostumbremos! ¡Que preserve nuestras manos ungidas de la rutina, del cansancio, de la insensibilidad!

sábado, 13 de noviembre de 2010

Otro texto de Benedicto XVI, hace pocos meses...

Y, por estar vivo y resucitado, Cristo puede convertirse en “pan vivo” (Jn 6, 51) para la humanidad. Por eso siento que el centro y la fuente permanente del ministerio petrino está en la Eucaristía, corazón de la vida cristiana, fuente y culmen de la misión evangelizadora de la Iglesia. Podéis así comprender la preocupación del Sucesor de Pedro por todo lo que pueda ofuscar el punto más original de la fe católica: hoy Jesucristo continua vivo y realmente presente en la hostia y en el cáliz consagrados.
Una menor atención que en ocasiones se ha prestado al culto del Santísimo Sacramento es indicio y causa de oscurecimiento del sentido cristiano del misterio, como sucede cuando en la Santa Misa ya no aparece como preeminente y operante Jesús, sino una comunidad atareada con muchas cosas en vez de estar en recogimiento y de dejarse atraer a lo Único necesario: su Señor. Al contrario, la actitud primaria y esencial del fiel cristiano que participa en la celebración litúrgica no es hacer, sino escuchar, abrirse, recibir… Es obvio que, en este caso, recibir no significa volverse pasivo o desinteresarse de lo que allí acontece, sino cooperar – porque nos volvemos capaces de actuar por la gracia de Dios – según “la auténtica naturaleza de la verdadera Iglesia, que es simultáneamente humana y divina, visible y dotada de elementos invisibles, empeñada en la acción y dada a la contemplación, presente en el mundo y sin embargo peregrina, pero de forma que lo que en ella es humano se debe ordenar y subordinar a lo divino, lo visible a lo invisible, la acción a la contemplación, y el presente a la ciudad futura que buscamos” (Const. Sacrosanctum Concilium, 2). Si en la liturgia no emergiese la figura de Cristo, que está en su principio y que está realmente presente para hacerla válida, ya no tendríamos la liturgia cristiana, toda dependiente del Señor y toda suspendida de su presencia creadora.
¡Qué distantes están de todo esto cuantos, en nombre de la inculturación, caen en el sincretismo introduciendo ritos tomados de otras religiones o particularismos culturales en la celebración de la Santa Misa (cf. Redemptionis Sacramentum, 79)! El misterio eucarístico es un “don demasiado grande – escribía mi venerable predecesor el Papa Juan Pablo II – para soportar ambigüedades y reducciones”, particularmente cuando, “despojado de su valor sacrificial, es vivido como si en nada sobrepasase el sentido y el valor de un encuentro fraterno alrededor de la mesa” (Enc. Ecclesia de Eucharistia, 10). Subyacente a varias de las motivaciones aducidas, está una mentalidad incapaz de aceptar la posibilidad de una real intervención divina en este mundo en socorro del hombre. Este, sin embargo, “se descubre incapaz de rechazar por sí mismo los ataques del enemigo: cada uno se siente como prisionero con cadenas” (Const. Gaudium et spes, 13). La confesión de una intervención redentora de Dios para cambiar esta situación de alienación y de pecado es vista, por cuantos participan de la visión deísta, como integrista, y el mismo juicio se hace a propósito de un signo sacramental que hace presente el sacrificio redentor. Más aceptable, a sus ojos, sería la celebración de una señal que corresponda a un vago sentimiento de comunidad.
Pero el culto no puede nacer de nuestra fantasía; sería un grito en la oscuridad o una simple autoafirmación. La verdadera liturgia supone que Dios responda y nos muestre cómo podemos adorarlo. “La Iglesia puede celebrar y adorar el misterio de Cristo presente en la Eucaristía, precisamente porque el propio Cristo se dio primero a ella en el sacrificio de la Cruz” (Exort. ap. Sacramentum caritatis, 14). La Iglesia vive de esta presencia y tiene como razón de existir ampliar esta presencia en el mundo entero.
(del discurso a los Obispos de Brasil, en la visita ad limina, el jueves 15 de abril de 2010)

viernes, 12 de noviembre de 2010

Un texto del Cardenal Ratzinger que me resuena por estos días

Extraido del libro "Informe sobre la fe", Card. Joseph Ratzinger. Vittorio Messori.

Un espacio para lo sagrado

Volviendo al planteamiento general: ¿qué reproches tiene que hacer el Prefecto a cierta liturgia de hoy? (O, quizá, no exactamente de hoy, puesto que, como observa, «parece que se están atenuando ciertos abusos de los años posconciliares: me parece que está en vías de cristalizar una nueva toma de conciencia; algunos están cayendo en la cuenta de que han corrido demasiado y demasiado aprisa». «Pero —añade— este nuevo equilibrio es de élite, por el momento; se adopta en algunos círculos de especialistas, mientras que es ahora cuando llega a la base la onda expansiva que precisamente ellos pusieron en movimiento. Así, puede suceder que algún sacerdote o algún laico se entusiasmen tardíamente y juzguen actualísimo lo que los expertos sostenían ayer, mientras que hoy se adhieren a posiciones diversas, abiertamente más tradicionales»).
Como quiera que sea, lo que según Ratzinger tiene que encontrarse de nuevo plenamente es «el carácter predeterminado, no arbitrario, «imperturbable», «impasible» del culto litúrgico». «Ha habido años —recuerda— en que los fieles, al prepararse para asistir a un rito, a la misma Misa, se preguntaban de que modo se desencadenaría aquel día la «creatividad» del celebrante... » Lo cual, recuerda, estaba en abierta contradicción con la advertencia insólitamente severa y solemne del Concilio: «Que nadie (fuera de la Santa Sede y de la jerarquía episcopal), que nadie, aunque sea sacerdote, añada, quite o cambie cosa alguna por iniciativa propia en la liturgia» (SC n.22,§3).
Añade: «La liturgia no es un show, no es un espectáculo que necesite directores geniales y actores de talento. La liturgia no vive de sorpresas «simpáticas», de ocurrencias «cautivadoras», sino de repeticiones solemnes. No debe expresar la actualidad, el momento efímero, sino el misterio de lo Sagrado. Muchos han pensado y dicho que la liturgia debe ser «hecha» por toda la comunidad para que sea verdaderamente suya. Es ésta una visión que ha llevado a medir el «resultado» de la liturgia en términos de eficacia espectacular, de entretenimiento. De este modo se ha dispersado el proprium litúrgico, que no proviene de lo que nosotros hacemos, sino del hecho de que aquí acontece Algo que todos nosotros juntos somos incapaces de hacer. En la liturgia opera una fuerza, un poder que ni siquiera la Iglesia entera puede conferirse: lo que en ella se manifiesta es lo absolutamente Otro que, a través de la comunidad (la cual no es dueña, sino sierva, mero instrumento), llega hasta nosotros».
Continúa: «Para el católico, la liturgia es el hogar común, la fuente misma de su identidad: también por esta razón debe estar «predeterminada» y ser «imperturbable», para que a través del rito se manifieste la Santidad de Dios. En lugar de esto, la rebelión contra la que se ha llamado «vieja rigidez rubricista», a la que se acusa de ahogar la «creatividad», ha sumergido la liturgia en la vorágine del «hazlo-como-quieras», y así poniéndola al nivel de nuestra mediocre estatura: no se ha hecho otra cosa que trivializarla».
Hay otro orden de problemas sobre el que Ratzinger quiere llamar también la atención: «El Concilio nos ha recordado con razón que liturgia significa también actio, acción, y ha pedido que se asegure a los fieles una actuosa participatio, una participación activa».
Me parece un verdadero acierto, digo.
«Sin duda —asiente—. Pero este concepto nobilísimo ha sufrido una restricción fatal en las interpretaciones posconciliares. Se ha llegado a creer que sólo se daba «participación activa» allí donde tenía lugar una actividad exterior, verificable: discursos, palabras, cánticos, homilías, lecturas, estrechamiento de manos... Pero se ha olvidado que el Concilio, por actuosa participatio, entiende también el silencio, que permite una participación verdaderamente profunda y personal, abriéndonos a la escucha interior de la Palabra del Señor. Ahora bien, en ciertos ritos no ha quedado ni rastro de este silencio».

lunes, 8 de noviembre de 2010

“Leandro, ¿me querés lavar el auto?” Para los que no conocieron al Padre Juan Alberto Puiggari (II)

Si hay algo que me llevó tiempo entender, es como alguien podía tener tanta mansedumbre. La pude admirar en repetidas ocasiones, la mayoría de las veces como paciencia: atendiéndonos las mil veces que lo importunábamos, cuando estaba súper ocupado, escuchándonos decir centenares de tonterías infanto-juveniles, o prestándonos todas sus cosas con el riesgo de que las rompiéramos o las perdiéramos. O cuando era objeto de nuestras gastadas por la escasez de su pelo, o cuando en el viaje de Quinto le festejamos el cumpleaños y le colocamos un espartillo en la cabeza, llamándolo “señor Mishagui”…
Pero pude ver la mansedumbre del padre Juan Alberto sobre todo allá por abril o mayo del 96, no recuerdo bien la fecha, pero sí que yo hacía poco que estaba en el Seminario.
Resulta que se confirmaba el hermano de Jorge Fontana, y el Padre Juan Alberto había sido delegado por Monseñor Karlic para administrar el Sacramento. Jorge le pidió si podíamos acompañarlo, junto con Luciano Ojeda y el Coco Gaitán. Ellos serían monaguillos en la celebración, y yo lo ayudaba a cantar a Jorge. Aprendimos el “Cántico de Confirmación”, el “Ven a nuestras almas” de Zaninnetti y algunos más.
Ese domingo nos levantamos a la hora habitual pero no fuimos a la Misa con el resto, sino que nos fuimos a desayunar. Y cuando bajamos a la rectoría, el padre Puiggari estaba un poco atrasado con otros asuntos. Para ganar tiempo y poder llegar a horario a Viale, preguntó: “¿Alguno de ustedes sabe manejar?”. Leandro, orgulloso de haber manejado desde los 8 años –ejem- respondió: “yo, padre”. “Bueno, sacame el auto así ganamos tiempo”.
Me dio la llave y entre nervioso, apurado y contento enfilé –por primera vez en esos dos meses- para el estacionamiento del Seminario.
No me imaginaba lo que me esperaba. Me costó abrir la reja. No entendía como se abría el otro portón, el del garage. No encontraba la luz. Y el Renault 12 blanco estaba metido ¡en una esquinita!
Pensé: “no lo saco ni loco”. Claro, no era lo mismo manejar en Primero de Mayo, Pronunciamiento, Las Achiras, Tres de Febrero… por ahí Villa Elisa o Colón, que maniobrar en reversa con un auto ajeno y contrarreloj.
Pero mi honor de precoz conductor pudo más: me subí al 12 y empecé a dar marcha atrás. Doblé hacia la derecha, después hacia la izquierda, girando mi cuello casi 180 grados –no sabía usar los espejos, por entonces…- y… ¡zas! Cuando iba saliendo, la impecable puerta derecha del 12–el que todavía usa Alfonso Dittler- ¡rayada!.
Yo estaba cada vez más nervioso, pero la piamontesa tozudez me impedía retroceder en mi propósito. Logré zafar del portón, y salí al espacio donde se encendía la caldera. Ahí decidí dar marcha atrás hasta arriba, hasta el lugar donde está el quincho de Teología. Cerré el portón del garage, subí y aceleré marcha atrás. Cuando creía habber abandonado el acceso, giré hacia la derecha y nuevamente…
No puedo explicar el pánico que me entró: ¡le había dado al medio al árbol que marcaba el ingreso al garage –el mismo que tiempo después chocó el Tony Barboza con el auto del Padre Mario-! Y no era un árbol recién plantado: debía ser de los primeros que plantó monseñor Paul con el  padre Melchiori, en la década del ´50. Tenía como 60 ctms de diámetro. Los que conocen el lugar saben que es imposible chocar ahí, pero yo lo hice. Resultado: el paragolpes y el baúl del 12 hundidos como 25 ctms…
Para colmo de males, eran como las 9:05. Acababa de terminar la Misa del Seminario Mayor, y unos 30 filósofos y teólogos estaban afuera. El primer testigo fue el Chelo Cardozo, a quien por el retrovisor vi agarrarse la cabeza y matarse de risa.
Yo ya imaginaba el soberano reto del dueño del 12. Me imaginaba volviendo a casa para juntar plata y pagarle el arreglo. Me imaginaba castigado y no teniendo oportunidades de volver a manejar durante años. Me imaginaba…
Lo que nunca me imaginaba es que cuando el padre salió y vio el auto… ¡ni se inmutó! ¡No se le movió ni una pestaña! Solamente se sonreía y me decía: “¡no te preocupés, Leandro, no es nada, agradecé que no te pasó nada a vos!” Y yo no paraba de dar explicaciones, y de pedir perdón, y de poner excusas, y de prometer pagarle el arreglo. El padre solo se reía, y me decía que no pensara más en el asunto…
Y por si fuera poco, a la semana siguiente –después de haber soportado las cargadas de todo el mundo, hasta el Ciro y la Dalma se rieron de mí-, el sábado después de comer –horario tradicional de lavar los autos-, el padre Puiggari me dice, ofreciéndome la llave del 12, y devolviéndome de una manera magistral la confianza: “Leandro, ¿me querés lavar el auto?”

jueves, 4 de noviembre de 2010

Por si no saben quien es el padre Juan Alberto Puiggari...

Era enero de 1995. Yo tenía 15 años, y ya no "aguantaba" más las ganas de "ser cura". Tenía que ser ya: el retiro con el padre Ernesto me lo había hecho ver más claro que nunca.
Claro que no tenía ni la más pálida idea de cuáles eran los pasos a seguir. Se me hacía eterno pensar en tener que terminar la secundaria en Primero de Mayo para entrar al Seminario Mayor.
Cuando fui con la novedad al P. Heraldo, me "pinchó el globo". Me dijo que mejor esperara un año más, que siguiera formándome, que madurara, que ahorrara plata, etc, etc. Y que íbamos a ir viendo para entrar al Seminario menor en Paraná. Ahí fue cuando por primera vez escuché hablar del Padre Puiggari. Reverdito me dijo: "en el menor de Paraná está Puiggari, que es muy piadoso". Yo no entendía demasiado en aquél entonces -y no se si totalmente ahora...- qué tanta importancia tenía ese factor. Pero la frase me quedó grabada, y por supuesto la curiosidad por conocer al piadoso sacerdote.
Eso sucedió recién allá por Agosto. Pedí permiso en el Aserradero -gracias, Lucho- y vinimos a Paraná. Toda una odisea para mí en aquél entonces. Recuerdo que visitamos la Catedral, y me impresionó el Cristo yacente que está en el lateral izquierdo. Y la semipenumbra en que estaba el Sagrario. Y también fuimos a la librería del Arzobispado. Pero lo más importante era, obviamente, el Seminario.
Y ahí conocí al "piadoso sacerdote". Me impresionó de verdad su mansedumbre -otro día escribire una alabanza a ella...- y la profundidad con la que miraba a los ojos. 
En casi siete años y medio que pude compartir con él -como rector del Menor, director espiritual, rector del Mayor, profesor...- pude entender lo que significaba la frase.
Significaba que el Padre Juan Alberto tenía una intensa vida de oración, y una búsqueda permanente de Jesús en el Sagrario. Del Padre Juan Alberto aprendimos a comenzar y terminar cada día con la visita al Santísimo, y jalonar la jornada con breves momentos ante el Señor. En sus últimos años, siendo ya obispo auxiliar, siendo bedel del Menor pude admirar la frecuencia de estas visitas: casi después de cada charla o de cada actividad, se lo veía caminar desde la rectoría a la capilla. Y por las noches, muchas veces lo encontrábamos con el Sagrario abierto, una velita prendida, en oración silenciosa....
Significaba  tenía un amor tierno y a la vez apasionado a la Virgen María, a quien nos enseñó a querer y ante quien, hasta sus últimos días en Paraná, terminaba cada uno de sus días. ¡Si lo habremos visto besar la mano de la imagen del menor!
Valga por ahora este sencillo homenaje, más testimonial que otra cosa. Es probable que haya muchos obispos más eruditos que Monseñor Puiggari. Seguramente otros tendrán más experiencia, otros más creatividad, otros mayor intuición pastoral, otros mayor elocuencia.
De lo que sí podemos estar seguros, -y eso significa mucho-, es que tendremos un Arzobispo piadoso.
¡Felicitaciones, Padre Juan Alberto! ¡Duc in altum!